CHEJOV 2025

EL álbum. Chejov

Anton Chejov

El consejero administrativo Kraterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanzó algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:

-Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra gran autoridad y paternal solicitud…

-Durante más de diez años -le sopló Zacoucine.

-Durante más de diez años… ¡Jum!… En este día memorable, nosotros, sus subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque su noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún, hasta la hora de la muerte, nos honre con…

-Sus paternales enseñanzas en el camino de la verdad y del progreso -añadió Zacoucine, enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente. Se veía que ardía en deseos de tomar la palabra para colocar el discurso que seguramente traía preparado.

-Y que -concluyó- su estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.

Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima.

-Señores -dijo con voz temblorosa-, no esperaba yo esto, no podía imaginar que celebraran mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado, y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la muerte. Créanme, amigos míos, les aseguro que nadie les desea como yo tantas felicidades… Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades… ha sido siempre en bien de todos ustedes…

Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo a Kraterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción. Luego, con el rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después, calmándose un poco, añadió unas cuantas palabras muy afectuosas, estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instaló en su coche abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las lágrimas.

En su casa lo esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos y conocidos le hicieron tal ovación que hubo un momento en que creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiera sido una gran desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente.

-Señores -dijo en el momento de los postres-, hace dos horas he sido indemnizado por todos los Tsufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que no es el público el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para él. Y hoy he recibido la más alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha llenado de emoción.

Todos los rostros se inclinaron sobre el álbum para verlo.

-¡Qué bonito es! -dijo Olga, la hija de Serlavis-. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él… ¡Es tan bonito!

Después de la comida, Olga se llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día siguiente arrancó los retratos de los funcionarios, los tiró al suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de colegio. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Kolás, el hijo pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo nada más para colorear, recortó siluetas y les atravesó los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al consejero kraterov lo pegó de pie en una caja de fósforos y lo llevó colocado así al despacho de su padre.

-Papá, mira, un monumento.

Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y, enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicolás.

-Anda, pillo, enséñaselo a mamá para que lo vea ella también.

CHEJOV 2025 Cuento

Un drama Anton Chejov


-Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich! -dijo el criado-. Hace una hora que espera.

Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de desagrado, y contestó:

-¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado!

-Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.

-Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.

Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano un libro y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy ocupado, se encaminó al gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía elegantemente.

Al ver entrar a Pavel Vasilich alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.

-Naturalmente, ¿no, se acuerda usted de mí? -comenzó con acento en extremo turbado-. Tuve el gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.

-¡Ah, sí!… Haga el favor de sentarse. ¿En qué puedo serle útil?

-Mire usted, yo… , yo -balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún -. Usted no se acuerda de mí… Soy, la señora Murachkin… Soy gran admiradora de su talento y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Sí, leo sus artículos con mucho placer… Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero… no he dejado de contribuir algo…, he publicado tres novelitas para niños… Naturalmente, usted no las habrá leído… He trabajado también en traducciones… Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado.

-Sí, sí… ¿Y en qué puedo serle útil a usted?

-Verá usted… – y bajó los ojos, poniéndose aún más colorada -. Conozco su talento y sus opiniones. Y quisiera saber lo que piensa… o, más bien, quisiera que me aconsejase… En fin, he escrito un drama, y antes de enviarlo a la censura quisiera que usted me dijese…

Con mano trémula sacó un voluminoso cuaderno.

Pavel Vasilich no gustaba sino de sus propios artículos; los ajenos, cuando se veía obligado a escucharlos, le producían la impresión de un cañón a cuyos disparos sirviera él de blanco. A la vista del gran cuaderno se llenó de terror y dijo:

-Bueno…, déjeme el drama, y lo leeré.

-Pavel Vasilich! -suplicó la señora, con voz suspirante y juntando las manos-. Ya sé que está usted muy ocupado y no puede perder ni un minuto. Tampoco se me oculta que en este momento está usted enviándome a todos los diablos, pero…, tenga usted la bondad de permitirme que le lea mi drama ahora, y le quedaré obligadísima.

-Tendría un gran placer, señora, en complacer a usted; pero… no tengo tiempo. Iba a salir.

-Pavel Vasilich -rogó la visitante, con lágrimas en los ojos-. Le pido a usted un sacrificio. Sé que soy osada, impertinente, pero ¡sea usted generoso! Mañana me voy a Kazan, y no quisiera irme sin saber su opinión. ¡Sacrifíqueme usted media hora… sólo media hora!

Pavel Vasilich no era hombre de gran voluntad y no sabía negarse. Cuando vio a la señora disponerse a llorar y a prosternarse ante él, balbuceó:

-Bueno, acepto… Si no es más que media hora…

La señora Murachkin lanzó un grito de triunfo, se quitó el sombrero, se sentó, y empezó a leer.

Leyó primeramente cómo el criado y la criada hablaban largo y tendido de la señorita Ana Sergeyevna, que ha hecho edificar en la aldea una escuela y un hospital. Después del diálogo con el criado la criada recita un monólogo conmovedor sobre la utilidad de la instrucción; luego vuelve el criado y refiere que su señor, el general, mira con malos ojos la actividad de su hija Ana Sergeyevna; quiere casarla un oficial, y considera un lujo inútil la instrucción del pueblo. Después el criado y la criada se marchan y entra Ana Sergeyevna en persona. Hace saber al público que se ha pasado en claro la noche pensando en Valentín Ivanovich, hijo de un pobre preceptor y mozo de nobles sentimientos, que mantiene a su padre enfermo. Valentín es un hombre instruidísimo, pero en extremo pesimista. No cree ni en el amor ni en la amistad, encuentra estúpida la vida y quiere morir. Ana Sergeyevna está decidida a salvarlo.

Pavel Vasilich escuchaba y pensaba en su diván, en el que tenía la costumbre de descansar un poco después del almuerzo. De vez en cuando lanzaba a la señora Murachkin una mirada llena de odio.

-¡Que el diablo te lleve! -pensaba-. ¿Qué culpa tengo yo de que hayas escrito un drama estúpido? ¡Qué cuaderno, Dios mío! ¡No se acaba nunca!

Miró el retrato de su mujer, colgado en la pared, y recordó que aquélla le había encargado que comprase y llevara a la casa de campo cinco metros de cinta, una libra de queso y unos polvos para los dientes.

-¿Dónde he puesto yo la muestra de la cinta? -pensaba-. Creo que está en el bolsillo de la chaqueta… Con tal que no se pierda… Las malditas moscas han manchado el retrato. Le tendré que decir a Olga que lo limpie… Esta endemoniada está leyendo ya la escena octava; el primer acto está, probablemente, tocando a su fin… Pobre señora, está muy gruesa para tener inspiración. Qué idea más graciosa la de meterse a escribir dramas! Mas valía que hiciera medias o que cuidase a las gallinas…

-¿No le parece a usted este monólogo demasiado largo? -preguntó de pronto la señora Murachkin, levantando los ojos del cuaderno.

Él no había oído palabra de dicho monólogo, y ante la pregunta inesperada manifestó gran confusión.

-¡Nada de eso! Al contrario, me gusta mucho.

La señora Murachkin puso una cara gozosísima, radiante de dicha, y continuó leyendo:

«Ana. Te entregas con exceso al análisis psicológico. Olvidas demasiado el corazón y atribuyes a la razón excesiva importancia. Valentín. ¿Y qué es el corazón? Es un concepto anatómico, un término convencional, sin sentido alguno para mí. Ana (Turbada.) ¿Y el amor? ¿Dirás también acaso que no es sino el producto de la asociación de ideas?… Valentín (Con amargura.) ¡No abramos las viejas heridas! (Una pausa.) ¿En qué piensas?. Ana. Sospecho que no eres feliz.»

Durante la lectura de la escena diez y seis, Pavel Vasilich bostezó de un modo en absoluto inesperado, y él mismo se asustó de su poca galantería. Para disimularla se apresuró a dar a su rostro la expresión de un hombre que escucha con gran interés.

-La escena diez y siete -se dijo- y el primer acto aun no se ha acabado. ¡Dios mío! Si esto se prolonga diez minutos más, no sé qué voy a hacer… ¡Es insoportable!

Al fin la dramaturga leyó con voz triunfante:

«¡Telón!»

Pavel Vasilich lanzó un suspiro de alivio y se dispuso a levantarse; pero la señora Murachkin volvió la página y, sin haberle dado tiempo para respirar, continuó leyendo:

«Acto segundo. La escena representa una calle de la aldea. A la derecha, la escuela; a la izquierda, el hospital. En la escalinata del hospital están sentadas unas campesinas.»

-¡Perdóneme! -interrumpió Pavel Vasilich-. ¿Cuántos actos son?

-¡Cinco! -respondió rápida la señora Murachkin; y, como si temiera que echase a correr, continuó a toda prisa:

«En la ventana de la escuela se encuentra Valentín. En el fondo se ve a los campesinos salir y entrar en la taberna.»

Como un condenado a muerte que hubiera perdido toda esperanza de ser indultado, Pavel Vasilich no se hizo ya ilusiones, y se resignó. Sólo se preocupó de tener los ojos abiertos y de conservar en el rostro una expresión atenta. El momento dichoso de su porvenir en que aquella señora acabase la lectura del drama y se fuera le parecía muy lejano.

-Rim, run, run… run, run, run -zumbaba sin tregua en su oído la voz de la señora Murachkin.

-Se me había olvidado tomar bicarbonato -pensaba-. Tengo que cuidarme el estómago… Antes de marcharme iré a ver a Smírrov… ¡Calla, un pajarito se ha parado en la ventana! Debe de ser un gorrión.

Sus párpados parecían de plomo, y hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse. Bostezó y miró a la señora, que tomó ante sus ojos soñolientos formas fantásticas; comenzó a oscilar, y se convirtió en un ser tricéfalo, que llegaba al techo. La señora leía:

«Valentín. No, permíteme que me vaya. Ana Asustada ¿Por qué? Valentín (Aparte.) ¡Se ha puesto pálida! (A ella.) No, no me obligues a que te diga las verdaderas razones. ¡Prefiero morir a decírtelas! Ana (Tras una corta pausa.) ¡No, no puedes partir!… »

La señora Murachkin empezó a inflarse, a inflarse. No tardó en parecerle a Pavel Vasilich una enorme montaña que llenaba toda la estancia; luego, súbitamente, se hizo muy pequeñita cómo una botella, y desapareció después con la mesa que había ante ella. Pero siguió leyendo:

«Valentín (Sosteniendo en sus brazos a Ana.) ¡Tú me has resucitado! ¡Tú me has enseñado el sentido de la vida! ¡Has sido para mi alma seca como una lluvia bienhechora! Pero, ¡ay!, es demasiado tarde. Soy una víctima de una enfermedad incurable.»

Pavel Vasilich se estremeció y fijó una mirada vaga, estúpida, en la señora Murachkin. Durante un minuto la miró así, sin comprender nada, perdido en absoluto el sentido de la realidad.

«Escena undécima. Los mismos; después, el barón y el oficial de policía. Valentín. ¡Deténganme! Ana ¡Y a mí también, le pertenezco! La amo más que a mi vida. El barón Ana Sergeyevna, olvidas el daño que tu conducta causará a tu noble padre… »

La señora Murachkin empezó nuevamente a inflarse, se hizo grande como una montaña, llenó toda la estancia. Entonces Pavel Vasilich, dirigiendo en torno suyo miradas salvajes, lanzó un alarido de terror, tomó de la mesa un pesado pisapapeles, y con todas sus fuerzas lo descargó sobre la cabeza de la señora Murachkin.

-¡Deténganme, la he matado! -dijo momentos después, cuando acudió la servidumbre.

El jurado dictó un veredicto de inculpabilidad

CHEJOV 2025 A

MASTER CLASS CHEJOV

Bienvenidos a estas dos clases de  19 a 21 horas.

Conoceremos acerca del mundo de Chejov, tan necesario para los narradores.

Motivos:

Calidad de texto.

(un narrador debe buscar incesantemente material de calidad)

2. La economía de palabras en los cuentos. (Debemos reconocer que la literatura es hermosa para ser leída, pero en la oralidad cambia absolutamente de forma)

3. Menos palabras utilizadas, aportan mucha más profundidad a lo que está sucediendo en el cuento.

4. En este caso, Chejov, también escritor de piezas de teatro. Nos enseña la fortaleza del personaje. «Hacer».

Menos conversación de narrador

Y más gesto y silencio de parte de los personajes.

5. Trabajaremos con relatos de una carilla o una carilla y media.

6. Muchos de los relatos de Chejov tienen mucho humor y tristeza a la vez. El balance perfecto.

***

MATERIAL TEÓRICO

PRÁCTICA DE CUENTOS

RESOLVER Y NARRAR FRAGMENTOS DE CUENTOS DE OTROS AUTORES AL ESTILO CHEJOV.

A lo largo del taller iremos desvelando aspectos de la vida de este gran escritor.

Tal vez el mayor cuentista de la historia.

 

SUBTEXTO EN CHEJOV

Los cuentos de Chéjov tienen un subtexto rico y complejo. Por eso lo que no se dice explícitamente es tan importante como lo que se dice.

El subtexto en los cuentos de Chéjov puede incluir:

  1. Conflictos emocionales no expresados
  2. Tensiones sociales y culturales
  3. Críticas sutiles a la sociedad
  4. Reflexiones sobre la condición humana

Esto requiere que el oyente   debe completar el discurso para enriquecerlo  con su experiencia vivida.

***

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CUENTOS POR TEL

RODARI CUENTOS EN CIUDAD SEVA

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LA MAGIA DE RODARI CON LOS NIÑOS

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CUENTOS DE RODARI DE PEDRO PARCEThttps://www.youtube.com/playlist?list=PLWTXvF2mDQEfcpCLc-umooMn2fGCP1CSs

RODARI EL MAGO CONCEPTOS

Hola querida gente.
Bienvenidos al TALLER RODARI

Trazo unas pequeñas líneas para dar a entender cuál es el fundamento de este taller compartido.

Trata de temas reflexivos sobre el valor y la potencialidad de los personajes de los cuentos de Rodari.

Sobre la humanidad de estas historias.
Estos cuentos han nacido en conjunto entre los niños y el maestro Rodari.
Cuando contamos hacemos nacer en forma renovada el cuento ya sabido, debido a los oyentes presentes.
Narrar es transitar el mundo porque todos los cuentos suceden en algún espacio físico.
Sabemos y no sabemos…
Creemos que conocemos a los personajes, Pero no.
La gran dificultad del narrador es que no ahonda en los sentimientos ni en la problemática de los personajes.
Estos talleres sensibles están llenos de preguntas sin respuestas.
Están llenos de propuestas que se multiplican de acuerdo a la inventiva y la reflexión de cada compañero de taller.
Confíen plenamente en aquel niño que aún somos.
Confíen plenamente en seguir descubriendo como narradores hasta el último momento.
Esto es un taller razonado que se va desarrollando con las preguntas que me hago.
Con las preguntas que se hacen.
Aquí se revela la vida personal a través de los cuentos.
Se revelan los cuentos a través de nuestra vida personal.
Este trabajo tiene muchos años de preparación.

Cuento estas historias hace más de 20 años sumada a una recopilación de ideas pero no pretendo enseñar, simplemente deseo mantenerlo como laboratorio vivo, tal cual es nuestra vida.
Jamás se detiene
El silencio no es mudo
Los pensamientos continúan
Con este método enseño a narrar con absoluta libertad.
No hay mayor verdad que decir desde nuestra propia experiencia.
El cuento está escrito
Ya no es del autor
Ya no es del narrador
Es de los personajes
Ellos nos miran y nos interpelan
Si no hacemos un acto consciente de ver la vida que hay dentro de un cuento los demás solo van a ver una representación.
Propongo sensaciones, percepciones, no certezas.
Vamos a disfrutar y empatizar con los cuentos y los personajes.
Buen taller!

RODARI EL MAGO CUENTOS

LAS MONAS VIAJERAS

Un día las monas decidieron hacer un viaje de aprendizaje. Camina que camina, se pararon y una preguntó:

-¿Qué es lo que se ve?

-La jaula de un león, el estanque de las focas y la casa de la jirafa.

-Qué grande es el mundo y qué instructivo es viajar.

Siguieron el camino y se pararon solo al mediodía.

-¿Qué es lo que se ve ahora?

-La casa de la jirafa, el estanque de las focas y la jaula del león.

-Qué extraño es el mundo y qué instructivo es viajar.

Se pusieron en marcha y se pararon solo a la puesta del sol.

-¿Qué hay para ver?

-La jaula del león, la casa de la jirafa y el estanque de las focas.

-Qué aburrido es el mundo: se ven siempre las mismas cosas. Y viajar no sirve precisamente para nada.

Claro: viajaban, viajaban, pero no habían salido de la jaula y no hacían más que dar vueltas en redondo como los caballos del tiovivo.

………

Domingo por la mañana

El señor César era muy rutinario.

Todos los domingos por la mañana se levantaba tarde, daba vueltas por casa en pijama y a las once se afeitaba, dejando abierta la puerta del baño.

Aquel era el momento esperado por su hijo Francisco, que tenía solo seis años, pero manifestaba ya una inclinación por la medicina y la cirugía. Francisco tomaba el paquete de algodón hidrófilo, la botellita de alcohol desnaturalizado, el sobre de los esparadrapos, entraba al baño y se sentaba en el taburete a esperar.

-¿Qué hay? -pregunta el señor César, enjabonándose la cara.

Los otros días de la semana se afeitaba con la máquina eléctrica, pero el domingo usaba todavía el jabón y las cuchillas. Francisco se torcía en el pequeño asiento, serio, sin responder.

-¿Entonces?

-Bien -decía Francisco- puede ser que tú te cortes. Entonces yo te curaré.

-Ya -decía el señor César.

-Pero no te cortes a propósito como el domingo pasado -decía Francisco severamente-, a propósito no vale.

-De acuerdo -decía el señor César.

Pero cortarse sin hacerlo aposta no lo lograba. Intentaba equivocarse sin quererlo, pero es difícil y casi imposible. Hacía de todo para estar distraído, pero no podía. Finalmente, aquí o allá, el corte llegaba y Francisco podía entrar en acción. Secaba el hilo de sangre, desinfectaba, pegaba el esparadrapo. Así cada domingo el señor César regalaba un hilo de sangre a su hijo, y Francisco estaba convencido de ser útil a su distraído padre.

……

EL BURRO VOLADOR

Sobre la orilla del río, en una casita de madera, vivía una familia muy pobre. Eran tan pobres que la comida nunca alcanzaba para todos, y por lo menos uno tenía que quedarse en ayunas cada vez que la familia comía. Los niños le preguntaban al abuelo:

-¿Por qué no somos ricos? ¿Cuándo nos haremos ricos también nosotros?

El abuelo respondía:

-Seremos ricos cuando vuele el borrico.

Los chicos se reían. Pero algo creían. De vez en cuando iban al establo donde el burro masticaba su pasto seco; entonces, le acariciaban el lomo y le decían:

-Esperamos que no tardes mucho en decidirte a volar.

Por la mañana, no bien se despertaban, iban corriendo a ver al burro:

-¿Vas a volar hoy? Mirá que lindo, qué hermosos cielo. Es un día perfecto para volar.

Pero el burro solo le hacía caso a su pasto.

Un día comenzó a llover mucho. El río creció. Cedió el dique y las aguas se derramaron sobre los campos.

Aquella pobre gente tuvo que refugiarse en el techo de la casita, y allí llevaron también al burro, porque el burro constituía toda su riqueza.

Los chicos lloraban de miedo. El abuelo les contaba muchas historias y, de vez en cuando, para hacerlos reír, le decía al burro:

-Tonto y recontratonto, ¿no ves en qué lío nos metiste? Si supieses volar, nos salvarías.

Los salvaron, en cambio, unos bomberos con su lancha y los llevaron a un lugar seco. Pero el burro no quiso subir a la lancha de ninguna manera. Los niños ahora lloraban por el burro y le suplicaban juntando las manos:

-¡Ven con nosotros! ¡Ven con nosotros!

-Vamos -dijeron los bomberos-, después vendremos a buscar al burro. Primero tenemos que rescatar a mucha gente.

¡Nunca se vio una inundación tan terrible!

La lancha se alejó y el burro se quedó en el techo, plantado sobre sus patas, inmóvil.

¿Saben cómo lo salvaron” ¡Con un helicóptero! La bonita mariposa con motor se detuvo en el cielo sobre la cabeza del animal, zumbando. Un hombre descendió por una soga y, por lo visto, sabía bastante de burros, porque lo sujetó con cuidado por debajo de la panza. Luego, el helicóptero partió.

Y los chicos, que estaban acampando sobre el dique como soldados en guerra, vieron llegar a su burro a través del cielo.

Se levantaron de golpe, comenzaron a reír y a saltar, y gritaban:

-¡Vuela! ¡Vuela! ¡Somos ricos!

De todo el campamento, atraída por aquellos gritos, salió gente a mirar y a preguntar:

-¿Qué ocurrió? ¿Qué pasa?

-¡Nuestro burro vuela! -gritaban los niños-. Ahora somos ricos.

Algunos movían la cabeza con pena; pero muchos sonreían, como si sobre la llanura gris de la inundación hubiese asomado el sol, y decían:

-Es cierto. Tienen tanta vida por delante que no son pobres para nada.

…….

LA ANCIANA TÍA ADA

Cuando fue muy viejecita, tía Ada se fue a vivir al asilo de ancianos.
Compartía una pequeña habitación de tres camas con otras dos viejecitas tan ancianas
como ella.Tía Ada escogió inmediatamente una butaquita que estaba cerca de la ventana y
desmenuzó una galleta seca sobre el alféizar.
-¡Bravo, así vendrán las hormigas!dijeron irónicamente las otras dos vejecitas.
Pero en cambio llegó un pajarillo del jardín del asilo, picoteó muy contento la galleta y se
marchó.
-Ya ves lo que has conseguido- murmuraron las viejecitas-.Se lo ha comido y se ha ido
.Igual que nuestros hijos, que se fueron por el mundo , vete a saber dónde, y ni se acuerdan
ya de nosotras que los criamos.
Tía Ada no dijo nada, pero todas las mañanas desmenuzaba una galleta seca sobre el
alféizar de la ventana y el pajarito venía a picotearla, siempre a la misma hora, puntual
como un jubilado, y había que ver lo nervioso que se ponía cuando no la encontraba
preparada.
Después de algún tiempo, el pajarillo trajo a sus pequeños, porque había hecho un nido y
habían nacido cuatro, y éstos también venían todas las mañanas a picotear golosamente la
galleta de tía Ada y hacían mucho ruido si no la encontraban.

  • Ahí están sus pajaritos – decían entonces las viejecitas a tía Ada con un poquito de
    envidia.
    Y ella corría, por así decirlo, con breves pasitos hasta su cómoda y sacaba una galleta seca
    de entre el paquete de café y de caramelos de anís, mientras decía:
  • Calma, calma, ya voy.
  • ¡Ah- murmuraban las otras viejecitas-, si basta con poner una galleta seca en la ventana
    para que regresaran nuestros hijos…..! ¿Y los suyos,tía Ada,dónde estan los suyos?
    La anciana tía Ada nisiquiera lo sabía : Quizás en Austria, quizás en Australia; pero ella
    parecía imperturbable, desmenuzaba la galleta para los pajarito y les decía:
  • Comed, vamos comed,de lo contrario no tendréis fuerza para volar.
    Y cuando habían terminado de picotear la galleta:
  • ¡Vamos, marchaos! ¿A que esperáis? Las alas están hechas para volar.
    Las viejecitas meneaban la cabeza y pensaban que tía Ada estaba quizá un poco chiflada,
    porque además de ser vieja y pobre, encima hacía regalos y no pretendía siquiera que le
    diesen las gracias.
    Luego la anciana tía Ada murió, y sus hijos no se enteraron hasta cierto tiempo después,
    cuando ya no valía la pena hacer un viaje para asistir a los funerales . Pero los pajaritos
    volvieron a la ventana durante todo el invierno, y protestaban porque la anciana tía Ada no
    les había preparado la galleta.

RODARI EL MAGO 1

RODARI 2025
Fruto del interés por la literatura infantil, Rodari recorrió en los años sesenta multitud de escuelas italianas con un solo objetivo: contar cuentos y responder a todas las preguntas de los estudiantes. De esta actividad surgió su obra teórica más importante, un manual considerado de referencia para los educadores, y en el que intenta descubrir, a través del contacto directo con el alumnado, los procedimientos del arte de crear historias. Porque tal y como señaló el propio Rodari: “Siempre hay un niño que pregunta: ¿Cómo se inventan las historias?, y merece una respuesta sincera”.

Gianni Rodari nació en Omenga, Italia, en 1920. Hijo de padres panaderos y huérfano de padre desde los nueve años, fue criado a partir de entonces por una tía y después educado en internados y seminarios. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, finalizó sus estudios de Magisterio y comenzó a trabajar como periodista en el diario Cinque Punte.

Sus primeros textos literarios aparecieron en publicaciones como L’Ordine Nuevo firmando con el pseudónimo Francesco Aricocci. Pasó por varias publicaciones hasta que finalmente se incorporó y dirigió la revista mensual Il Giornale del Genitori. Con su pseudónimo publicó una recopilación de leyendas populares, Leyendas de nuestra tierra, y dos cuentos de corte fantástico: El Beso y La señorita Bibiana.

Cuando trabajaba para el diario L’Unitá descubrió su vocación como escritor para los más pequeños. De aquella época (finales de los 40) nacieron las primeras narraciones cortas, humorísticas, coplas y retahílas ligadas a la poesía popular italiana y sus primeros libros para niños: El libro de las retahílas y Las aventuras de Cipollino.

En la década de los 50 pasó de un periódico a otro, y siguió escribiendo textos que gustaban tanto a grandes como a pequeños; e iniciados los años 60 comenzó a recorrer las escuelas italianas, donde, a través del contacto directo y la interacción con los niños mientras leía sus cuentos, observó las reacciones de su audiencia y tomó notas para tratar de averiguar la técnica correcta a la hora de crear buenas historias. Pronto se convirtió en uno de los mejores escritores para niños. Durante esos años recorrió las escuelas italianas para contar historias, pero también para escuchar a los niños. Esta actividad culminó en la reescritura y publicación de Gramática de la FantasíaIntroducción al arte de contar historias.

Los esfuerzos y la dedicación a la literatura infantil de Gianni Rodari tuvieron recompensa en 1970, cuando logró el Premio Hans Christian Andersen, el mayor galardón internacional para un escritor del género.

Sus libros, cargados de humor, imaginación y una fantasía desbordante, no escaparon a una crítica del mundo actual con un lenguaje muy pintoresco, espontáneo y en ocasiones comprometido.

Falleció en Italia en 1980.

***

Tenneessee williams 2025

El 25 de febrero de 1983, un trabajador del hotel Elysée de Nueva York lo encontró tirado en el piso de su habitación, ya sin vida. El informe forense reveló que, por esas desgracias del azar, Williams, de 71 años, murió asfixiado con el tapón de un envase de gotas para los ojos que, al parecer, intentó abrir con los dientes.
Se llamaba Thomas Lanier Williams III aunque todos lo conozcan como Tennessee, la nueva identidad que adoptó para olvidar su infancia y su juventud marcadas por un padre alcohólico y violento, una madre ama de casa sumisa y abnegada y por la enfermedad psiquiátrica –esquizofrenia- de su hermana Rose, a quien adoraba. El biógrafo de Williams, Lyle Leverich, escribió que sus dos devociones eran “su carrera como escritor y su hermana Rose”.
Nacido el 26 de marzo de 1911 en Columbus, Mississippi, toda su obra estuvo marcada, justamente, por la violencia masculina y por la locura tal como se puede desentrañar de su drama más emblemático y exitoso, Un tranvía llamado deseo, por el que Williams entró en las grandes ligas del teatro y también del cine de la época.
Junto con el ambiente opresivo de su hogar, durante la infancia Tennessee contrajo difteria, una enfermedad que no solo lo dejó en cama durante casi un año sino que también explica la pequeña contextura física de la que luego su padre se burlaría tratándolo como “menos hombre” y contribuyendo al rechazo conjunto de la sociedad hacia su homosexualidad. Pero a pesar de ser un período difícil, Williams pudo superarlo con la escritura gracias a una máquina de escribir que le regaló su madre. A los 16 años, fue reconocido con el tercer puesto en un concurso de ensayos que tenía como premisa escribir sobre si una buena esposa podía ser una buena amiga. Los cinco dólares de premio le valieron a Williams para seguir alimentando su pasión y así abrir una puerta de escape a la vida pueblerina a la que parecía estar destinado.
Alentado por su evidente talento para la escritura, en 1929, Williams comenzó a estudiar periodismo en la Universidad de Missouri. Inclinado hacia la literatura, durante dos años escribió poesía, cuentos, ensayos y sus primeras piezas teatrales. Sin embargo, su padre nuevamente entró en escena y en 1931 lo obligó a abandonar la universidad y lo llevó a la fábrica de zapatos donde él trabajaba para que ocupara su tiempo en cuestiones “de hombre”.
Sin perder la esperanza de un futuro distinto, Williams se propuso escribir un texto completo por semana para mantenerse activo. El rechazo de su padre hacia sus inquietudes artísticas y la frustración de no poder dedicarse a lo que era su vocación provocaron que a los 24 años sufriera un colapso nervioso por el que estuvo hospitalizado durante un tiempo. Al regresar al hogar, se encontró con que el estado mental de su hermana Rose había empeorado significativamente. Frente a este panorama sombrío, Williams abandonó su casa con la firme convicción de no regresar y evitar así la sombra de la enfermedad mental que cubría a su familia.
A mediados de los años treinta, su hermana fue internada por tiempo indefinido en un psiquiátrico donde recibió terapia de electroshock y finalmente fue sometida a una lobotomía. Preocupado por ofrecerle una vida digna, durante ese período Williams puso todos los medios para vivir de la escritura y así poder pagar los costos hospitalarios. En 1938 terminó sus estudios de Filosofía y Letras y se trasladó a Nueva York.
De una forma u otra, toda su obra quedó marcada por la tragedia de Rose. El largo adiós, escrita en 1940, es la más evidente: cuenta la historia de un joven escritor que se aleja de una hermana delirante. Cuatro años más tarde, la Metro Goldwyn Mayer lo contrató como escritor con un sueldo de 250 dólares por semana durante seis meses. Durante ese tiempo, escribió su primer éxito de Broadway: una obra completamente autobiográfica llamada El zoo de cristal por la que recibió las mejores críticas de la prensa neoyorquina. Pero no fue hasta 1947 que alcanzó la gloria con el estreno de Un tranvía llamado deseo, que no solo lo llevó a su máximo apogeo sino que le permitió cumplir su deseo más ferviente: el poder hacerse cargo por completo de la salud de su hermana. Con temas autobiográficos también, Tennessee declaró que “si la escritura es honesta no puede ir separada del hombre que la ha escrito”. La obra ganó dos premios Tony y un Pulitzer.
Lo que vino después fue una década de genialidad durante la que estrenó siete obras: Summer and Smoke (1948), La rosa tatuada (The Rose Tattoo, 1951), Camino Real (1953), La gata sobre el tejado caliente (Cat on a Hot Tin Roof, 1955), La caída de Orfeo (Orpheus Descending, 1957), Garden District (1958) y Dulce Pájaro de Juventud (Sweet Bird of Youth, 1959). Además, ganó otros dos premios Pulitzer, tres premios del Círculo de Críticos Dramáticos de Nueva York y un Tony. Muchas de sus obras llegaron al cine.
Williams vivió una existencia amable tan solo durante veinte años de su vida. El vacío y la tristeza se intensificaron después de la muerte de su pareja, el actor Franck Merlo, lo que incrementó la depresión ya existente – a la sombra de la locura familiar- que lo llevó a incrementar su adicción al alcohol y a consumir sustancias prohibidas.

A partir de los sesenta, su trabajo no destelló como antes. Si bien presentó siete nuevas obras dramáticas, todas recibieron malas críticas. Su último estreno duró cuarenta funciones en un teatro mediano de Chicago. Sucedió en 1982 cuando, dicen, dejó de escribir. Un año después murió asfixiado solo en una habitación de hotel. Nunca dejó de visitar a su hermana que murió en 1996.

TODO ANDERSEN

Tomado de lamanodelextranjero.com

El hombre que escribía los cuentos más tristes

Retrato de Andersen de 1838 por H. A. Jensen

Varias ciudades del mundo (¡hasta la mía, Málaga!) comparten la presencia en sus calles de una estatua de bronce que reproduce la figura de un señor vestido con ropas antañonas, por lo común con un sombrero de copa, y que suele aparecer sentado, con un libro entre las manos y la mirada soñadora. No en vano, este caballero alimentó los sueños de muchas generaciones de niños desde que en 1835 publicara el primero de sus cuentos, poblándolos de figuras tan conocidas como el patito feo, el firme soldado de plomo, la niña cuyos zapatos rojos la obligan a bailar sin descanso contra su voluntad o la princesa capaz de no pegar ojo porque la reina que quiere probar su condición principesca depositó un guisante debajo de los veinte colchones sobre los que ha dormido. Se trata, claro, está de Hans Christian Andersen, que visitó Málaga en 1862, dedicándole palabras muy amables en su libro Viaje por España. Que el gran autor de cuentos haya acabado convirtiéndose en una figura familiar junto a la que uno pasa muchas veces en la vida, supone un símbolo que a él mismo —a quien tanto gustó la exposición pública— no habría desagradado. Pero para desdicha suya, se ha convertido en una figura que todos creen conocer, preocupándose poco por conocerlo de verdad. Al igual que tantos escritores encasillados bajo la etiqueta de la literatura para niños, volver a sus páginas en la edad «adulta» (ay, él mismo se habría reído a carcajadas de la solemnidad con que solemos pronunciar o escribir esta palabra) supone descubrir que, también como todas las estatuas que creemos conocer demasiado, al concentrar la mirada en él, descubrimos que es sutilmente distinto. Andersen se complacía en parecer muy transparente: y desde luego, nunca fue opaco, pero es más cómodo creer antes que comprobar. Ante todo, para quien lo asocia (como, en general, a todos los creadores de cuentos infantiles) con la alegría y los finales felices, el mero repaso de su obra descubre que su característica principal es la honda melancolía que los envuelve: pues Andersen fue el escritor que escribió los cuentos más tristes del mundo.

En el precioso prólogo que acompaña la ya añeja edición de La sombra y otros cuentos, en Alianza Editorial (un libro que me ha acompañado toda la vida), Ana María Matute definió a Andersen como Ala de Cisne, «el niño que se sentía diferente a todos los niños», utilizando con acierto un epíteto extraído de una de sus historias. Con ello, remarca la sensación de singularidad con que el genial escritor caminó por la vida y la misteriosa capacidad que tienen sus cuentos para parecer haber sido escritos, en efecto, por alguien que nunca perdió la capacidad para hablar el lenguaje de los niños. Sin querer entrar en las lecturas psicoanalíticas de que el autor, como tantos otros, ha sido objeto (sobreviviendo a ellas, menos mal), sí es verdad que, conociendo sus circunstancias biográficas, y en especial las del fallido tránsito de la infancia al estado adulto —que Ana María Matute evoca con especial destreza en su prólogo, casi haciendo un cuento (otro) de ello—, diríase que Andersen no pudo nunca dejar atrás la aureola de ser un niño grande con la forma de adulto desgarbado, que, como todos los niños, buscó la aprobación de los mayores y que nunca perdió el sentido del juego para reformular la realidad a la medida de sus propios deseos.

Edición de Alianza de La sombra y otros cuentos, de Andersen

Andersen ha sido víctima de malentendidos y, claro, de tergiversaciones. Por ejemplo, su obra ha sufrido deformaciones destinadas a hacerlo todavía más infantil por parte de adultos cuyo concepto de la infancia es el mismo que se reserva a un objeto delicado que hay que mirar y tocar con mucho cuidado, anulando significativamente los elementos tristes de sus historias. Así, la inenarrable impostura de muchas versiones de su brevísima La pequeña cerillera, en que la niñita no solo no muere de frío sino que es adoptada por una buena familia, o el caso más sonrojante de La sirenita (por ejemplo, en la famosa película de la Disney… que yo siempre he creído que hubiera repelido al verdadero, y perverso, Walt Disney), donde el personaje protagonista no solo consigue el amor del príncipe sino que se le hurta un elemento que es clave en el trazado simbólico del personaje como encarnación del sufrimiento (tal vez porque sus implicaciones sado-eróticas ponen nerviosos a muchos adultos): además de la pérdida de la voz, el segundo tributo que la muchacha rinde a su deseo de convertirse en ser humano es que, cada vez que dé un paso, sentirá en sus delicados pies el mismo dolor que si pisara aguzados cuchillos, dejando incluso un pequeño rastro de sangre… Demasiado «duro» para un tierno infante, claro.

El hecho capital en la vida de Hans Christian Andersen fue, sin duda, su muy humilde origen. Su nacimiento (el 2 de abril de 1805, en Odense) tuvo lugar tan solo dos meses después de la boda de sus padres, lo cual, en aquellos tiempos, ya era un estigma en sí mismo. Su padre era un zapatero «libre», esto es, no admitido en el gremio de la ciudad, lo cual entonces era símbolo de desclasamiento. Intentó encontrar un puesto en la vida alistándose como voluntario en las tropas napoleónicas, pero solo logró regresar a casa con la salud y las esperanzas maltrechas: murió muy poco después. (Hay un eco de este gesto en el grito del soldadito de plomo del cuento La casa vieja, cuando grita: «¡Me voy a la guerra!»… para desaparecer en un agujero del suelo durante incontables años.) Él mismo, con apenas 14 años, lo dejó todo para irse a la capital, Copenhague, en busca de fortuna en las artes: cuántos de sus personajes, después, en los cuentos, se marcharían a recorrer el «ancho mundo»… Su formación fue casi inexistente: sería gracias a los protectores que consiguió tras su marcha a Copenhague, con catorce años (prácticamente sin saber leer ni escribir), cuando cursó los estudios básicos. Inevitablemente, esto tiene reflejo en su obra: en su profunda sensación de oralidad. La poética del escritor, es evidente, estaba dentro de él desde mucho antes de que adquiriera las capacidades para ponerlas por escrito: cuando uno lee sus cuentos, siente que alguien se los está recitando.

Pero las raíces de esa humilde infancia son mucho más profundas: marcan indeleblemente sus cuentos, ya sea de modo muy visible a través de sus argumentos o de forma tenue y soterrada, pero siempre latente. En primer lugar, todos los dibujos que tenemos de su personalidad nos sitúan ante un hombre con un enorme complejo de inferioridad que compensó toda su vida con una hinchada y pueril vanidad. (Fue uno de los primeros escritores en dejarse querer por el recién nacido arte de la fotografía, en «posar» de modo moderno.) Sus cuentos están recorridos por seres infatuados y mediocres que se creen mejores de lo que son, y también por otros humildes que luchan por alzar la cabeza o ignoran sus propias virtudes y acaban sacrificándose en beneficio de aquellos.

Los pequeños objetos cotidianos de tantos cuentos de Andersen

Y es que es irónico que este niño grande tan inmensamente vanidoso fuese, asimismo, el mejor retratista literario de la vanidad: la aguja de zurcir que se cree una aguja de coser (y, por tanto, mira por encima del hombro a cuantos le rodean), el tintero y la pluma que disputan cuál de ellos es el verdadero creador de los poemas que un anónimo artista canta sobre el papel o la estirada pelota que se niega a aceptar el amor de un sencillo trompo porque «mi papá y mi mamá fueron zapatillas de tafilete y mi alma es de corcho»; todos estos seres, digo, son buenos ejemplos, y además señalan bien la capacidad que tuvo el autor para dar vida a lo inanimado, para dotar de realidad a los objetos más simples de la existencia cotidiana. No en vano uno de sus cuentos (el último que escribió en su vida) comienza diciendo: «¿De dónde sacamos el cuento? Del barril de los papeles viejos». Andersen siempre soñó con lo más alto, pero desde luego, comprendió mejor que nadie lo que está más abajo.

Son muchos los cuentos del autor en los que se adivina una profunda implicación personal, que componen biografías simbólicas a través de las cuales el autor expresa lo que siente que siempre fue en realidad o lo que querría haber sido. El más evidente, claro, es El patito feo —no por nada, en más de una estatua (las de Nueva York o Málaga, por ejemplo), este personaje aparece junto a su creador—, en el que se encuentra esta frase que es, prácticamente, una reafirmación de sí mismo: «¡Nada importa haber nacido en el corral, cuando se ha salido de un huevo de cisne!». No, nada descaminada andaba Ana María Matute al dar al autor el epíteto de Ala de Cisne.

La liebre salta por encima del pequeño abeto, en el cuento de Andersen, dibujo de V. Pedersen

Otro cuento que suele ser descrito en los mismos términos es el inmortal El abeto. Sin embargo, y aun reconociendo este aspecto, estamos en realidad ante una evidente fábula existencial, digna de quien fuera coetáneo de Sören Kierkegaard, el escritor y filósofo danés que los existencialistas del siglo XX tomaron como su padre. El abeto narra la historia de un pequeño arbolillo del bosque cuya máxima ilusión en la vida es hallarse en el centro de la vida de ese ser al que tanto admira y que tanto le desconcierta: el hombre. Talado por fin para ser el árbol de una Navidad en una casa señorial, el abeto pasará por la vida casi sin tiempo para comprender nada, disfrutando de efímeros placeres (la noche en que, abarrotado de adornos, estuvo en el corazón de las celebraciones de los hombres, los vio divertirse y los escuchó hablar y contarse cuentos: el de «Terrón Coscorrón, que se cayó por las escaleras, y sin embargo, se casó con la princesa», que se le quedará en la memoria y él mismo difundirá entre otros seres: como el autor, claro) pero también sufriendo espantosas soledades que no se explica (abandonado en el desván, reseco, cuando ya ha concluido el fin para el que lo talaron) y convertido, al fin, en leña para el fuego… y sus últimos pensamientos serán para el momento más feliz de su existencia, cuando participó de la alegría humana y escuchó el único cuento de su vida. Es difícil imaginar (¡y en un supuesto cuento para niños!) un relato más sombrío y deprimente (y bello). ¿Cómo no va a ser una metáfora del devenir del hombre a lo largo de una existencia que la mayor parte de las veces solo comprendemos en lo más instintivo?

La identidad como algo borroso y que depende en gran medida de las bambalinas entre las que nos movemos. La vida como un camino que transcurre en buena parte entre sombras que a veces confunden por su deslumbrante apariencia, y que nos mantienen en gran medida ignorantes de las circunstancias que se abren a nuestro paso. ¿Fue consciente Andersen de que sus cuentos son la descripción de un poeta con un fuerte desaliento existencial? ¡Cuántos personajes, además del abeto, y en buena medida porque ellos mismos son mucho más insignificantes de lo que creen, se pasan la vida zarandeados de un lugar a otro, sin comprender apenas nada de lo que les sucede!

Un buen ejemplo, y además nada conocido, figura en el cuento El cuello de la botella. Su protagonista nunca llegará a saber su condición de testigo esencial de la vida de los jóvenes prometidos que fueron los primeros en abrirla, en plena felicidad de su fiesta de compromiso. Más tarde, el mismo muchacho la arrojará al mar conteniendo en su interior su último mensaje de amor para su novia, antes de hundirse con su barco. La botella vagará años por los océanos y el escrito se perderá corroído finalmente por la sal. Finalmente, mucho tiempo después, y reducida ya a la parte de su figura que señala el título, la botella acaba como abrevadero del pajarillo de una anciana solterona… que, claro, es la novia que nunca supo qué fue de su prometido y nunca se casó. Un cuento tristísimo, cuyo tal vez más triste elemento es la frase con que el autor lo concluye: el cuello de la botella no reconoce a la antigua muchacha, pese a que la anciana cuenta una y otra vez su historia, porque «no oía […] ni pensaba más que en sí misma».

La sirenita, por el ilustrador francés Edmund Dulac

La sirenita, ya mencionado, comparte con El abeto el protagonismo de una criatura a quien no contenta su ser, la esencia que le ha dado la naturaleza —en este caso, ser la más encantadora de las hijas del rey del mar—, añorando lo que en realidad solo conoce superficialmente: justamente eso (qué bien escogida la palabra), el mundo de la superficie, de los hombres. Ahora bien, en esta ocasión Andersen abandona la fábula existencial para recrear un bellísimo relato sobre el amor contrariado (en el que, una vez más, pueden encontrarse reflejos del propio autor, un hombre muy enamoradizo que tuvo notorios desengaños a lo largo de su vida). Como el abeto, la sirenita es víctima de una ilusión (en este caso, de su capacidad para enamorar a ese príncipe que es tan obtuso como suelen serlo los príncipes encantadores) que pagará con su vida, después de una última renuncia: la de retornar a su ser anterior a cambio (nuevo precio impuesto por la bruja del mar) del sacrificio de su amado durante el sueño en su noche de bodas. Finalmente lúcida (a diferencia del pequeño abeto), la sirenita comprenderá lo imposible de retornar a una edad de oro que hace mucho que se perdió. Riqueza simbólica inexpresable la de los cuentos de Andersen.

Como también puede deducirse de los cuentos anteriores, otro de los temas centrales de Andersen (unidos todos inextricablemente entre sí) es el de la sensibilidad que lucha por hacerse notar en medio de un mundo feo, mezquino o que, sencillamente, presume de su «normalidad». Hay muchos ejemplos espléndidos, como Pulgarcita (historia de una niñita diminuta de quien todos se prendan con egoísmo: un sapo, un abejorro, un topo…) o El ruiseñor (encantadora fábula sobre lo fácil que es confundir el artificio con la belleza, en detrimento de lo que es genuino, pero también corriente: el ruiseñor que pierde el favor del emperador de China en beneficio de un pajarillo mecánico que siempre canta la misma canción).

Uno de los mejores ejemplos es La reina de las nieves, que es al mismo tiempo una inolvidable historia de amor infantil: la pequeña Gerda «sale al ancho mundo» y lo recorre en busca de su vecino y compañero de juegos, el pequeño Kay, que ha sido seducido y raptado por la reina de las nieves —después de que un pequeño cristal del espejo de los demonios se le introdujera por los ojos hasta el corazón. Por supuesto, la reina de las nieves, simbolizada por las formas perfectas de los cristales de hielo y por su palacio frío y geométrico, es símbolo del orden, de la razón, de la perfección que ha perdido el encanto de la desmesura, de lo que no puede ni debe ser medido. Y Gerda es la pasión, y la inocencia, y el valor sin límite.

Ilustración para La reina de las nieves, de Andersen

Es un cuento perfecto, además, para apreciar la sensibilidad narrativa del autor: su capacidad para hacer que cualquier personaje resulte imborrable, cualquier espacio dotado de misteriosa vida. En particular, el prólogo que encabeza la historia (que narra la historia de ese espejo que deforma cuanto se refleja en su superficie y que, cuando los traviesos demonios intentan llevarlo al cielo para hacer una señera gamberrada, estalla en mil pedazos, extendiendo así ese defecto que Andersen conoció bien: esa forma de mirar el mundo que distingue antes lo feo y malo que lo bello) desborda de ese encantador sentido de la oralidad que posee su estilo (y que el traductor del cuento, Alberto Adell, una vez más para Alianza, comprende con encanto sin igual). En determinado momento, la reina de las nieves promete al pequeño Kay el mundo entero «y un par de patines nuevos». ¡Además del dominio sobre el mundo, un par de patines nuevos! He aquí la clave de la desarmante capacidad de Andersen para el más inesperado juego poético, para la sorpresa verbal, para la asociación de ideas más descabellada. Quien no sea capaz de sonreír ante la promesa de la reina de las nieves, es que tiene ya el corazón por completo escarchado y ni siquiera interesará a la soberana del orden más seco y racional.

Andersen comprendió muy bien el concepto de la belleza asociada al paso del tiempo (lo cual, nueva paradoja, indica que tal vez no fura tan niño: recuérdese que son los niños quienes no poseen ese concepto), como indica el relato que parecer ser fue el preferido de Charles Dickens, amigo y anfitrión del autor: La casa vieja. Cada vez que leo este cuento, tal vez el más serenamente conmovedor de los suyos, en mi cabeza suena la maravillosa música que Bernard Herrmann compuso para ese film que, no teniendo nada que ver con aquél, en el fondo posee su misma sustancia, El fantasma y la señora Muir (1947, Joseph L. Mankiewicz). Sin apenas contar nada —otro de los grandes méritos del autor—, trazando sencillamente la mágica impresión que en un niño produce la casa más vieja de la calle en que vive (tan vieja como su dueño, de tal modo que será derribada cuando éste muere), símbolo de ese tránsito del tiempo, pero de un tiempo que no permite el olvido y cuya sustancia son los recuerdos. Henchido de rica nostalgia, nunca complaciente, el mejor símbolo de este cuento es ese soldado de plomo (¡cuánto debieron gustarle a Andersen estos entrañables juguetes!) que, como señalaba mucho más arriba, un día, aburrido de haber sido separado de sus camaradas y regalado por el niño al anciano, avisa que se va a la guerra… y muchos años después, en el jardín de la nueva casa que ese niño hecho hombre construyó sobre el solar de la antigua, es rescatado de la tierra que lo cubría por la joven esposa del protagonista.

Pero, además de un Andersen sensible, de un Andersen sentimental o de un Andersen melancólico, hay también un Andersen sombrío, incluso tenebroso, capaz de convocar con facilidad la atmósfera del cuento de miedo más clásico. Ejemplo eminente es el famoso Los zapatos rojos: puede que tenga mucho de sermón cristiano con esa niña cuya vanidad (¡otra vez!) la aparta de sus deberes filiales y religiosos, pero lo que se recuerda, ante todo, es su increíble hálito de cuento de terror, cuyo momento culminante es la conversión de Karen en un espectro errante que no puede parar de bailar de bosque en bosque, de pueblo en pueblo, hasta que le pide al verdugo del pueblo que le corte con su hacha esos pies que se han fundido con sus zapatos del color de la tentación… y de la sangre.

Estupenda ilustración de Vilhelm Pedersen para La sombra, de Andersen

Menos conocido (aunque es el que da título a esa mencionada antología de Alianza) es La sombra, una fábula sobre el poder de las apariencias y sobre la indefensión de la sensibilidad ante la astucia que sabe revestirse de distinción. El sabio protagonista (cuyas obras sobre lo verdadero y lo bueno a nadie interesan) acabará siendo suplantado por su propia sombra, que cobró vida una noche mágica en una innominada y cálida ciudad del sur (¿tal vez Málaga?) y se separó de su dueño, ante quien vuelve tiempo después para hacer que sus respectivas posiciones se intercambien del modo más inquietante. El retrato de la sombra es uno de los más conseguidos de Andersen: porque el rasgo genial del autor es que nunca lo caracteriza explícitamente como el ser tenebroso que es, sino que, con sencillez, deja que esto se exprese a través de sus propias y floridas palabras, bajo las cuales es el lector el que debe vislumbrar su verdadero ser.

El cuento al que quiero referirme para acabar este artículo es tal vez el más sencillamente melancólico de todos cuantos escribió. Cierra la última antología de sus cuentos: por ello me gusta creer que fue el último que escribió, a modo de testamento literario. Y lo es en todos los sentidos: en el triste hálito, bañado en alegre ligereza, que lo envuelve; en su sencilla emotividad; en su estructura impresionista, que en apariencia no cuenta nada de particular pero que en realidad lo cuenta todo.

Se trata de Tía Dolor de Muelas, un cuento formado por apuntes sueltos —el narrador señala que proceden de un cuaderno encontrado en el cesto de los papeles viejos, como indiqué antes— de un estudiante, del que sabemos, desde el principio, que está muerto: por tanto, en plena juventud, lo cual ya es una declaración melancólica en sí misma. El estudiante tiene ciertas pretensiones de poeta, que estimula con entusiasmo la tía a la que da el cariñoso apodo que enuncia el título. El cuento no cuenta más que las pequeñas impresiones de ese estudiante sobre su tía, sobre la ruidosa casa en que vive, sobre la vida cotidiana, y por encima de ello nos encontramos, casi inadvertidamente, con un ensayo sobre la forma literaria (sobre la de Andersen, en realidad) y sobre la frustración que puede llegar a ser la literatura. Quién sabe si expresando en voz alta una sospecha, o un temor, Andersen pone en boca de su personaje una frase conmovedora: «Algo de poeta hay en mi, pero no lo bastante». ¿Es posible que, en el último cuento de su vida, el escritor se preguntara, con angustia o con melancólica lucidez, por eso que en el fondo se pregunta todo artista, incluso todo ser humano? Es decir, ¿soy lo que he creído ser?

Puede que Hans Christian Andersen no fuera un hombre modesto: padeció demasiado en su infancia como para no refugiarse, como acto de supervivencia, en la mayor estimación de sí mismo, en la conciencia de no ser como todos. En el crepúsculo de su vida, sin embargo, quién sabe si el inmortal escritor de Odense no sintió en primera persona lo que había hecho sentir a tantos de sus personajes: al abeto, a la sirenita, al pobre sabio cuya sombra acaba suplantándola. No en vano, las últimas líneas de esta última historia, con en su elegíaca sencillez, son tal vez las más tristes que escribió este creador de cuentos tristes: «La tía murió, el estudiante murió, aquel cuyos chispazos de ingenio fueron a parar al barril; es el final del cuento… el cuento de tía Dolor de Muelas». Ah, pero la clave está en ese barril y en los papeles viejos que atesora: pues bajo la más humilde de las apariencias es donde Andersen siempre supo que se encuentra la esencia de las cosas importantes.

Estatua de H. C. Andersen en Central Park, Nueva York

Ediciones recomendadasSon incontables las versiones de Andersen en español, pero recomiendo ante todo dos, ambas perfectamente disponibles en la actualidad.

1) Las dos ya señaladas que Alianza Editorial publicó en su colección de bolsillo bajo los títulos de La sombra y otros cuentos (1973) y La reina de las nieves y otros cuentos (1989), ambas con selección, introducción y traducción de Alberto Adell. Descontando algunos laísmos, su capacidad para captar el “oído” que necesita Andersen y su ligerísimo ritmo narrativo es inolvidable, de tal modo que leídas una vez sus versiones cualesquiera otras a la fuerza resultan pobres. El primero de los dos libros contiene, además, el mencionado prólogo de Ana María Matute, también una pequeña obra maestra en sí mismo. La única lástima es que solo La sombra cuenta con las estupendas ilustraciones de Vilhelm Pedersen, el hombre que dio forma a los sueños de Andersen en las primeras ediciones danesas de sus cuentos.

2)  Los Cuentos completos que publicó Anaya en su añorada colección Laurín, en 1991. La traducción es de Enrique Bernárdez, también buena aunque algo seca cuando se comparan sus versiones con las de Adell. Eso sí, la colección de cuentos, si hace honor al título, es completa, y cuenta con joyas que Adell no incluyó en sus selecciones, amén de todas las ilustraciones de Pedersen más las de Lorenz Frolich, su sucesor. La colección Laurín se cerró hace muchos años, pero Cátedra ha reunido todos los cuentos en una edición en volumen único, fácil de encontrar.

De eso no se habla

De eso no se habla

Cuando la niña cumplió los cinco años, doña Leonor Bacigalupo comprendió que la luz de sus ojos, la alegría de su vida, el orgullo de su vientre, la razón de su existencia, era enana.Aquellas dulces curvas en las piernas, aquellos dedos ondulados, aquel andar patizambo, no eran ya (como había querido creerlo cada minuto de sus días y sus noches) delicias comunes a todos los infantes bien nutridos, como esos que se ponen desnudos con las nalguitas para arriba en las propagandas de polvos de talco.

Doña Leonor llevaba una colección de aquellas propagandas y le resultaba evidente que los niños de modelo no superaban los dos años ni tenían muelas. La Carlota, en cambio, había echado ya una completa dentición de leche, con la que masticaba, golosa y feliz, un trozo de torta de chocolate y frambuesas que la propia doña Leo había cocinado para aquella fiesta de cumpleaños en la trastienda del bazar, bautizado con el nombre de su adorada hija.Estuvo mirándola un rato, con el bonete de cartón y papel plateado y el vestidito azul con alamares de terciopelo verde, los soquetines blancos y los zapatos de charol con tira al medio.Jugaba alegremente con los niños que allí estaban. Estaba el hijo del boticario Zamudio; estaba el sobrino de Ludovico D’Andrea, titular de la oficina de bienes raíces, siempre intentando inútilmente vender terrenos para moscas en las laderas casi verticales del Cerro de los Pumas; estaba el hijo amarronado del comisario Celestino Flauta que, en titánico combate con aquel apellido de maldición, lograba hacerse respetar a charrascazo limpio en las milongas cuando el gauchaje ya mamado se arrojaba los porrones vacíos, cuya cerveza trasegaba tibia y hasta a razón de veinticinco litros por mamado; estaba la hija sordomuda del doctor Jacinto Blanes, médico cirujano y sacamuelas, acompañada siempre de su madre, que no hacía más de idiotizarla, gesticulando las señas de un idioma que ninguna de las dos había aprendido; y estaba el hijo del turco del forraje, Mojamé, como le decían y él se dejaba decir, ya fastidiado de aclarar a gentes de simpleza, que él llevaba el nombre sagrado del profeta.También estaba el hijo del cura y de doña Greta Braun, la enigmática viuda del castillo que en la guerra mundial había albergado a los marinos fornidos y apolíneos del Graf Spee y que se dejaba ver muy raras veces fuera de misa y, a estar de lenguas osadas y poco precavidas, fuera también de la modesta cama de madera, aunque aviada con sábanas de freco hilo de lino, de don Aurelio Bastiánez, párroco titular de la centenaria capillita de Candonga. Se confesaba, según habladurías, con el propio amante después de cada tarde de lujuria, pero no ya en el lecho y con mostración de desnudeces, sino uniformados y decentes, en el propio locutorio de trescientos años que Ludovico D’Andrea intentaba mercar por veinte pesos para venderlo en la ciudad por veinte mil, como ya había hecho con casi todas las cosas de valor de San José de los Altares, incluyendo el púlpito de la capilla, íntegramente laminado en oro fino.Acaso por ser hombre de más luces o con mejores artificios de granuja, Ludovico D’ Andrea era la fuente demostrable y única de las murmuraciones, ya fueran cosas ciertas o afiebradas.Soltero y de buen porte, rondaba la cincuentena y llevaba ropas caras e ingeniosas, que ni en la propia ciudad de Córdoba podían ser halladas. Eso lo hacía apetecible para las mujeres de toda edad y condición, acostumbradas como estaban a los amores fantasiosos en la soledad de sus tareas lugareñas y sus melancolías infinitas.Solían hablar de su sonrisa o su mirada, mas despertaban en medio de la noche bañadas en un agua espesa, abrasadas de lascivia, soñándose apretadas por sus piernas, que su delirio requería velludas y torneadas.Lo cierto es que de Ludovico D’Andrea nadie decía nada malo, todo según se interpretaran, claro está, aquellos actos de su buen corazón, cuando compraba viejos trastos de viejas familias o de pequeñas capillitas perdidas en la sierra. Tampoco, a pesar de su innegable galanura, había maridos quejosos de adulterio, ni era posible observar satisfacción sobresaliente en el rubro de las damas devotas del recato, de la desgana conyugal o de veloces maniobras con las ropas puestas, en el asiento trasero de algún coche.Desde aquel día memorable en que el padre Aurelio recibiera a Leonor Bacigalupo en confesión y en que después de haberlo masticado durante muchas noches, se decidiera a confortar el alma quebrantada de tan cumplida feligresa, diciéndole:-Dios nos envía cosas, doña Leo, en su infinita sabiduría, que debemos aceptar con resignación y hasta con júbilo… Quiero decir que la Carlota…- y fuera tajantemente interrumpido por un inapelable:-De eso no se habla– desde aquel día memorable, de aquel asunto no se hablaba.La niña Carolina iba creciendo (valga, por Dios, el eufemismo) entre una nube de profesores que doña Leonor mandaba venir de Córdoba, estudiando todas las asignaturas de los colegios y otras que en ellos no se dictaban. Sólo un capricho inexplicable había tenido cuando cumplió los diez años: pidió un maestro de acrobacia.Una semana más tarde, todos los lunes, miércoles y viernes, viajaba desde la ciudad de Córdoba un maduro acróbata ya retirado, que había malgastado sus días de grandeza.A medida que pasaba el tiempo, Carlota daba señales de una vivaz inteligencia y de un constante buen genio, que seducía a todo el pueblo de San José de los Altares y aun a vecinos de villas aledañas. Solía sentarse sobre el mostrador del bazar con las piernitas estiradas como una meñeca de tómbola y platicar con gran humor sobre cualquier cosa que hubiera sucedido, bañada por la mirada orgullosa de su madre.Ludovico D’Andrea la visitaba cada día para el aperitivo, que doña Leonor le servía con aceitunas verdes y pequeños trozos de embutido quintero. Narraba historias de países lejabnos, exóticos, inexistentes. Carlota las escuchaba embelesada y las retribuía con sus conocimientos, ciertamente vastos, de mitología griega.Cuando la niña cumplió los quince años, Ludovico D’Andrea se atrevió a decirse que la amaba.No ha de pensarse que fuera un hombre enfermo de la entendedera ni que tuviera pasiones aberrantes. La veía como lo que era: una muchacha enana de noventa centímetros de altura y las facciones lavadas de su padre, que había muerto de insignificancia poco después de nacer ella.-Sé que parece cosa de locura… -le había dicho al padre Aurelio.-Yo diría más bien, una broma de mal gusto… –había respondido, amoscado, el religioso.-No es cosa de broma, aunque tal vez sea de mal gusto… –había dicho. –Y he de agregar algo más… La deseo como jamás he deseado a otra mujer.-Esto es casi abominable –replicó el santo varón, aunque no tan santo, si se considera la concupiscencia con que evocó las piernas largas y delgadas, las manos huesudas y tersas, la boca madura y jugosa de frau Braun, la madre de su hijo, ya adolescente y en el noviciado.-Es la única persona que acepto totalmente –dijo D’Andrea ensimismado.-Usted bien sabe, padre, que no me faltan oportunidades…El padre Aurelio lo sabía y sacudió la cabeza en actitud de conceder.-¿Qué piensa usted hacer? –preguntó aterrorizado.-Pienso casarme con ella.Por algo menos de un siglo, Leonor Bacigalupo se detuvo en el sendero serrano con los nudillos blancos por el esfuerzo con que aferró el extremo superior del báculo de roble sobre el que abandonó todo el agobio de su peso, durante ese algo menos de un siglo en el que aquellas palabras se mezclaban con la fragancia de Dios, que era el perfume, tramado como un poncho, de las gramas del monte, y que habían baldado (las palabras) el accionar de su cerebro.Comedido y respetuoso, Ludovico D’Andrea mantuvo un silencio sepulcral, sobre el que brillaron como lágrimas los cantos de los pájaros y los sonidos rituales de la sierra.-Quiero pensar que no se está burlando –dijo por fin, apenas recompuesta .-Usted me ofende, Leonor… Aunque parezca una locura, yo la amo intensamente.-¿Y por qué habría de parecer una locura? –preguntó Leonor.-Bueno… no sé… precisamente… ¿Por qué entonces yo he de estar burlándome?Siguieron caminando como dos estatuas de mármol, sin detenerse a comentar la frágil gracias de un cabrito que, dos meses más tarde habrían de comerse, sin discutir sobre la hondura de los cielos y sin recoger peperina, que a cada uno de ellos le faltaba en sus herbarios.Llegados ya al parador, no se sentaron en el banco de cemento, en el que una mano inspirada había escrito «Mierda» con pintura roja.Sobre aquella palabra detuvieron ambos la mirada, como si fuera la materialización de sus talantes.-Supongo –dijo por fin doña Leonor –que me está usted pidiendo su mano…-Desde luego. Aunque antes debo hablar con ella.-Pensé que ya lo había hecho. No ha de olvidar que es usted mucho mayor y, más aún, que ella no es sino una niña…-No lo olvido, doña Leo… Pero el amor es ciego.-Naturalmente. Así lo espero. Está muy bien. Hable con ella a ver qué le contesta.Toda la angustia que había estado concentrada en el rostro de Ludovico D’Andrea, cayó de pronto como un trapo sucio, rejuveneciéndolo diez años.Doña Leonor, en cambio, permanecía tensa y comenzó el descenso con tiento exagerado, como quien baja a los infiernos. Una puntada en el alma le indicaba que, tarde o temprano, habría de hablarse de aquello que durante quince años había estado sepultado bajo el control altivo de su mente y la amenaza imaginaria de sus represalias.Cuando llegaron al bazar, sentada sobre el mostrador como lo hacía habitualmente, Carlota regañaba con dulzura al joven Celestino Flauta, dependiente de la casa, hijo mayor del comisario y acostumbrado compañero de juegos infantiles.El rostro de la niña se iluminó cuando un Ludovico D’Andrea atacado de zozobra, le dijo:-Buenos días… –en vez del consabido: «¿Cómo le va a mi angelito?»-Atame el sulky, Celestino –ordenó vacilosa doña Leo. –Vamos a ir hasta lo del turco a buscar alfa…-Los dejo solos –murmuró al salir, cuando ya D’Andrea había clavado una mirada desnuda en los ojos de Carlota.Quince días antes de la boda, el pueblo entero de San José de Los Altares estaba ya excitado por el acontecimiento, el de mayor brillo de los últimos, desde que el alemán Otto Presser se volviera loco y se pusiera a tirar con su Mauser de mira telescópica, parapetado en el tanque de agua, sobre todos aquellos que acertaran a pasar por el camino, si bien con tan penosa puntería que sólo había herido en una oreja a la mula parda de don Mojamé.Doña Leonor Bacigaluppo había decidido vender su chacra de San Vicentito para lograr los fondos suficientes y no tener que andar escatimando en un festejo que iba a hacer memoria.Una modista de Córdoba estaba trabajando en su traje y en el de la novia, que doña Leo había dispuesto que fuera igual al de las revistas, blanco, con velo, cola y toca de azahares, considerando sobre todo que Carlota llegaría intacta al himeneo.Tras una excusa no muy convincente del señor obispo, que fuera conversado por Nicanor Amuchástegui, primo segundo de Ludovico D’Andrea, y tras un consiguiente acceso de furor, doña Leonor se resignó a que oficiara la santa ceremonia aquel bribón de Aurelio, considerando sobre todo que la invitada de fuste sería la viuda Greta Braun y que el pecado no obstaba para que estuviera presente, y hasta ayudando la misa, el hijo de ambos que era seminarista y amigo de la infancia de la novia.Había también decidido que, a falta de marido, la condujera al altar el alcalde Saturnino Robles, postrado en silla de ruedas desde el año anterior como consecuencia de una hemiplejía. Empujaría la silla el joven Celestino Flauta; el alcalde iría vestido de alcalde con el pecho cruzado por la banda nacional y Carlota podría llegar de bracete del padrino ya que, sentado en su silla, le quedaría a la altura.Doña Leonor, que repasaba mentalmente hasta los últimos detalles de la ceremonia, imaginando su retiro del altar del lado derecho de la silla del alcalde (el del brazo bueno) había evitado columbrar cómo se las arreglaría el matrimonio. «Es cosa de ellos», se dijo finalmente y dio el negocio aquel por terminado.Una curiosa ordenanza de don Robles había convertido en feriado el día 15 de octubre, con la excusa de que la primavera comenzaba en esa fecha en San José de los Altares y no el 21 de septiembre como indicaba el almanaque.»Me cago en el almanaque» había logrado articular, luchando con sus babas. Tan sólo Nemesio López, escribiente de la alcaidía, advirtió las inutilidad de aquel decreto irritante para los conservadores contumaces, puesto que el 15 de octubre era domingo. Aunque se cuidó de hacer mención del hecho, para evitar agravamientos en la enfermedad del mandatario y no restar enjundia a tan notorios esponsales. Asimismo, mediante nota con su sello y firma, había ordenado al comisario Celestino Flauta la interrupción de todo tránsito con ruedas por la ruta de polvo y grava que atravesaba el pueblo, desviándolo por el camino de cornisa que nadie utilizaba con motor desde hacía veinticinco años y que alargaba en otros tantos kilómetros el camino hacia Ascochinga.»Y dígame don Robles…» había inquirido el comisario con respeto: «¿Cómo carajo convenzo a los choferes?El magistrado levantó su brazo sano y señaló un viejo cartel de chapa oxidada con la faz apoyada en la pared y en la que el comisario, al darle vuelta, leyó. «Peligro. Derrumbe».»Tenemos dos» se comedió a informar Nemesio López. Con lo cual el problema quedó solucionado y la autoridad civil salió triunfante.Ludovico D’Andrea estaba entusiasmado y había recibido de su futura suegra carta libre para organizar la celebración más grandiosa del pasado, del presente y del futuro de San José de los Altares, a la que nadie faltaría en calidad de invitado, o bien en doble calidad de servidor y de huésped, puesto que alguien tenía que realizar las tareas y habrían de ser pocos, entre los 98 habitantes estrictos de la villa, incluídos los enfermos y los niños de pecho, los que no fueran a hacer nada, vale decir, alguna cosa distinta de estar sentados mirando o de bailar y comer de las tres vaquillas gordas que don D’Andrea había mandado traer de Santa Fe y de los quince cabritos de la sierra y de beber de los quinientos porrones de la cerveza «Río Segundo», que sería enfriada con sesenta barras de hielo con sal gruesa.Cincuenta mesas para cuatro personas y ciento veinte sillas serían ubicadas a lo largo de la ruta entre las dos márgenes del pueblo y siete cables eléctricos de noventa metros iban a ser tendidos con cincuenta lamparitas cada uno, lo que haría un total de ciento quince bombitas amarillas, ciento catorce coloradas y ciento veintiuna sin color alguno, para alumbrar los manjares.

Se estaba ya acondicionando el viejo tinglado de madera que albergaría a la orquesta característica de Melitón Zambrano, más requerida que el agua bendita desde la sierra hasta el valle y que oidía ejecutar fox-trox y tangos, cumbias y rumbas, polcas y valses, chacareras y zambas, sin mendionar la presencia de las mulatas Incendio.Por su parte, el joven hijo del turco del forraje, Mojamé Segundo, como lo apelaban, hacía ya tres semanas que estaba practicando en su acordeón-piano la marcha nupcial de Mendelsohn hasta lograr que le saliera de corrido, que era todo cuanto le había encomendado don Ludovico a cambio de un mono carajá que el prometido poseía y el muchachito codiciaba. La ensayaba juntyo a un micrófono conectado junto a uno de los altoparlantes de propiedad municipal, teniendo en cuenta que la ceremonia se realizaría al aire libre, en el altar castrense que inventara el padre Aurelio para dar misas de campaña A a los seis uniformados que componían el cuerpo de bomberos y el personal oficial, todos los nueve de Julio. Había obtenido también, bajo palabra de retorno ante la imagen sagrada de la Vírgen del Valle, que la comuna vecina de Arrayanes le concediera en calidad de préstamo el camino rojo de quince metros de eslora que, según la tradición dijera, había desechado el doctor Elpidio González cuando bajó del coche para exiliarse en la Casa Azul, tras haber sido el vicepresidente de la patria.A las diez y cuarenta y cinco de la mañana esplendorosa y fragante del 15 de octubre, día de la primavera en San José de los Altares, feriado por decreto y domingo por añadidura,, empujada por el joven Celestino Flauta y flanqueada por el oficial escribiente Nemesio López, del edificio colonial de la alcaidía partió la silla municipal con su preciosa carga engalanada con todos los símbolos del mando.Por carecer de familia, don Saturnino Robles era atendido en sus necesidades públicas por su oficial escribien quien, para la acasión, había tomado prestados unos zapatos amarillos con la venia de la Rosenda Gamarra, empleada doméstica y ocasional enfermera del alcalde.Los habitantes de San José de los Altares, ya fuera por respeto a la entidad del acto, por simple afán de presumir o por esa mera insanía de los hombres, se habían vestido con galas que en muchos casos parecían provenientes de una sastrería teatral. Un zorro plateado en pleba primavera, bombines, bastones y polainas, ponían un toque de locura en la locura. Las gentes simples y humildes, por su lado, se habían limitado a darse un baño.La silla de ruedas se iba desplazando pues, muy dignamente, entre la multitud que aplaudía (algunos se habían puesto guantes) al alcalde, por primera vez en su vida.Tras un intento frustrado de saludar al pueblo, don Saturnino Robles que a pesar de tanto emperifollo se veía muy desmejorado, sólo atinaba a desplazar sus babas con el dorso huesudo de la mano buena y no daba señales cabales de disfrutar de los honores, ni siquiera tal vez de comprenderlos.Cuando por fin la comitiva estuvo frente al camino rojo que había desdeñado un vicepresidente en su desgracia, hacía ya un buen rato que abría y cerraba las manos para descargar los nervios don Ludovico D’Andrea, que parecía Tyrone Power enfundado en el chaqué que había alquilado en Buenos Aires, deslumbrante con su corbata fruncida de pechera y aquel buen metro con ochenta y cinco que le daba porte de capitán de granaderos.En el cabriolé frencés de la viuda Braun, cuidadosamente pulido como una sopera de punzón, aunque carente en la ocasión del frisón negro azabache que completaba su nobleza (se había mancado el día anterior y debió ser reemplazado por la mula parda de don Mojamé) llegó la novia con el vestido blanco de cola, el velo de ensueño nocturno y el pequeño ramo ritual, nerviosamente apretado por sus dedos de bebé.Cuidadosamente asistida por doña Leonor y cuatro niños de camisa blanca, corbata de lazo y zapatos de charol, logró por fin poner pie en tierra y liberar el suspiro que retuviera su pecho enamorado durante todo el trámite.En el preciso instante en que Leonor Bacigalupo y Ludovico D’Andrea se dieron el brazo para iniciar la marcha hacia el altar de campaña en el que aguardaban muy serios el padre Aurelio y su hijo Adolfo, los altoparlantes municipales vomitaron un chirrido que ensordeció por un instante al pueblo entero de San José de los Altares y do ocasión a Saturnino Robles de pasar discretamente a mejor vida, situación que sólo fue advertida por doña Leonor, quien hizo una seña casi imperceptible a su dependiente para ponerlo en autos del asunto y que empujara la silla con el cuidado debido y corrigiera la postura del difunto en caso de ser necesario, todo lo cual fue adivinado más que comprendido por el joven Flauta, que se encontraba asistiendo a la batalla entablada entre su devoción por doña Leo y sus impulsos extremos de salir huyendo.Fue remediado el desperfecto y las bocinas transmitieron a Mendelsohn, interpretado en solo de acordeón-piano por Mojamé Segundo, más concentrado en su inminente posesión del mono carajá que en los acordes de la marcha nupcial.La ceremonia transcurrió tan dignamente como era posible en aquel pueblo, al que bajó de la alta sierra, precisamente en el instante de la consagración, el ermitaño Zacarías con su rebaño de cabras y sus tres perros de lanas, que las tenían a raya. De modo tal en entre balidos y ladridos y el chistido de lechuza del padre Aurelio, quedó casada Carlota y satisfecha –a medias como siempre- su benemérita madre.El ejecutante volvió a arrrancar con Mendelsohn y don Ludovico D’Andrea, con la mayor naturalidad del mundo, tomó de la mano a su flamante esposa, que saludaba en su marcha patizamba junto a su marido con discreción de señora y regocijo de niña, alternativamente, según de quien se tratara.Los cuatro infantes mientras tanto, se las componían para no pisar la cola del vestido, que era arrastrada por el camino de alfombra del que se había considerado indigno un vicepresidente de la República. La pareja nupcial era seguida por el difunto alcalde y por doña Leonor, que había posado el guante largo de su mano izquierda sobre el hombro del finado para evitar que se cayera de la silla y que, con talentos de ventílocuo, le susurraba al aterrado joven Celestino Flauta:-Nadie debe darse cuenta… Te lo llevás al galpón del turco y lo metés entre las barras de hielo donde están los porrones.-Tengo mucho miedo, doña Leo… –había atinado a musitar el dependiente.-No seas cobarde y hacé lo que te digo. Que Nemesio te ayude- ordenó la mujer con un costado de la boca mientras con el otro, sonreía respetuosamente a la señora Greta Braun, que había asistido al acto sin descender de su antiguo Mercedes Benz descapotaado.Batió las palmas enguantadas y dirigiéndose a todos con aire mundano, exclamó:-¡A descansar para la noche! –mientras miraba alejarse a la pareja tomada de la mano rumbo al bazar y a su mismísima alcoba, a la que había renunciado y en la que el alma de su alma sería inminentemente desflorada.Entonces fue cuando el demonio se apoderó de su cabeza y metió en ella aquella horrenda imagen de Tarzán con su mascota, cuya crueldad vulgar habría de mortificarla por el resto de sus días, mientras le vapuleaban el cuerpo las carcajadas, hasta producirle un calambre en la cintura y hacerle verter lágrimas de risa envenenada, de mala risa del infierno.-Es por la emoción –aventuró la mujer del comisario, mientras procuraba apocar las convulsiones de Leonor Bacigalupo que era asistida asimismo, con alguna aprensión, por las personas presentes.Calmadas ya las carcajadas, fueron sucedidas como un torbellino por el acceso de llanto más desgarrador de que tiviera memoria el pueblo de San José de los Altares.-Es la emoción sin duda alguna –repetía la señora Flauta, tan satisfecha con sus conclusiones, directamente vinculadas con aquel asunto del que no se hablaba.Doña Leonor fue finalmente invitada a subir al auto de frau Braun que la condujo hasta el bazar, distante solamente unos treinta metros y donde había ya dispuesto, en el cuarto que fuera de Carlota, las comodidades de su nueva vida de mujer terminada.Se había tendido en aguas sobre el lecho, forzándose a no pensar, cosa que , como es sabido, resulta ser imposible. Agradeció a la Santísima Virgen del Valle que no le llegaran sonidos de ninguna índole desde la alcoba nupcial. Hasta que oyó el carillón con que llamaban a la puerta del bazar.»¿Quién podría ser el imprudente?, se preguntó, poniéndose con desgano el batón matelassé que le habían vendido en Córdoba, como si la novia fuera ella.No poca fue su sorpresa cuando abrió la puerta y vió el rostro fiero y achinado del comisario Flauta, atravesado por los bigotazos de siempre, como un gran tajo negro, aunque las cosas no fueran estando como siempre.-¿Me permite pasar? –preguntó Flauta con la gorra puesta y sin haber saludado.-Pase.-Doña Leonor, ya sabe usted cuánto la estimo y el respeto que tengo por su casa… Pero hoy se ha cometido un acto ilícito, comprometiendo además a dos muchachos inexpertos, uno de los cuales es hijo mío y su empleado…-Siéntese Celestino, haga el favor –dijo Leonor, recuperando el ritmo de su pensamiento. –Nos vendrá bien una ginebra.-El comisario se quitó la gorra y coincidió con doña Leo en que una ginebra les iría bien.-No podía hacerse otra cosa, Celestino. Hubiera sido una catástrofe…Tantos preparativos… tanto gasto… El pobre alcalde estaba muertol ya desde el año pasado…-Pero el asunto del hielo, doña Leo…-Nada más razonable, don Flauta, para conservar intacto a Saturnino y hacerle mañana un gran entierro, como él se merece.Pareció ablandarse el comisario, en parte tal vez por el razonamiento y en parte tal vez por la ginebra.-Mi muchachito está atacado. Figúrese que le quitó la ropa de alcalde y lo dejó en camiseta y calzoncillos largos. Lo adobó con sal gruesa y lo cubrió de hielo. Pero ahora está atacado de los nervios.-Un buen aumento de sueldo le quitará la maña. Hace ya un tiempo que pensaba dárselo. Es un tesoro el muchacho… La del estribo, querido Celestino, que por la noche hay juerga y en la mañana, funerales. ¿No suele ser así la vida acaso?Eran las diez de la noche cuando Carlota y Ludovico D’Andrea salieron del bazar rumbo a la orilla derecha de la ruta donde se había instalado la cabecera de la mesa, junto al tinglado de la orquesta , que estaba dando suelta a unos joropos llaneros para solaz de algunos circunstantes y en especial del padre Aurelio, muy empeñado en asociarse al ritmo del trópico lejano, sin el menor sentido de la cosa, con golpecitos de cuchillo contra una copa vacía de cerveza, que no tardaba en llenarse nuevamente.Doña Leonor flanqueaba al sacerdote y aguardaba la presencia de su yerno en el lado contrario, allí donde debía haber estado don Saturnino Robles que, como es ya sabido, yacía enfriado y salado entre cuatrocientos porrones de cerveza, puesto que cien ya habían sido honrados por la concurrencia.Tomó su puesto don Ludovico al lado de su suegra, quedando Carlota separada de él, a la vera del clérigo.-No te confieses todavía, Carlota, que hay más cosas… –dijo a los alaridos el chusco del pueblo, Ceferino Mosca, encargado de la usina.-No sea grosero Ceferino –protestó la madre de la novia, aunque la chanza le hiciera alguna gracia.-Eso espero… –replicó Carlota, mirando con ternura a su marido.Entonces, sin que ningún espíritu malévolo lo urdiera, sin que la cuestión fuera siquiera prevista por el cerebro rumiante de doña Leonor, la orquesta característica de Melitón Zambrano arrancó espontáneamente con los compases contagiosos del transitado vals de Johann Strauss, inevitable en las bodas de buen tono y que provoca a las gentes a azuzar: «¡Que bailen los novios!…»Hubo un instante de disgusto y desazón en los notables de la mesa y en la mirada de pánico y tormento de Leonor Bacigalipo hasta que Ludovico D’Andrea se estiró los puños blancos y apretados de su impecable camisa de pechera e incorporándose sonriente, dijo:-Por supuesto- ante el silencio expectante de los pobladores de San José de los Altares y el silencio abismal de las poblaciones aledañas, de pájaros y bestias y de los cuatro elementos de la Tierra, con excepción del ermitaño Zacarías que era sordo y que, a buena distancia del resto de las gentes donde se lo había confinado a causa de su catinga de cabra, pronunciaba para su coleto, respondiendo tal vez a una secreta inspiración:-Ningún hombre ha muerto de hambre verdaderamente. Los hombres mueren de comida…- afirmación que fue atendida por algunos de los comensales y que, de no mediar aquella horrible situación del vals imperial, tal vez hubiera sido celebrada, pues se decía de aquel hombre que era muy sabio y muy profeta, que se había disipado en la montaña por una muerte que debía y que había pasado dos años sin comer, nutriéndose tan sólo de los rocíos de la sierra.Se encaminó Ludovico D’Andrea hacia el asiento de su esposa y la elevó con las manos como a un cáliz, y como a un niño la sentó en el antebrazo izquierdo, caminando así con ella hasta llegar al mero centro de la ruta de polvo calizo y grava suelta, donde la besó tiernamente en los labios y le tomó la mano izquierda con su diestra dando comienzo fantasmal a una danza de novios que estaba fuera de este mundo y de todos los mundos existentes más allá del amor.Con una solvencia que hablaba de otros valses, sobre otros solares y bajo otros caireles, envuelta en velos blanquecinos de polvo y de ternura, la pareja nupcial, sin dejar de girar con los compases de la música, se fue alejando del centro del festejo, hasta perderse en el abrazo fragante, emocionado, de la noche inmensa.Los funerales del alcalde no estuvieron a la altura de un gran muerto. No fueron contratados los servicios de la funeraria de Vuelta Guanacos y toda la pompa estuvo limitada a los florones negros de papel crepé que fueron amarrados a la cabezada de la mula parda de don Mojamé y que, privándose del descanso (es justo destacarlo), confeccionó en aquellas breves horas entre dos días memorables, doña Leonor Bacigalupo, diciéndose todo el tiempo: «No habrá sido un gran hombre… pero ¿quién lo es? En todo caso, siempre ha sido un buen amigo». Se refería sin duda a su notoria potestad sobre don Saturnino Robles y al usufructo constante que había tenido de ella.Ceferino Ramírez había declinado el honor de construir el ataúd por hallarse quebrado de una mano y sólo pudo ofrecer un cajoncito de niño que le había sobrado de la epidemia de meningitis tuberculosa cuya crueldad se llevara, quince años antes de aquel día, a aquellos cuatro muchachitos que, tras unos meses de realizar milagros en la sierra y aparecerse a cualquier hora del día o de la noche, habían sido olvidados por el pueblo entero.Tras extender de mala gana el certificado de defunción, el doctor Blanes, con voluntad más pobre todavía, había contemplado y medido a simple vista el cajoncito blanco y los despojos igualmente blancos, ajamonados, tan reducidos por los años, el frío y la salmuera, del señor alcalde de San José de los Altares, Su Excelencia.-Apretándolo un poco puede entrar –dictaminó finalmente.-Pues entonces, manos a la obra –se apresuró a gobernar doña Leonor, que proyectaba algo grandioso, un golpe magistral de su magín paradigmático del signo de Leo.Con no pocos esfuerzos fue introducido el alcalde en el cajón de criatura que Ceferino Rodíguez se apresuró a clavetear con la mano sana y la asistencia del joven Celestino Flauta, muy satisfecho con su nuevo sueldo y la del oficial escribiente de segunda clase Nemesio López, todo ello en medio de las santiguadas y sollozos de la Rosenda Gamarra, que repetía fatigosamente:-¿Y ahora qué voy a hacer?Cuando llegó el cura Bastiánez, muy agitado, el cajón ya había sido cerrado.-¡Es este burro de mierda!. Dios me perdone…-se sofocaba. -…Que se le dio por empacarse y ponerse a comer grama. Ya pueden ver los zapatos cómo los tengo –los mostraba- de las patadas que le he dado.-Cálmese padre Aurelio, que para el caso es lo mismo. Ya puede bendecirlo con el cajón cerrado, que la palabra de Dios atraviesa la madera –decía con no poca razón el carpintero.La vagoneta del turco Mojamé esta aguardando junto a la alcaidía con el musulmán en el pescante, que relataba a la discreta multitud reunida en torno del carruaje sus experiencias mortuorias en la lejana Siria, donde las costumbres no eran tan bárbaras y los muertos no se iban al infierno por la eternidad.Celestino Flauta y Nemesio López aferraron con cautela los manijones de los pies, y Ceferino Rodríguez y el padre Bastiánez hicieron lo propio con los de la cabeza, mientras doña Leonor Bacigalupo susurraba en una oreja del clérigo, antes aún de que pudieran comprobar la levedad de aquel féretro de azúcar con su pequeño muñequito adentro:-Hay que ir pensando en el nuevo alcalde…-¡Cuánta razón tiene usted! –repuso el sacerdote mientras iniciaba la marcha… –Estamos acéfalos.-Por eso mismo…-¿Qué se le ocurre? –inquirió el presbítero, poniendo sumo cuidado al descender los escalones de mármol, que los muchachos y el carpintero parecían tomar a la ligera.-Nada –mintió doña Leonor. –Tan sólo estuve pensando en la capacidad y diligencia del señor D’Andrea. Ya ha visto usted de qué manera ejemplar organizó su propia boda.-Debería llamarlo Ludovico, doña Leo. No olvide que ahora es su yerno… –dijo el ladino religioso intencionadamente.-¡Por Dios, Aurelio! ¡No me había dado cuenta –se escandalizó la mujer. –No debía habertlo mencionado… Sólo que no puedo dejar de pensar que sería un intendente muy beneficioso para todos.El padre Aurelio creyó advertir cierta intención en la manera en que fue arrastrado aquel «todos» entre la lengua y los dientes y prolongada la ese en un silbido de lechuza como el suyo propio. Pero se estaba abocando con los otros tres a subir el muerto a la carreta y no era hombre de grandes atributos musculares.Depositado que fuera don Saturnino Robles sobre el piso de la vagoneta y cubierto el féretro infantil con la bandera nacional por el único representante legal de la alcaidía, el oficial escribiente de segunda clase don Nemesio López, en cuyos zapatos amarillos, suyos ya para siempre, parecía brillar la brasa del Estado, se inició el cortejo hacia el cementerio, donde una fosa demasiado grande para la realidad del caso, desde la entraña del mundo y de los tiempos, estaba aguardando al fallecido mandatario, Dios lo tuviera en su gloria.Antes de pronunciar las palabras de rigor, el padre Aurelio aunció a doña Leonor:-Me ocuparé del asunto.A falta de flores, los circunstantes fueron echando sobre el ataúd pequeñas matas de menta peperina, que arrebataban a la sierra con ademán de pesadumbre.Dos días después de aquel entierro, don Ludovico D’Andrea y Amuchástegui, por aclamación popular, era elegido alcalde de San José de los Altares, recibiendo los símbolos del mando de manos de don Celestino Flauta, comisario inspector, y convirtiendo a su esposa doña Carlota Bacigalupo de D’Andrea, en la señora alcaldesa.Fueron cinco años minuciosamente los que transcurrieron (es una forma de decir), noche tras noche, con ese aliento secreto e implacable de lo que está para siempre, pues no parece que el tiempo se midiera, sino que fueran los hombres quienes olvidan y recuerdan, quienes sueñan que viven y que mueren y cuyas grandes pasiones, que no otra cosa son las almas, suelen a veces ser eternas.Así las cosas, por aquel tiempo pasaron las personas cobrando rastros del transcurso en ciertas ocasiones y sin cobrarlos en otras, como era el caso de Carlota D’Andrea que a los veinte años estaba igual que a los quince.También pasaron las cosas y las bestias, el macadam por la ruta, la mula parda de don Mojamé, que se marchó una mañana con las huríes del profeta y aquel monito carajá, que fue infectado de rabia por una comadreja y que causó la muerte de Mojamé Segundo, la catalepsia de su padre y un sentimiento de espanto en la fragancia de la sierra.A don Aurelio Bastiánez, con fondos provinciales, la alcaidía le había repuesto un púlpito de estuco y había encalado los muros de su capilla serrana.El materimonio disfrutaba de una vida normal (si es que se puede hablar así), satisfactoria y corriente. Don Ludovico, cuya pasión por Carlota se incrementaba cada día, acostumbraba a pasearse todas las mañanas por el pueblo, interesándose por las cuestiones de la gente, a la que no podía auxiliar por falta de presupuesto, pero que confortaba con su sonrisa de milagro y un toquecito en el hombro de su varita de tacuara con los extremos retobados en cuero de ñandú.Carlota había hecho instalar en la intendencia un gran gimnasio donde pasaba las horas practicando suas arrtes de acrobacia sin el concurso ya de su maestro, que había partido hacía tres años de la mano de una pulmonía para la cual no había red, según ironizara amargamente.Fue en una ardiente mañana de un 25 de enero en que los muchachos que perdían su tiempo intentando cazar ranas en el río con una larga cinta roja en el extremo de un cordel, quedaron mudos de sorpresa y mararavilla cuando la primera trompa de elefante asomó detrás del codo de la sierra que descendía para el vado, seguida como se comprende por el elefante entero y otros dos elefantes enteros asimismo, que se enlazaban las colas con las trompas.Ricas gualdrapas de brocado de Oriente les alhajaban el lomo y unos penachos sostenidos por bozales de coloridas lentejuelas maculaban la dignidad de su tristeza y el señorío de su lenta marcha por la vida.Luego pasaron las jaulas con las fieras, los carromatos coloridos y el escenario con ruedas de la banda, uniformada de azul y oro y ejecutando una marcha alentadora.Siempre hay una vez que es la primera, como suele decirse, y resultó ser aquella la primera vez en que llegaba un circo a San José de los Altares. No sólo los niños se apiñaban alrededor de los portentos y prodigios: en poco tiempo el pueblo entero estuvo reunido frente a la alcaidía, que fue el lugar de detención de la columna.De un viejo jeep de guerra pintado de amarillo, muy elegantemente vestido con ropas deportivas, una copiosa cabellera rubia, rasgados ojos celestes y piel tostada por el sol, saltó ágilmente un enano que fue espontáneamente aplaudido por las gentes y que levantó los brazos en actitud de saludo, agitando la cabeza con ademán de gratitud-Quiere parlar con alcalde –cocolicheó al vigilante de guardia en la intendencia, que no podía juntar las dos mandíbulas por la estupefacción que le causaba aquella enorme extravagancia.Doña Leonor, paralizada, había concentrado una mirada de piedra en todo aquello. En su caldero interior hervía borboteando como una pócima de bruja, la gran mentira de su vida, segundo tras segundo, minuto tras minuto, día tras día, durante veinte años, seiscientos treinta millones de segundos, contra la humillación que le había impuesto Dios y la soberbia infinita de no aceptar la desgracia de los cielos.Por primera vez en veinte años, la palabra vedada circulaba entre los vecinos, luego de ser disfrutada como un manjar del alma por paladares y lenguas demasiado tiempo prisioneros. Y si hubiera historiadores de la condición humana, el 25 de enero hubiera sido recordado como la fecha de la liberación del noble pueblo de San José de los Altares.Aquel apuesto enano, que las dos cosas era el hombrecillo, daba por tierra con el untuoso asunto del que no se hablaba, humanizando la deformidad y desterrando la violencia de la distracción y el fingimiento.Los alcaldes salieron sonrientes a la puerta y Achille Vasilievich se apresuró a besar la mano de la señora alcaldesa.Descendiente de familia noble, había nacido en Zagreb cuarenta y cinco años atrás y había recorrido el mundo entero con su circo.-Les nains sont pour les cirques et les cirques sont pour les nains… –dijo sonriente a sus anfitriones en el transcurso del almuerzo.-J’ai toujours pensé la même chose…-replicó Carlota, más radiante que nunca.Leonor Bacigalupo soñaba que soñaba. Un arrebato de luz fosforescente refuciló en sus ojos de lagarto sobre la arena mal colada de la pista desierta. Envuelta en una bruma que no era de este mundo, con un tutú de tules y zapatillas de punta rosadas como encías, la señora alcaldesa de San José de los Altares hacía brillar la desventura de sus piernecitas tuertas bajo las calzas platinadas y vivaces como los peces del río San Vicente, que no eran de comer sino de ensueño. Lo hacía con la soltura y la gracia de una persona entrenada y segura de sí misma, sobre la grupa hendida en dos naranjas blancas de un obeso caballo afeminado.Leonor clavó los ojos de lagarto en el penacho de añiles y de granas con destellos áureos, que valsaba en la cabeza de la bestia. Los clavó allí para dejarlos, para distraerlos de lo que estaba aconteciendo en el extremo opuesto.. El el extremo opuesto, Carlota equilibraba su pequeña persona de rostro maquillado como para un gran guiñol, absorbiendo la cadencia del galope, flexionando los torneados brazos, girando en fin, como una mezcla de ecuyère y bola elástica.Fue la oquedad de un par de manos que aplaudían la que arrancó los ojos de lagarto del penacho ecuestre. Leonor Bacigalupo no hallaba ya terreno para sus pasos de mujer de espuela y recibió los sacramentos de aquel dolor punzante que nunca más podría domeñar.

Repantigado sobre el antepecho de terciopelo rojo que bordeaba la pista, el conde Vasilievich bebía champagne, que escanciaba de un jeroboam de talla algo menor que la suya y daba signos de ventura intensa al exclamar con su vibrante voz de bajo ruso: La vérité respire comme un lapin.Leonor Bacigalupo soñaba que soñaba.Vivimos de miserias. Y sin embargo, las grandes cosas están muy cerca de nosotros. La tragedia reside en que no somos capaces de verlas casi nunca. Pero si alguna vez las vemos, de la miseria a la grandeza transmigra nuestra vida.El circo Zagreb había levantado su carpa de dos pistas sobre terrenos del finado Mojamé a la salida del pueblo y doña Carlota D’Andrea no faltó una sola noche a la función.Mientras los peones acomodaban las cosas, daban su pienso a las bestias y cepillaban como a grandes muebles a los elefantes, en la melancolía infinita del día de parrtida, Carlota dijo a su marido:-Me voy Ludovico… Sé que a tu lado viviría siempre como a una princesa, pero no soy una princesa. Soy una mujer enana , demasiado tiempo condenada a discutir con los espejos, una mujer que ha tropezado, tal vez, con su destino.-O con su condena… –dijo Ludovico.-¿Cuál es la diferencia?-¿Nuestro destino es el amor…-El amor es algo mucho más grande que el destino. Mucho más frágil también. Si no fuera así no existiría.-Estaba en el aire –dijo el alcalde con la dignidad más triste de la tierra.Carlota besó la mano temblorosa y fría de su príncipe azul y saltó hacia el jeep en el que Achille la aguardaba.Bajo el alero colonial de la alcaidía, flotando en los ardientes calores del mes de febrero, Su Excelencia el alcalde de San José de los Altares, don Ludovico D’Andrea y Amuchástegui, quedó sentado en un sillón de mimbres, mirando hacia el vacío infinito de sí mismo, con la soledad de un hombre que había amado hasta extinguirse en el extremo sin retorno del amor…………………………………………………………………………………………………………La citaLe pareció ver un punto minúsculo en el horizonte, del lado del poniente.»¿Quién ha de ser que se llegue?», se dijo sin preocuparse. Hacía ya más de quince años que al viejo Nemesio Luna no le caía nadie al rancho, como no fuera algún chasque con órdenes de las casas, zonceras generalmente, aunque en rigor todo fuera para ver si seguía vivo.»So sé qué cosa me ha dao…», se dijo con alegría. «Estoy como señorita». Y manoteó las tijeras de tusar que conservaba hincadas en la paja brava del techo. Retiró con gran cuidado la trabita de tiento que mantenía las hojas superpuestas y tanteó orgullosamente el filo, como de navaja. «No viá cometer la ofensa de destemplarlas, muchachas», le dijo amorosamente. Y las volvió a su lugar.Se desplazó hasta el arcón en que guardaba los trastos y se puso a hurgar con calma, sin mirar, como si el tacto le fuera más fiel que la mirada. Enseguida dio con ella, la navajita Arbolito, que empleaba para capar. Desplegó la hoja ritualmente y murmuró: «De estas ya no vienen más…» Salió del rancho y se apoyó en el mojinete, donde la luz le convenía para ver bien el desvase que se iba a hacer en las manos.»Estoy como señorita», repitió mientras cortaba con prolija habilidad aquellas uñas tan duras como las garras de un tigre. Guardó después la navaja en el arcón de panza de burro y contempló por un instante el fruto de su trabajo. Se fue acercando al aljibe y largó el balde de cuero, que luego subió despacio. «No es cosa de andar jediendo como verruga’e peludo…» pronunció mientras las aguas de lluvia cumplían con su misión, menos higiénica que sacramental. Tenía pudor de su cuerpo, de aquellos muslos cerúleos que no habían visto la luz desde la infancia y que tan contadas veces brillaran bajo el candil, cuando con la Nicolasa cumplía con su deber. Se dio ya por satisfecho y, como no tenía espejo, no había nada más que hacer con el aseo personal. Una vez, en la farmacia, hacía ya más de cinco años, se había mirado en una luna y no había podido creerlo. Sabía que era muy viejo, pero no imaginaba que se le viera tan claro.El puesto de Nemesio Luna estaba en medio de un campo de veintidós mil hectáreas, proiedad que había sido de Jacinto Yparraguirre, y en una legua a la redonda no había un humano con vida. Peleaban los herederos como pajaritos mosca, carneaban vientres, no daban orden de baño ni vacuna y el campo se iba acabando como la patria, decían.El sol ya estaba medio alto y el viejo movió unas brasas para calentar el agua y cebarle unos amargos a quien fuera el forastero.»No ha de andar lejos», se dijo y desplegó la mirada. Pero nada había cambiado. El diminuto puntito parecía estar a igual distancia. Llevó la mano al sombrero y meditó:»Ya tengo más de ochenta años. Difícil que un desacierto me haga morder el piso… Jinete emponchao sin duda, montando un caballo oscuro, un zaino negro tal vez, como los puros de Unzué. Lo raro es que ande emponcha… tan linda está la mañana».Se aproximó adonde estaban los dos perros, estropeados de tanto comer carroña, y se detuvo a observarlos. Detectaban a un cristiano a casi más de una legua, pero se estaban echados, impasibles, malolientes, como cueros desollados.No quiso decirse nada pero se fue caminando hacia el ombú centenario que daba sombra a sus muertos. Había cavado con sus manos aquellos cinco sepulcros: el de su padre, primero; el de su madre, más luego; el de aquel hijo matrero que hubo de morir peleando; en la Antonia, santita , que se fue con las viruelas y el que quedaba vacío, tapado con una chapas, en espera de sus huesos. Faltaba la Nicolasa, pero esa historia era vieja. Su mujer lo había dejado hacía ya tanto tiempo, que era como si estuviera moviéndose entre los pollos, barriendo el piso de tierra, pisando maíz u horneando aquel pan tan perfumado. «Cuánto hara», se dijo el viejo «que no respiro el pan fresco».La recordaba arrastrando la petaca, con el paraguas cruzado, subiéndose a la chatita del turco Elías Jalil y yéndose para el pueblo:»No voy a ser más su esclava», logró afirmar antes de irse.»¡Carajo con los recuerdos!», exclamó el viejo. Llevó la mano a los ojos haciendo visera y escrutó el horizonte liso del desierto, hacia el oeste, de donde sopla en pampero. El puntito estaba allí, como no habiendo avanzado.Miró el sol y vio que eran las doce. «Si p’a la oración no llega, he de salir a campearlo».Cortó un pedazo de charque y lo comió de mal grado. Se concedió un sorbo de caña y dio un silbido a los perros. Señaló hacia el horizonte e hizo además de azuzarlos. Mas ni siquiera torearon, cosa que hacían habitualmente cuando se los alertaba, aunque no pasara nada. Por el contrario, volvieron como asustados a echarse bajo el alero.El viejo cortó unos tientos y se puso a remendar unos bozales muy rotos. Tomó unos mates, dio de comer a los pollos y orinó a favor del viento.Se aproximó al picazo testerilla, que era un orgullo de la estancia y fue ensillando con pausa. Montó y patió al trotecito. ¡Tenía tantos pensamientos, tanta tristeza apagada!Pasó una bandada de patos, camino de la laguna. Se acomodó en el recado, palmeó el anca del caballo y se acordó de una copla que no escuchaba había tiempo.Comenzaba: «Padre nuestro…»