TALLER DE CUENTOS AFRICANOS 3

BOGOLAN Pedro Parcet

Fara y el viejo cocodrilo


Érase una vez dos hermanas, Rapela y Fara, que vivían en Madagascar y gustaban de jugar a la orilla del río. Tan sólo de vez en cuando la madre les daba permiso, pues muchos cocodrilos rondaban por aquellos parajes. Un día, tanto le suplicaron Rapela y Fara, que no supo la buena madre negarles el permiso; accediendo a sus preces, así las amonestó:

-Vayan, pero guárdense de burlarse de Ikakinidriaholomamba. El viejo cocodrilo -añadió la madre- siempre estaaa de mal humor; si se mofan él, las devorará.

Las dos hermanas prometieron obedecer, y se fueron alegres para jugar con las piedras del río.

Muy pronto Ikakinidriaholomamba asomó entre los cañaverales para distraer su ocio con el juego de las niñas; éstas lo vieron y como, en verdad, el viejo cocodrilo era enormemente feo, Fara, que había olvidado los consejos de su madre, exclamó:

¡Oh, oh, qué viejo está padre Cocodrilo!
¡Y qué cabeza tan hundida!
¡Y qué ojos tan hinchados!
¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!
¡Y cuántas escamas tiene en su cuerpo!

Ikakinidriaholomamba, enfurecido, trepó hasta la orilla para alcanzarlas; ellas corrieron y llegaron salvas al hogar.

-Bien, hijitas, bien -preguntó la madre- fueron prudentes y cautas, ¿no es cierto?

-¡Oh, mamá! -contestó Rapela-. ¡El viejo Cocodrilo intentó comer a Fara!

-¡Ah! -exclamó la madre moviendo la cabeza-. ¡Fara se habrá burlado de él! ¡hay que cuidar la lengua, hijas mías!

A la mañana siguiente, las hermanas retornaron al río y nuevamente emprendieron sus juegos con las piedrecillas de la orilla.

Rapela se divertía mucho, sin cuitas de ningún género; mas Fara, intranquila con el recuerdo de las burlas del día anterior, contemplaba a Ikakinidriaholomamba que, ojos cerrados, permanecía tumbado a lo largo de un tronco de árbol.

Era horriblemente feo, y Fara, sin poderse contener, se dijo de nuevo entre dientes:

¡Oh, qué viejo está padre Cocodrilo!
¡Y qué cabeza tan hundida!
¡Y qué ojos tan hinchados!
¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!
¡Y cuántas escamas tienen en su cuerpo!

Mas esta vez fue la vencida, ya que el Cocodrilo le echó el diente y la engulló.

En vano la desventurada Rapela imploró al monstruo para que le devolviese a su hermana; aquél se había sumergido ya en la corriente, dejándola triste y sin consuelo.

Los padres de Fara corrieron a la orilla y, llegados al lugar, la madre así imploró al viejo Cocodrilo:

-¡Oh, Mamba, devuélvenos a Fara! ¡En verdad ella fue muy mala, pero es tanta nuestra angustia que bien podrías devolvérnosla!

A lo que Ikakinidriaholomamba respondió, imitando la voz de Fara:

-Sí, sí, buena señora. Acudan en busca de su Fara. Pero Fara tiene la lengua muy larga.

Busquen a Fara. ¡Y qué cabeza tan hundida!
Busquen a Fara. ¡Y qué ojos tan hinchados!
Busquen a Fara. ¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!
Busquen a Fara. ¡Y cuántas escamas tiene en el cuerpo!

“Así hablaba la niña, ¿no es cierto?”

La pobre madre quedó abatida ante tal réplica y, dirigiéndose a su marido, le dijo:

-¡Háblale tú al Cocodrilo, a ver si lo convences!

Entonces el padre de Fara gritó:

-¡Oh, Mamba, devuélvenos a Fara! ¡En verdad, ella fue muy mala, pero es tanta nuestra desdicha que bien podrías compadecerte y devolvérnosla!

Mas Ikakinidriaholomamba le respondió:

” -Sí, sí, mi viejo. Acudan en busca de su Fara. Pero Fara tiene la lengua muy larga.

Busquen a Fara. ¡Y qué cabeza tan hundida!
Busquen a Fara. ¡Y qué ojos tan hinchados!
Busquen a Fara. ¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!
Busquen a Fara. ¡Y cuántas escamas tiene en el cuerpo!

“Así hablaba la niña, ¿no es cierto?”

Los desventurados padres estaban descorazonados, cuando la madre propuso:

-¿Y si le ofreciéramos algo a cambio de Fara?

-Ofrezcámosle un buey -dijo el padre. Y la madre voceó:

-¡Oh, Mamba! Un buey te daremos por Fara.

Ikakinidriaholomamba se dirigió a su prisionera y le dijo:

-Contesta a tu madre, que estoy muy cansado.

Y Fara gritó:

-¡Madre, mi buena madre, Mamba no quiere aceptar!

Entonces el padre, mejorando la oferta, clamó:

-¡Oh, Mamba, diez bueyes te daremos por Fara!

Y Fara, nuevamente, gritó:

-¡Padre, querido padre, Mamba no quiere aceptar!

Rapela contempla a sus padres y ofrece:

-¡Oh, Mamba, veinte bueyes te daremos, si me devuelves la hermana!

Y Fara también esta vez contestó:

-¡Rapela, mi dulce hermana, Mamba no quiere, no!

Entonces la madre, desesperada, clamó fuertemente:

-¡Oh, Mamba, cien bueyes te daremos por nuestra Fara!

El viejo Cocodrilo, que era muy glotón, pensó que cien bueyes bien valían el rescate de una niña, y murmuró:

-Bien, bien; me place la oferta; preparen los cien bueyes.

Y Fara, llena de contento, desde el vientre del Cocodrilo contestó:

-¡Madre, oh madre, Mamba aceptó ya!

Rapela y sus padres corrieron a la villa con harta turbación, porque ellos tan sólo poseían veinte bueyes. Fueron al encuentro de parientes y amigos, y éstos, para que no se menoscabara el rescate de Fara, les prestaron cuantos bueyes hubieron menester para completar la oferta.

Los aldeanos reunieron los cien bueyes y se dirigieron hacia la ribera.

Así que el viejo Cocodrilo divisó al rebaño soltó a Fara para aproximarse a la orilla, pero los labriegos habían colocado a la cabeza del rebaño al toro más poderoso y feroz; éste se lanzó sobre Ikakinidriaholomamba y con sus enormes cuernos le vació los ojos; cundió el ejemplo y los demás bueyes lo pisotearon hasta darle muerte cruel.

Así el viejo Cocodrilo halló un muy desgraciado fin, quedándose sin un solo buey por haber apetecido muchos.

Cuando Fara, se vio nuevamente bajo el techo del hogar, se hizo el propósito firme de no hablar más de la cuenta en lo futuro y de medir las palabras en el resto de sus días.

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Taller cuentos africanos Kitete Kitete

BENDICIONES Y A COMPARTIR!!!

KITETE, EL HIJO DE SHINDO

Había una vez, una mujer llamada Shindo que vivía en un pueblo al pie de una montaña cubierta de nieve. Su marido había muerto sin dejarle ningún hijo y ella estaba muy sola. Siempre estaba cansada, porque no tenía a nadie que le ayudara en los trabajos de la casa.

Todos los días, limpiaba la casa y barría el patio, cuidaba de las gallinas, lavaba la ropa en el río, traía agua, cortaba la leña y cocinaba sus solitarias comidas.

Al final de cada día, Shindo miraba la cumbre nevada del monte y oraba:

«¡Gran Espíritu del Monte!» . «Mi trabajo es demasiado duro. ¡Énvíeme ayuda!»

Un día, Shindo estaba limpiando el huerto de malas hierbas para que crecieran bien las verduras, plátanos y calabazas que cultivaba. De repente, un noble jefe apareció junto a ella.

«Soy un mensajero del Gran Espíritu del Monte,» le dijo a la sorprendida mujer, y le dio unas pocas semillas de calabaza. «Siémbralas con cuidado. Ellas son la respuesta a tus oraciones.»

Entonces el jefe desapareció.

Shindo se preguntaba, «¿Qué ayuda podré recibir de un manojo de semillas de calabaza?» Pero las sembró y cuidó lo mejor que pudo.

Estaba asombrada de lo rápidamente que crecían. Una semana más tarde, las calabazas ya habían madurado.

Shindo llevó a casa las calabazas, y tras quitarles la pulpa, dejándolas huecas las colgó de una de las vigas de la casa para que se fueran secando. Cuando se secaran se endurecerían y podría venderlas en el mercado para ser usadas como cuencos y jarras.

Como ceneitaba una de las calabazas para su propio uso, tomó una pequeña y la puso junto al fuego para que se secara más rápidamente.

A la mañana siguiente, Shindo se marchó para trabajar la tierra. Pero mientras ella estaba fuera de casa, las calabazas empezaron a cambiar. Les crecieron cabezas, brazos y piernas. En poco tiempo, no eran en absoluto calabazas. ¡Eran niños!

Unu de estos niños estaba junto al fuego, donde Shindo había colocado la calabaza pequeña. Los otros niños le llamaron desde la viga.


«¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!»


Kitete ayudó a bajar a sus hermanos y hermanas de las vigas. Entonces los niños salieron de la casa y empezaron a cantar y jugar en el patio.

Todos menos Kitete, que al haber estado junto al fuego, se convirtió en un niño débil y enfermizo. Mientras sus hermanos y hermanas cantaban y jugaban, Kitete les miraba sonriente, sentado en la puerta de la casa.

Después de un rato, los niños empezaron a hacer los trabajos de la casa. Limpiaron la casa, barrieron el patio, alimentaron a las gallinas, lavaron la ropa, trajeron agua, cortaron la leña y prepararon la comida para cuando Shindo volviera.

Cuando el trabajo estuvo hecho, Kitete ayudó a los otros a subir a la viga y poco después, de nuevo se convirtieron en calabazas.

Por la tarde, cuando Shindo volvió a casa, las otras mujeres del pueblo le preguntaban :

«¿Quiénes eran esos niños que estaban hoy en el patio de tu casa?» . «¿De dónde han venido? ¿Por qué estaban haciendo los trabajos de la casa?»

«¿Qué niños? ¿Os quereis reir de mi?» les decía Shindo, enfadada.

Pero cuando llegó a su casa, se quedó pasmada. ¡El trabajo estaba hecho, e incluso su comida estaba preparada! No podía imaginarse quién le había ayudado.

Al día siguiente, sucedió lo mismo. En cuanto Shindo se hubo marchado, las calabazas se convirtieron en niños, y los que colgaban de la viga gritaban,


«¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!»


Entonces, después de jugar un rato, hicieron todos los deberes de la casa, subieron a la viga, y se convirtieron en calabazas de nuevo.

Una vez más, Shindo se quedó asombrada al ver todo el trabajo hecho. Entonces, decidió encontrar la explicación y conocer a quienes le estaban ayudando.

A la mañana siguiente, Shindo hizo como que se marchaba, pero en vez de ir a trabajar en el campo, se quedó escondida junto a la puerta de la casa, observando lo que sucedía. Y vio a las calabazas convertirse en niños, y les oyó como gritaban,


«¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!»


Cuando los niños salieron de la casa, por poco se encuentran con Shindo, pero ellos siguieron jugando, y seguido comenzaron a hacer los trabajos caseros. Cuando acabaron, empezaron a subir a la viga.

«¡No, no!» decía Shindo llorando. «¡No se transformen en calabazas! Sereis los hijos que yo nunca tuve, y os amaré y os querré.»

Y desde entonces los niños se quedaron con Shindo, como sus hijos. Ya nunca más estaba sola. Y los niños eran tan trabajadores, que pronto mejoró la economía de la casa, con muchos campos de verduras y plátanos, y rebaños de ovejas y cabras.

Todos eran muy útiles …. menos Kitete que se quedaba junto al fuego con su sonrisa tonta.

La mayor parte del tiempo, a Shindo no le importaba. De hecho, Kitete realmente era su favorito, porque era como un tierno bebé. Pero a veces, cuando ella estaba cansada o triste por alguna razón, lo pagaba con él.

«¡Eres un niño inútil!» le decía. «¿Por qué no puedes ser más inteligente, como tus hermanos y hermanas, y trabajar tan duro como ellos?»

Kitete sólo sonreía.

Un día, Shindo estaba fuera en el patio, cotando verduras para la comida. Cuando llevaba la olla a la cocina, tropezó con Kitete, se cayó, y la olla de arcilla se hizo añicos. Las verduras y el agua quedaron esparcidos por todas partes.

«¡Muchacho tonto!» gritó Shindo . «¿No te tengo dicho que no te pongas delante de mi camino? ¿Pero qué se puede esperar de tí? No eres un niño de verdad. ¡Solo eres una calabaza!»

Y en ese mismo instante, ella dio un grito al ver que ya no estaba Kitete, y que en su lugar sólo había una calabaza.

«¿Qué he hecho yo?» lloraba Shindo, cuando los niños volvieron a casa. «¡Yo no quise decir lo que dije! Tu no eres una calabaza, tu eres mi propio hijo querido. ¡Oh, hijos mios, por favor haced algo!»

Los niños se miraron entre ellos, y corriendo, comenzaron a subir a la viga. Cuando el último niño, ayudado por Shindo, hubo subido, comenzaron a gritar una última vez,


«¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!»


Pasó un largo rato sin que nada sucediera. Pero de pronto, la calabaza empezó a cambiar. Creció una cabeza, luego unos brazos, y finalmente unas piernas. Por fin, no era en absoluto una calabaza. Era–

¡Kitete!

Shindo aprendió la lección. A partir de entonces, tuvo mucho cuidado y amor para sus hijos.

Y ellos le dieron su consuelo y felicidad, durante el resto de sus días.

Taller de cuentos africanos

LA GUARDIANA DE LA POZA O NGOZA

BENDICIONES PARA TODOS!

Recopilado en el libro Mis cuentos africanos. Nelson Mandela

En una tierra lejana hay un gran lago. El agua  encuentra una pequeña vía de escape en un extremo del lago y se abre camino, gorgoteando, hacia las llanuras. Corre por estrechas gargantas almenadas de rocas, salta por precipicios y fluye entre la tierra parda y la hierba verde hasta que tres inmensas rocas le cortan el paso.
     Allí el río gira y gira en redondo, en busca de una salida; a fuerza de girar y girar, cada vez más deprisa, crea un gran remolino que traga las hojas doradas y rojas caídas de los árboles umsasa, los mosquitos que surcan veloces la superficie del agua y las mariposas que revolotean entre las aromáticas flores blancas de las plantas lacustres que crecen en la orilla.
     Al fondo del remolino vive una inmensa serpiente pitón de agua plateada, con sus relucientes anillos, sus reptilianos ojos entrecerrados ante los rayos de luz que hienden las aguas y su convulsa lengua: esta hermosa y temible pitón de agua plateada es la guardiana de la poza.
     No se trata de una pitón común y corriente, pues el tacto de su fría y viscosa piel es curativo: la curación de todas las enfermedades y dolencias de hombres y mujeres está reservada a quienes tienen el valor de bajar a visitarla a su hogar de las profundidades.
     Ngosa estaba sentada junto a la poza, contemplando el furioso torbellino de las aguas. El sol brillaba sobre su suave piel oscura y le calentaba el tembloroso cuerpo. Su madre estaba enferma, muy enferma. Ngosa sabía que moriría si no le proporcionaba auxilio. Para ello, tendría que sumergirse en aquellas aguas turbulentas, tocar a la serpiente plateada, mirar de frente sus ojos negros, acercarse a su convulsa lengua… Ngosa se estremecía a pesar del calor. Estaba asustada.
     La Pitón observó a Ngosa desde el fondo de la poza y vio que era hermosa, supo que sentía miedo y anheló tranquilizarla.
     Ngosa oyó un grito a sus espaldas y, al volverse, vio a su hermana menor atravesando los campos a la carrera.
    – ¡Ngosa! ¡Ngosa! –la llamaba-. Date prisa, estoy segura de que nuestra madre se muere.
     Entonces Ngosa recordó muchas cosas. Recordó cómo la había consolado su madre cuando el Cocodrilo estuvo a punto de arrastrarla al río y cómo pasó la noche sentada a su lado, cantándole nanas; recordó que su madre había caminado muchos kilómetros en busca de raíces de rábano rojo para curarle el terrible dolor provocado por la picadura del Escorpión; recordó que su madre espantó a golpes al peludo y monstruoso Babuino que trató de raptar a su hermanito; y recordó cómo compartía discretamente su propia ración de gachas de maíz con sus hijos cuando se abatió sobre ellos una gran sequía y los hombres morían de hambre.
     Ngosa se lanzó al furioso remolino.
     La lengua de la  Pitón se agitó una vez y luego permaneció inmóvil. Sus ojos negros se cerraron. Ngosa extendió el brazo y acarició la piel fría y húmeda de la serpiente. Luego, azotando el agua con brazos y piernas, salió a la superficie de la poza y echó a correr por los campos hacia casa, para transmitir a su madre el toque sanador de la Pitón.
     Esa misma noche, cuando la luna llena se elevó roja como la sangre sobre los  montes, la Pitón desenroscó su cuerpo plateado y subió lentamente a la superficie. De las aguas emergió un joven. Su cabeza, hermosa y erguida, estaba cubierta de apretados rizos negros. Tenía intrépidos ojos castaños y poderosos brazos y piernas. Era, sin duda, el hijo de un jefe. Y, al igual que antaño lo hiciera el primer hombre, miró alrededor y vio que la tierra era buena.
     Atravesó a paso largo los campos y llegó al semicírculo de chozas. En el corral rumiaban pacíficamente las reses y el brillo de la luna aterciopelaba sus pieles negras y  blancas. Una cabra amamantaba a su cría.
     -Ngosa –llamó quedamente- . Ngosa, tu valentía me ha salvado. Cuando la hechicera de las aguas me convirtió en serpiente, me hundí hasta el fondo de la poza. Allí debo permanecer para siempre durante el día, al cuidado de la poza. Pero ahora, gracias a tu coraje, de noche podré adoptar mi forma humana. De noche podré revelarme a quienes son valientes y hermosos. A ti, sin duda, no te falta valentía, puesto que me visitaste bajo mi forma de pitón, y veo que eres hermosa. Ven.
     Cuando Ngosa salió de la choza, el hijo del jefe le puso al cuello un collar de piedras de luna, de un azul y un verde lechosos, ensartadas en un hilo plateado de luz de luna.
     Y ahora Ngosa pasa casi todo el día al borde del remolino, tocando dulces melodías en su ugubhu, porque a las pitones les encanta la música de los seres humanos.
     Y, de noche, Ngosa se pone el collar de piedras de luna al cuello y espera a que el hijo del jefe emerja de las aguas.

     Ugubhu. Instrumento de música de una sola cuerda que se toca con arco. Una calabaza hace las veces de caja de resonancia.