Susan Sontag. Diálogo entre una descendiente de Noé y un pájaro

SUSAN SONTAG

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Cuéntame un cuento -dijo una de las descendientes de Noé-. Sí, cuéntame un cuento.
-¿De qué clase? Mmmm. Puedo contarte uno con final feliz.
-No seas condescendiente. Puedo tolerarlo. Sólo cuéntame un cuento.
-Entonces te contaré uno con final triste. Pero después de un rato ya no prestarás atención. Estarás inquieta, con la mirada distraída. Y te preguntaré lo que ocurre y me responderás que ya has oído ese cuento antes. Me dirás que no tenía por qué haber terminado tan mal.
-¿Sólo hay dos clases de cuentos? No es cierto.
-Ay, el cielo es amplio. Ay, el océano, profundo. Y todos los cuentos ya han sido contados, ay, ay, ay…
-¡Basta! Sólo quieres atemorizarme. Pero es inútil, no tiene remedio. Debo mantener el ánimo en alto. Sé que eres un pájaro agorero. Te gusta atemorizarme.
-¿Agorero yo? Te equivocas. Me encanta estar vivo. Precipitarme, lanzarme y posarme donde me apetece. Lo que ocurre es que si observo mi entorno no puedo sentir más que desánimo.
-Escucha, se supone que eres el portador de buenas nuevas.
-Sólo puedo relatar lo que veo.
-Pues vuela, entonces. Y no vuelvas hasta que puedas contar algo optimista.
-¿Ves? Te lo dije, no quieres oír malas noticias.
-Vaya, es que no quiero escuchar malas noticias siempre. No me lo reproches.
-Bien, lo intentaré de nuevo. No creas que me gustan las calamidades, claro que no. Así que quieta aquí y déjame echar otro vistazo.
-¡Espera!
-¿Qué?
-No te distraigas por ahí. Quiero decir, no hagas el tonto. Es decir, sólo trae las noticias.
-Primero me riñes por agorero, y ahora me reprochas que lo pase bien. Pero no puedo evitarlo. El éxtasis es lo mío. Soy un artista, ya lo sabes.
-¿El éxtasis, dónde?
-Por doquier.
-Vaya suerte.
-Qué, ¿nunca lo has sentido?
-Claro, pero…
-Sí, ya sé. Pero entonces algo te desanima. Cargas con todas estas posesiones que tanto te importan y tienes que guardar y remplazar, y todos tus ambiciosos proyectos y tu crasa parentela, y…
-No hables de mis parientes, ¿te queda claro? Se esfuerzan mucho.
-Todos os esforzáis. Sobre todo en ignorar las malas noticias hasta que vienen a posarse en tu regazo.
-Y ¿por qué no habríamos de albergar esperanzas? Considera a cuánto hemos logrado sobreponernos. Y aquí estamos, todavía. Perduraremos. Lo sé.
-Eso espero. Ojalá estés en lo cierto. En todo caso, yo me voy.
-Pero, ¿volverás?
-Sin duda.
-¿Me lo prometes?
-Desde luego que volveré.
***
-Vaya, ¡te has retrasado!
-Lo siento. Me lo estaba pasando bien.
-¿Y qué más?
-Estaba buscando buenas noticias.
-¿Y?
-Pues bien, siempre hay alguna buena noticia, si eso es lo que quieres saber. Te ruego que no creas que disfruto con tu preocupación.
-Vamos, preocúpame.
-Nada parece estar marchando muy bien allá. Vi cosas muy perturbadoras.
-Estoy segura de que te desviaste para encontrarlas.
-No hizo falta ir muy lejos.
-Quizás no te parezcan bien a ti. Quizás mi punto de vista es distinto.
-Muy bien, prueba tú. Traigo algunas fotos.
-Vaya, fotos. ¡Qué bien!
-Míralas.
-¡Dios mío, es la luna! Las aguas retrocedieron y recalamos en la luna. Alabado sea el Señor.
-No, es el desierto.
-Ah. Mira, éstas son magníficas.
-Gracias.
-Me parece muy hermoso. Estos dorados, rosados y castaños. Y el cielo. Y la luz. No veo que haya nada malo.
-Bien, no se trata sólo de mirar. Tienes que saber lo que ha estado sucediendo. Hay un cuento que acompaña las fotos. Cuando conoces el cuento, las fotos cobran otro sentido.
-Ya sé, ahora me vas a venir con lo de la maldad humana. Ya me sé la historia. Por eso hubo un diluvio.
-No, no quiero contarte algo tan general. Más bien quiero hablar de la pasividad. Y del poder. Quizás adviertas que no hay gente en las fotos. Pues esto es lo que ha hecho la gente.
-De igual modo, me parece hermoso. ¿No puedes ver el friso sutil de las ruinas a lo lejos, casi del mismo color de la arena?
-A veces, cuando las cosas son destruidas, parecen hermosas.
-¿Más hermosas?
-A veces.
-¿Y cómo lo sabes?
-Debes aprender a interpretar las señales.
-No, puro graznido.
-Graznido humano, te lo aseguro.
-¿Hay mucha gente que conoce esta historia?
-Sí. Mucha. La cuestión no está en saber sino en preocuparse.
-Pero debes aceptar que preocupaciones sobran. No puedes preocuparte por todo.
-Creo que esto debería preocuparte.
-Pero el mundo es un lugar muy amplio, ¿no es así? Quiero decir, hay mucho espacio. ¿Realmente importa lo que sucede en unos cuantos lugares? ¿Si unos lugares se estropean, arruinan o profanan? Siempre hay espacio para continuar. ¿Si se le prende fuego a unas bibliotecas llenas de libros y manuscritos viejos, si se saquean unos cuantos museos? Al mundo le sobran más cosas viejas, si eso es lo que te gusta ver.
-Debes de ser de Estados Unidos.
-¿Cómo?
-No importa.
-Creo que le contaré esta historia a unas cuantas personas. ¿Les puedo mostrar las fotos?
-¿Por qué no?
-No vueles ahora. Quédate en tu percha. ¡Volveré antes de que me eches de menos!
***
-¿Me echaste de menos?
-¿Qué dijeron los demás?
-Dijeron que las fotos eran hermosas.
-¿Es todo?
-Dijeron que también estaban inquietos.
-¿Qué más?
-Dijeron que no había nada que hacer.
-¿Eso dijeron? ¿Todos?
-Bueno, no todos…
-Y…
-Dijeron que el mundo allí fuera es cruel.
-Yo diría que el mundo también es cruel aquí dentro. En tu, ¿cómo le has llamado?, arca.
-Nos las arreglamos.
-Ya veo.
-¡De verdad! Sólo tenemos que, mira, reducir nuestras expectativas.
-A medida que todo empeora.
-Exacto.
-¿Y ahora quién es el pesimista?
-No es pesimismo. Es realismo.
-Sí, claro.
-Y también me advirtieron de que me tomara con un grano de sal lo que decías. Dijeron que eras un artista.
-Yo ya te dije eso.
-Creí que tu labor era traer noticias.
-Los artistas también hacen eso.
-Sí, malas noticias.
-No siempre, te lo aseguro.
-Dijeron que a los artistas les gusta centrarse en los desastres. Que se deleitan en las malas noticias. Y que son moralistas ingenuos que no comprenden las leyes de hierro de la historia. Y (no te rías) del progreso.
-¿Cómo cuáles?
-Bien. El porqué tienen que hacer eso. La gente que todo lo domina. Por qué tienen que destruir el desierto. Y, a veces, las ciudades y los pueblos. Lo que me mostraste en las fotos.
-¿Por qué, entonces? Dímelo tú.
-Porque tenemos enemigos. Enemigos malévolos. Hemos de estar preparados. Tenemos que defendernos. Tenemos que ir allá y detenerlos antes de que sean lo bastante fuertes para hacernos algo.
-¡Loro!
-Oye, no todos somos pájaros aquí.
-¿De verdad te crees lo que acabas de decir?
-Mira, estoy pensando en lo que me comentas. Es una pena, en verdad. Las marismas se convirtieron en desierto. El desierto profanado. Y lo que le sucedió a los animales. Y a la agente y a lo demás. Pero hay muchas otras consideraciones, políticas, económicas, científicas, que no comprenderías. Eres un vagabundo. Eres un artista.
-Es cierto. No tengo ataduras. Como un pájaro.
-Digamos.
-Veo que has conocido a muchos artistas.
-Si te he ofendido, lo lamento.
-¡Dios mío, dame fuerzas! ¡Estos ilusos tan…!
-A mí no me graznes. Yo no fui. Yo no devasté el desierto. No maté a los animales. Ni masacré a los conscriptos. No prendí fuego a la biblioteca ni saqueé el museo de antigüedades.
-¿Sabías que durante la primera guerra del Golfo se mostraban películas pornográficas a los pilotos justo antes de que los enviaran a sus misiones de bombardeo?
-Pilotos de Estados Unidos.
-Así es.
-Oye, ésa ha sido práctica en más guerras coloniales norteamericanas que las que puedo contar. Pero los estadounidenses no inventaron el vínculo entre la testosterona y el placer de dar muerte, sobre todo de dar muerte desde lo alto de los cielos a gente indefensa en tierra, del mismo modo que es el único país que envenena su propio territorio.
-¿Qué quieres decir?
-Que todos hacen lo mismo en cuanto se les presenta la oportunidad. Así pues, ¿por qué te metes con Estados Unidos?
-Supongo que porque soy un artista estadounidense.
-¿Estás poniéndote sarcástico?
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Hasta pronto, yo me largo al desierto de la alegría.
-Sabes, antes de que te marches, debes reconocer que la naturaleza es violencia.
-Y la naturaleza humana.
-Sí. Aunque no todos se comportan tan mal como la gente puede llegar a comportarse.
-Como si fuera perenne. Eso está sucediendo ahora mismo.
-Pues yo no soy una de las perpetradoras. La gente que de hecho hace esto ni siquiera hablaría con una criatura como tú. La gente que hace esto sólo alzaría una arma y te borraría de los cielos.
Se escucha un aletear de alas.
-¡Oye! ¡No te vayas! ¡No soy una de los dirigentes del planeta! ¡Soy una pobre criatura como tú! No te… vayas.
*
Aquí estoy de vuelta.
Silencio.
-¿Hola?
-Creí que no ibas a volver.
-Ay, soy un pájaro persistente.
-¡Sin duda alguna! Pero, en serio, te admiro porque no te has dado por vencido.
-Pensé que si seguía cantando, lo comprendería finalmente.
-Pues sí, la tenacidad es una de las virtudes. Y las fotos son inolvidables. He de reconocerlo. Tus paisajes de catástrofe.
-Pero te gustaría olvidar lo que te he mostrado, ¿no es así?
-Claro que sí. ¿Quién quiere sentirse más desamparado?
-Pero no lo olvidarás.
-Aunque me quedara ciega no podría olvidar esas fotos.
-Es curioso que menciones la ceguera. Pues ése era el tema de la homilía que tenía intención de pronunciar. ¿Lista para la homilía?
-Dispara.
-Dios mío.
-Vamos, es una broma.
-No hay bromas.
-Tienes que tener sentido del humor. Para sobrevivir.
Silencio.
-Vale, pues.
Silencio.
-En serio, estoy escuchando.
-Mi homilía. Acaso lo sepas o no, pero hay dos clases de ceguera. La retiniana, que causa deterioro ocular, y la cortical, que resulta de una lesión en el cerebro y deja los ojos intactos.
-Qué interesante.
-El punto es que la gente con ceguera cortical ve, en algún sentido, es decir, recibe impresiones visuales en la conciencia. Pero se considera ciega porque esas impresiones no pasan a la plaza más pequeña de la conciencia. Esto ha sido demostrado en un experimento reciente.
-Me gustan los experimentos.
-Sí, ya lo sé. Bien, en todo caso, imagina una persona con ceguera cortical en un lado, por ejemplo, digamos, el derecho. La sientas a la mesa. Giras su cabeza a la izquierda. Colocas unos objetos, digamos, una taza de café y un candelabro, en la mesa, a la derecha. Si preguntas. ‘‘¿Qué ves en el lado derecho de la mesa?» La respuesta es: ‘‘Nada. Ya sabes que estoy ciego de ese lado». Pero si replicas: ‘‘Sí, es cierto, no puedes ver de ese lado, estás ciego. Pero supongamos que pudieras ver, imagina que puedes ver. ¿Dónde crees que están los objetos en la mesa?» Y entonces, oh milagro, apenas dudándolo, la persona ciega extiende el brazo, abre la mano un poco en busca del candelabro, y la abre más para la taza.
-¡Vaya! ¿En verdad?
-Sí. Pero ésta es una historia. Me pediste un cuento. Esta es una parábola.
-¿Y cuyo sentido es…?
-Que lo mismo sucede con nuestras acciones. De igual modo que sabemos mucho más de lo que nos damos cuenta, podemos hacer mucho más de lo que nos creemos capaces. Formula la pregunta directamente: ¿Qué podemos hacer para evitar la destrucción del planeta y la creciente ola de violencia humana? La respuesta tiene que ser: Nada. ¿Los seres humanos contra los animales, los hombres contra las mujeres, la historia contra la naturaleza? Nada. Pero qué sucede si decimos: De acuerdo, no puede evitarse. Sin embargo, si imaginamos, sólo como hipótesis, aunque desde luego es imposible…
-Ya veo -dijo la descendiente de Noé.
-Sí -respondió el pájaro-. Otro marco para la voluntad. Porque está tan claro como el día y la noche: los bosques están siendo arrasados; las aguas, envenenadas; el aire se está oscureciendo y volviendo tóxico. Y los gobiernos presuntuosos continúan proyectando su poder con éxito: para conmocionar y asombrar, masacrar, explotar y despojar. Es cierto, no se puede salvar al mundo. Pero, ¿si actuamos de todos modos como si pudiera salvarse? Pues entonces…
-Ya veo -repitió la descendiente de Noé.
-Sí -dijo el pájaro agorero, algo más animado-. Casi es posible que se pueda salvar el mundo.

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Quim Monzó. El cuento

El cuento
Quim Monzó

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A media tarde el hombre se sienta ante su escritorio, coge una hoja de papel en blanco, la pone en la máquina y empieza a escribir. La frase inicial sale enseguida. La segunda también. Entre la segunda y la tercera hay unos segundos de duda.
Llena una página, saca la hoja del carro de la máquina y la deja a un lado, con la cara en blanco hacia arriba. A esta primera hoja agrega otra, y luego otra. De vez en cuando relee lo que ha escrito, tacha palabras, cambia el orden dentro de las frases, elimina párrafos, tira hojas enteras a la papelera. De golpe retira la máquina, coge la pila de hojas escritas, la vuelve del derecho y con un bolígrafo tacha, cambia, añade, suprime. Coloca la pila de hojas corregidas a la derecha, vuelve a acercarse la máquina y reescribe la historia de principio a fin. Una vez ha acabado, vuelve a corregirla a mano y a reescribirla a máquina. Ya entrada la noche la relee por enésima vez. Es un cuento. Le gusta mucho. Tanto, que llora de alegría. Es feliz. Tal vez sea el mejor cuento que ha escrito nunca. Le parece casi perfecto. Casi, porque le falta el título. Cuando encuentre el título adecuado será un cuento inmejorable. Medita qué título ponerle. Se le ocurre uno. Lo escribe en una hoja, a ver qué le parece. No acaba de funcionar. Bien mirado, no funciona en absoluto. Lo tacha. Piensa otro. Cuando lo relee también lo tacha.
Todos los títulos que se le ocurren le destrozan el cuento: o son obvios o hacen caer la historia en un surrealismo que rompe la sencillez. O bien son insensateces que lo echan a perder. Por un momento piensa en ponerle Sin título, pero eso lo estropea todavía más. Piensa también en la posibilidad de realmente no ponerle título, y dejar en blanco el espacio que se le reserva. Pero esta solución es la peor de todas: tal vez haya algún cuento que no necesite título, pero no es éste; éste necesita uno muy preciso: el título que, de cuento casi perfecto, lo convertiría en un cuento perfecto del todo: el mejor que haya escrito nunca.
Al amanecer se da por vencido: no hay ningún título suficientemente perfecto para ese cuento tan perfecto que ningún título es lo bastante bueno para él, lo cual impide que sea perfecto del todo. Resignado (y sabiendo que no puede hacer otra cosa), coge las hojas donde ha escrito el cuento, las rompe por la mitad y rompe esta mitad por la mitad; y así sucesivamente hasta hacerlo añicos.

Quim Monzó. La sensatez

Quim Monzó

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Cada vez que la mujer juiciosa se acuesta con alguien le cuenta al novio que lo ha hecho no por un ataque circunstancial de lubricidad, sino porque se ha enamorado. No es que tenga que sentirse culpable (al respecto, la mujer y su novio tienen un pacto de lo más claro y elástico), pero si cuando se acuesta con alguien remarca que lo hace enamorada, es como si se sintiese más limpia. En cambio, cada vez que su novio se enrolla con alguien, la mujer considera que lo hace por pura lubricidad, y eso la irrita. No es que se ponga celosa. No. No es celosa en absoluto. Simplemente le molesta que su novio sea tan vulgar, tan carnal. El novio sí que se pone celoso cuando sabe que ella se acuesta con otro. Pero son celos comprensibles: porque ella se enamora. Y si la persona con la cual (más o menos elástico) tienes un pacto de convivencia se enamora de otro, es lógico tener celos. ¿Qué escala aplica la mujer para decidir que sus asuntos de cama son producto del amor y los del novio de la lujuria? El novio dice que una escala muy sencilla: que ella es ella misma (y por lo tanto se lo justifica todo) y él no sólo no es ella, sino que es hombre, con la carga histórica que eso comporta. La mujer lo niega, aunque los años le hayan enseñado que, en general, hombres y mujeres se comportan de manera diferente. Pero no lo dice porque, aunque es una creencia sobre la cual tiene cada vez menos dudas, es generalizadora. Y siempre hay excepciones, aunque nunca se ha visto tan cerca de reconocer que la frase hecha que asegura que todos los hombres son iguales, aun siendo tópica (y por lo tanto repugnante) es, cuando menos parcialmente, cierta: quizá no todos, pero la inmensa mayoría de los hombres sí que son iguales. La mujer juiciosa sabe de qué habla: se ha enamorado de muchos, y todos, indefectiblemente y por mucho que lo adornen, en el fondo ligan con ella llevados por la lubricidad. Lubricidad a la cual ella cede a menudo porque (es forzoso reconocerlo) desde muy pequeña ha sido terriblemente enamoradiza y el amor la embriaga de tal manera que no bien un hombre le pasa el brazo por los hombros, le besa el lóbulo de la oreja y le pone la mano entre las piernas, por más que abra la boca para decir que no, nunca le sale el no y siempre dice que sí.

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