EL ROBO DEL TORO
En una de las noches más oscuras, un hombre decidió apropiarse de un magnífico toro del establo de la tribu vecina.
Se encaminó hacia el establo, durmió al perro que vigilaba gracias a unas entrañas de cordero, apartó los matorrales espinosos
de la cerca, abrió la puerta sin hacer ruido, pasó una cuerda por el cuello del toro y se lo llevó.
El toro se dejaba llevar dócilmente. El ladrón cruzó una corriente de agua, subió una oscura colina, se adentró en un bosque
de robles. De repente, cuando llegaba al límite del bosque, vio una luz rojiza a través de las ramas. Imposible equivocarse, aquella luz sólo podía ser la de un santo, de nombre Sidi El Rerib, que había establecido su pobre cabaña en aquel lugar del bosque.
El ladrón, inquieto, dudó. Había oído hablar de los extraños poderes de aquel ermitaño que, decía que podía leer los secretos de los corazones y mandar sobre la materia inerte. Así pues, no se atrevió a salir del bosque por allí. Esperando que el toro no hiciese ningún ruido, desvió sus pasos, caminando mucho rato en la oscuridad hacia una dirección que conocía, siguiendo un sendero mucho más arduo que el primero que había tomado. De vez en
cuando se golpeaba contra los troncos de los árboles y oía la respiración del toro robado detrás de él.
Al llegar al límite del bosque vio la misma luz roja. El corazón del ladrón se puso a latir un poco más aprisa y pensó: «Quizá es el ojo del santo». Entonces se calmó, reflexionó y finalmente se dijo que había estado caminando en círculo, sin darse cuenta, para acabar en el mismo sitio que antes.
Retornó su camino en las profundas oscuridades del bosque. Siguió senderos desconocidos, se desgarró la ropa con las espinas de la noche, se hirió, de repente se encontró al borde de un precipicio, las piedras corrían bajo sus pies, tuvo que agarrarse a la cuerda del animal para no caer al abismo, volvió a caminar, le pareció distinguir a través de los árboles una montaña que conocía, enloqueció, finalmente vio el límite del bosque. Y allí, como antes, vio la luz roja del santo, que seguía brillando.
Presa del pánico, sin soltar la cuerda del toro, volvió a sumergirse en el corazón del bosque, despavorido, perdido en el misterio, jadeante. Se tocaba los brazos y la cabeza para asegurarse de que estaba vivo y despierto, y luego, pese a las numerosas asechanzas, se puso a correr para escapar a su miedo. Y oyó una voz que le preguntaba, detrás, muy cerca:
-¿Hacia dónde corres?
No tuvo ánimo para dar la vuelta. Sin soltar la cuerda, corrió, corrió hasta quedar sin fuerzas. La sangre brotaba de sus desgarrados miembros. Cuando se detuvo, asfixiado, oyó la misma voz tranquila que le preguntaba, muy cerca:
-¿Hacia dónde corres? ¿De qué esperas huir?
Esta vez el ladrón se quedó un momento inmóvil, la mirada de repente clavada en la sombra. Sabía que no podía ir más lejos. También sabía que un suceso particular, del que no podría librarse, se cernía sobre él. Lentamente, se dio la vuelta.
Vio al santo detrás de él, de pie, los brazos cruzados. La cuerda del toro estaba alrededor de su cuello. Una luz roja brillaba alrededor de su mirada.
El ladrón cayó de rodillas. Su mano soltó la cuerda.
Al día siguiente encontraron su cuerpo. Su estómago estaba reventado por dos sitios. Tal vez atravesado por estacas, pensó la gente, o por palos de hierro.
O más bien, dijo alguien, por los cuernos de un toro.
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