Migajas. Balcanes

 

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Erase una vez un zar a quien se le murió la mujer y se quedó viudo con un hijo pequeñito que, como todos los niños, lloraba mucho.

En cierta ocasión que salía el zar de caza, el hijito lo abrazó y rompió a llorar aún con más fuerza. Se puso el zar muy tris­te, así que decidió que se casaría otra vez por el bien del niño, para que su nueva esposa cuidara de él en su palacio. Entonces calmó como pudo al niño y se fue de caza.

Anda que te anda llegó junto a un manantial en donde se trope­zó con una mujer muy bella y lozana que estaba llenando de agua doce calabazas. Se extrañó el zar y preguntó a la mujer qué es lo que hacía, a lo que ella respondió:

-Con esto gano mi sustento, por cada calabaza llena de agua me dan una migajita de pan, y así gano doce migajas por día.

El zar le preguntó si le bastaba con eso y ella le respondió:

-Sería aún más que suficiente, pero con eso primero alimento a mi hijita y luego como yo, de manera que tenemos justo cuanto nece­sitamos.

Todavía se extrañó más el zar y pensó para sí: »Ésta sería buena para mi casa y para mi niño». Después le dijeron a la mujer que él era el zar de aquel país y le preguntaron si se casaría con él. Ella -¡vál­game Dios!- aceptó inmediatamente, de modo que el zar la llevó a su palacio, se casó con ella, y ella se convirtió en zarina.

Su hija era aún más pequeña que el hijo del zar, pero los niños se entendieron bien, todos los santos días jugaban y se cuidaban el uno al otro. De todo lo que el zar recibía lo mejor se lo daba a los niños y ellos todo se lo repartían sin reñir nunca.

Pero a la zarina empezó a disgustarle esta vida. «¿Por qué -pen­saba ella- ha de dividir mi hija todos los bienes con el hijo ajeno?» Por eso trató de indisponer al padre contra el hijo, para que el padre lo echara de casa.

Fue pensado y hecho, pues era muy astuta para la intriga. Empe­zó, pues, a contarle al zar que todas las noches tenía una pesadilla durante el sueño: de repente su hijo se hacía mayor, destronaba al padre y a todos ellos los ponía a trabajar como jornaleros. El zar se desconcertó con este relato, y como su mujer no dejaba de llenarle la cabeza con estas cosas, al final decidió echar al hijo de casa.

Así que el heredero del zar, que por entonces ya era un buen mozo, se vio obligado a disfrazarse de vagabundo y marcharse a la buena de Dios, aunque le dolía mucho aquel tratamiento de su padre.

Andando andando fue a quedarse dormido en una ocasión cerca de una cueva en la que habitaba un ermitaño de barba blanca y muy viejo.

A eso de la media noche oyó unos gemidos que salían de la cueva; se asustó, pero en seguida se recuperó y pensó: «Quien-quiera que sea no se queja por capricho sino que ha de ser a causa de muchas y gran­des desdichas». Conque se acercó a la cueva y vio al ermitaño que, enfermo y sediento, gemía.

Entonces el hijo del zar corrió al arroyo, tomó agua en las manos y subió corriendo a la cueva. Por el camino se cayó de rodillas, se magulló y se hirió, mas le pudo llevar al viejo un poco de agua en las manos. El anciano se alegró mucho y le dijo:

-Hijo, yo no me quejo porque esté enfermo ni sediento, sino por­que sé cuántos males y cuánta miseria hay en el mundo. Pero ahora tengo un motivo de regocijo, pues todavía hay almas que oyen los pesares del hombre en esta soledad; por esto, pide lo que quieras que yo te lo daré si lo tengo y puedo.

Entonces el zarévich dijo:

-Me muero de tristeza, y si sabes el remedio por favor te pido que me lo digas.

El ermitaño le entregó un caramillo diciéndole:

-Nada más fácil. Este sonido siempre te alegrará y cuando tu cora­zón se ponga a bailar también bailará todo bicho viviente a tu alre­dedor hasta donde la música llegue a ser oída.

El zarévich le dio las gracias y continuó su camino, pero aguar­daba con ansiedad el momento de estar solo para tocar. Anduvo y anduvo hasta que se vio solo solito, entonces coge el caramillo y lo prueba; el corazón se le puso a bailar de alegría y también vio allá a lo lejos una ardilla que bailaba al son de su melodía.

Iba así a la buena de Dios y el tiempo pasaba, hasta que al fin lo empleó un hombre rico para que le cuidara las ovejas. A menudo le invadía la tristeza pero bien se cuidaba él de no tocar cuando estaban las ovejas en el prado, pues si oyeran la música dejarían de pacer y se pondrían a bailar a su alrededor.

Un atardecer, cuando volvía con las ovejas a casa, oyó a lo lejos un lamento y cuando llegó ¡sí que habían sucedido cosas!: la pasada noche su amo, quién sabe cómo, se había tropezado con el coro de las hadas y la reina de las hadas le había arrancado los ojos, así que ahora lloraban él y todos los suyos. Entonces decidió irse a buscar los ojos de su buen amo.

Dejó las ovejas, cogió un saquillo y en él metió pan, sal, cebollas y el caramillo, y se fue por el mismo camino por el que había ido su alegre amo pero sin decirle a nadie lo que iba a hacer ni adónde se dirigía. Al llegar allí se quedó asombrado, la reina de las hadas esta­ba tumbada en un claro del bosque y doce hadas le trenzaban y le destrenzaban el cabello que a la luz de la luna brillaba como el oro.

Se acercó a ella, entonces las hadas dejaron de trenzar los cabe­llos y la reina, que hasta ahora parecía dormida, abrió los ojos. Vien­do que habían notado su presencia, se apresuró a sacar el caramillo del saquito y se puso a tocar, al principio de forma muy suave y luego más y más fuerte. Así consiguió alejar el miedo de su corazón mien­tras que a las hadas les dio por reír, a continuación formaron un corro y empezaron a bailar frenéticamente. Como él no dejaba de tocar, ellas estaban que perdían el aliento. Así siguieron hasta que la reina gritó:

-¡Ah, ya no puedo más! -y quería apartarse del corro, pero que si quieres. Ni pudo apartarse ni pudo parar. Viendo que realmente la situación era grave empezaron a gritar.

Quienquiera que seas, te rogamos que pares de tocar.

Entonces les contesta él:

-Decidme dónde están los ojos de mi amo.

Juraba la reina de las hadas que no sabía nada, juraba por el cielo y por la tierra, pero él no le hacía ningún caso. De modo que tuvo que decirle que fuera hasta el abeto sobre el cual la luna brillaba con más intensidad y que bajara de él una alforja de oro, en la alforja encontraría una cajita de plata, en la cajita un algodón requetelavado y en el algodón los ojos que estaba buscando.

Así lo hizo, pero sin quitarles los ojos de encima a las hadas; en cuanto intentaban huir soplaba el caramillo y ellas se ponían a saltar como locas. Conque llegó hasta el abeto, bajó de él la alforja de oro, encontró la cajita de plata y en la cajita el algodón requetelavado y en el algodón los ojos de su amo, así que tocando, muy alegre, se fue a casa.

Nada más llegar a casa devolvió los ojos a su amo y éste, al recu­perar la vista, abrazó a su criado y le colmó de oro y ricos regalos. Pero el criado le dijo que no pedía más que un buen caballo y armas dignas de un héroe pues quería irse por el mundo hacien­do el bien.

El amo se lo dio todo de muy buena gana y él se fue de nuevo por los caminos mientras que por todas partes se extendía su fama de héroe valeroso y defensor de los pobres. Por eso empezaron a pedir­le ayuda ahora de aquí ahora de allá, hasta que una vez recibió un mensaje de su padre, el zar, diciéndole:

-Hasta nosotros han llegado, héroe desconocido, noticias de tu persona y de tu gloria y por Dios te pedimos que nos ayudes, porque ha venido el dragón de fuego y quiere que le demos a nuestra hija y con ella todo nuestro reino; hemos mandado a nuestros caballeros para que lo desafiaran pero a todos los ha vencido como si fuera juego de niños; ayúdanos ahora y después pide lo que desees de nuestro reino.

En cuanto oyó esto el zarévich, allá que se fue sin dejar por un momento de preguntarse quién sería esa hija, pues casi seguro esta­ba de que no era otra que la que su madrastra trajo consigo y que tan buena había sido para con él.

Pensando pensando llegó hasta los confines del reino y se fue derecho al palacio del zar. Encontró todo tal como lo había dejado, únicamente su padre había envejecido mucho, también los criados y la madrastra, pero su hija se había convertido en una encantadora doncella.

Cuando hete aquí que aparece el dragón de fuego que nada más verlo prorrumpió en gritos desde lejos:

-Tú eres al que estoy buscando desde hace mucho tiempo.

Y empezó a arrojar flechas, pero el caballo del zarévich dobló las patas y las flechas pasaron por encima. Entonces arremetió el zaré­vich con la lanza, que al momento se quebró sin hacerle nada al dra­gón. Así agotó el zarévich todas sus armas, quedándole sólo sus manos. El dragón, riéndose, se fue derecho contra él.

Conque el zarévich tomó el caramillo y empezó a tocarlo. Todo bicho viviente en torno suyo se puso a bailar, el dragón profirió un grito al tiempo que se agitaba y rápidamente disminuía de tamaño hasta que sólo quedó de él una burbujita que comenzó a rebotar en la tierra. Entonces el zarévich fue corriendo y la aplastó con el pie izquierdo así que la burbujita explotó desapareciendo toda su fuerza diabólica.

Cuando supieron lo ocurrido, todos se alegraron mucho y el zar, abrazando a su hijo, le preguntó quién era y de dónde venía. Enton­ces él se descubrió y contó todo lo que le había sucedido. El zar, al oírlo, se enojó con su mujer y quería ejecutarla en seguida pero el zaré­vich le rogó que la dejara viva.

El zar la condenó a marcharse a la montaña de donde había veni­do, que encontrara las doce calabazas en el manantial y que otra vez se alimentara de migajas. Dio a su hija por esposa al zarévich, pues todo mandato divino al final siempre se cumple como fue dicho, por­que es justo y da gusto.

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Kwasi Benefo. Ashanti

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Hace muchos años, vivía entre los ashanti un joven llamado Kwasi Benefo. Sus campos daban buenas cosechas tenía ganado, y lo único que faltaba en su vida era una buena esposa que le diera hijos, cuidara su casa y lo llorara cuando tuviera que dejar este mundo. Kwasi Benefo se enamoró de una muchacha de su aldea, se casaron y vivieron muy felices hasta que la jovencita enfermó y murió. El dolor del joven marido fue muy grande. Vistió su querido cuerpo con el amoasi, una pieza de tela de algodón sedoso que hacía de mortaja, colocó en su cuello un hermoso collar de cuentas, como manda la costumbre, y la enterró. Pero también enterró con ella su alegría de vivir. Llegaba a su casa esperando ver a su mujer y solo lo recibía su ausencia. Pensaba en ella todo el día, con el corazón pesado de dolor.

-Kwasi, no puedes seguir así -le decían sus amigos y parientes. Lo que te ha sucedido es muy tiste, pero tienes que recuperarte y volverte a casar.

Pasado un año, Kwasi Benefo sintió que comenzaba a consolarse de su pérdida. En una aldea cercana conoció a una jovencita muy hermosa y decidió casarse con ella. Era una chica de buen carácter y todo parecía perfecto. Pronto quedó embarazada. Pero la perversa Enfermedad la tocó con su mano amarilla. La muchacha se debilitó, al punto que ya no podía tenerse en pie y finalmente murió. Envuelta en su amoasi y con su collar de cuentas fue enterrada.

Kwasi se encerró en su casa. Su pena no tenía límites ni aceptaba consuelo.

-Kwasi, la muerte existió y existirá siempre sobre la tierra -le decían sus amigos. Pero tú estás vivo. Sal de tu casa, vuelve al mundo.

Viendo el duelo y el dolor de Kwasi, los padres de su esposa pensaron que el muchacho era una buena persona y había amado de veras a su mujer. Entonces enviaron mensajeros a buscarlo:

-Los vivos tienen que estar con los vivos, Kwasi. No se puede cambiar el pasado, pero tenemos que vivir en el presente. ¿Por qué no te casas con nuestra segunda hija?

-¿Cómo puedo casarme con otra, si siento que mi querida mujer todavía me reclama? -les dijo.

-Así sientes ahora, pero el tiempo curará tu duelo -le dijeron.

Y tenían razón. Pasado un tiempo, Kwasi Benefo se sintió mejor. Comenzó a trabajar duro en sus campos, y pudo pensar en un nuevo matrimonio. Con su tercera esposa, Kwasi volvió a su casa y recomenzó su vida. La mujer quedó embarazada y nació un hermoso varón, que fue festejado por toda la aldea con un gran banquete. Kwasi repartió regalos para todos los invitados. Nunca en su vida había sido tan feliz.

Un día, cuando Kwasi estaba trabajando en el campo, unas mujeres de la aldea llegaron llorando.

-¡Se ha caído un árbol! -le dijeron.

-Bueno, pero ¿quién llora por un árbol caído? -contestó el hombre.

Solo entonces levantó la cabeza, vio las caras de las mujeres y se puso pálido, porque comprendió.

-Tu mujer regresaba de buscar agua en el río. Se sentó a descansar a la sombra de un árbol. El árbol cayó sobre ella y la aplastó -le explicaron.

Cuando Kwasi llegó a su casa y vio el cadáver de su mujer, cayó al suelo como si estuviera muerto. No podía ver ni oír. No podía hablar. No sentía nada. El médico de la tribu consiguió revivirlo. Moviéndose como un muñeco sin vida, Kwasi dispuso el funeral. Vistió a su mujer con el amoasi y le puso su collar de cuentas. Después del entierro, le entregó su hijo a los abuelos y se fue de la aldea.

-No quiero casarme nunca más -dijo Kwasi. Algún ser maligno está contra mí. Además, si alguna vez quisiera volverme a casar, ¿qué padres me darían a su hija?

Y aunque nadie le contestó, en el fondo todos pensaban lo mismo. Ser la esposa de Kwasi Benefo se había vuelto muy peligroso.

«Para qué quiero campos, cosechas, ganados» pensaba Kwasi. «Ya no tienen ningún sentido para mí». Deambuló durante días, internándose en la selva. Allí se construyó una miserable choza y vivió recolectando semillas y raíces. Cazaba con trampas. Pronto sus ropas se convirtieron en harapos y se vistió con pieles de animales. Su vida era dura, pero no le importaba. Llegó casi a olvidar su nombre y la historia de su vida, y eso era lo que deseaba, convertirse él mismo en un animal salvaje para no sufrir con el corazón de un hombre.

Así pasaron varios años. Pero como nada dura para siempre, poco a poco Kwasi fue volviendo a la vida. Un día decidió quemar la selva alrededor de su choza y sembrar. Y cuando recogió la cosecha, le dieron ganas de mejorar su vivienda y comprarse ropa nueva. En un par de años, Kwasi se había convertido otra vez en un próspero granjero. Y otra vez quiso una mujer que compartiera su prosperidad. Así fue como se casó por cuarta vez.

Su cuarta esposa enfermó y se murió poco después.

Esta vez Kwasi no podía seguir viviendo. Dejó sus nuevos campos, regaló su ganado y regresó tristemente a su aldea natal. Lo recibieron con mucha alegría, pero él alejó a sus antiguos amigos.

-No hay motivos para alegrarse. Solo vine para morir en mi tierra.

Su casa estaba destruida, pero no la reparó. Sus campos estaban cubiertos de maleza, pero no los limpió ni quiso sembrar. Se quedó encerrado en su casa ruinosa, atormentado por el recuerdo de sus cuatro mujeres y por la certeza de que, cuando llegara su turno de morir, no habría una viuda para hacer duelo por su pérdida y nadie cantaría por él las canciones de alabanza al difunto.

Una triste noche de insomnio decidió que necesitaba ir a Asa-mando, el país de los muertos. Se levantó y caminó en la oscuridad hasta dejar atrás el cementerio, que estaba en la selva. No había senderos, no había luces. Caminando, llegó a un lugar donde la selva terminaba. Estaba en penumbras, y la débil iluminación no venía del cielo. Allí no vivía nadie, ni hombres ni animales, ni pájaros ni insectos. El silencio era sobrenatural. Kwasi Benefo llegó hasta un río demasiado rápido y profundo para poder cruzarlo a nado. Creyó que ese era el final de su camino.

Pero en aquel momento vio a una anciana sentada en la orilla, que tenía a su lado una fuente llena de amoasis, las mortajas de las mujeres ashanti, y muchos collares de cuentas. Era Amokye, la anciana que da la bienvenida a las almas de las mujeres que llegan a Asamando, el país de los muertos.

-¿Qué buscas? -preguntó Amokye.

-Mis cuatro esposas han muerto y yo he venido a visitarlas. No puedo comer, no puedo dormir, no quiero nada de lo que el mundo les ofrece a los vivos.

-Tú debes de ser Kwasi Benefo; he oído hablar de ti -dijo Amokye. Mucha gente que pasó por aquí me habló de tu desgracia. Tus esposas te nombraron con mucho cariño. Pero no puedo dejarte pasar porque estás vivo. Solo las almas pueden cruzar el río de los muertos.

-Entonces me quedaré aquí hasta que muera y me convierta en un alma -dijo Kwasi.

Amokye, la guardiana, sintió compasión por ese pobre hombre. Hizo que el río se volviera más lento y menos profundo.

-Has sufrido demasiado. Te dejaré pasar. Encontrarás a tus mujeres por allí -dijo, señalando una dirección. Pero aquí ellas son tan transparentes como el aire. Oirás sus voces, pero no podrás verlas.

Kwasi cruzó el río y entró en la tierra de Asamando. Llegó a una casa y entró. Desde fuera llegaba el sonido de una aldea en plena actividad: voces de personas, balidos de animales, el grano pisado en los morteros… Pero no veía nada.

Como por arte de magia, aparecieron un cubo de agua y unas toallas para que pudiera lavarse el polvo del viaje. Ahora oía las voces de sus cuatro mujeres cantando una canción de bienvenida. Una fuente con sus platos preferidos y una jarra de agua clara surgieron de la nada. Mientras comía, las voces de sus mujeres entonaban una canción de alabanza, que hablaba de lo buen marido que había sido para ellas, de su bondad y su gentileza. Sin dejar de cantar, mientras Kwasi se recostaba y se adormecía, le dijeron que Kwasi debía seguir viviendo hasta morir de viejo, que debía casarse otra vez y que su quinta mujer no moriría antes que él. Y cuando su alma llegara a Asamando, todas lo estarían esperando para amarlo otra vez.

Mientras escuchaba esas dulces palabras, Kwasi se durmió profundamente. Al despertar, se encontró otra vez en la selva. Volvió a su casa y apenas se hizo la mañana, llamó a sus amigos y les pidió que lo ayudaran a reparar su casa. Después, con ayuda de todos los pobladores de la aldea, quemó la maleza de sus campos. Kwasi sembró y cosechó y pronto volvió a ser un próspero granjero. Su quinta esposa no murió. Tuvieron muchos hijos y vivieron una vida larga y feliz.

Así cuentan los ancianos la historia de Kwasi Benefo.

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El lago sagrado. Madagascar

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Cuenta el pueblo Antankarana que hace mucho tiempo, donde hoy está el lago Antañavo, existía un gran poblado que contaba con grandes manadas de vacas y con campos de cultivos. En este pueblo vivían un hombre y una mujer quienes tenían un niño de unos seis meses de edad. Una noche, el niño empezó a llorar, sin que la madre supiera qué hacer para calmarlo. A pesar de las caricias de la madre, de mecerle en sus brazos, de intentar darle de mamar, el niño no cesaba de llorar y gritar.

Entonces, la madre cogió al bebé en brazos y fue a pasear con él a las afueras del pueblo, sentándose bajo el gran tamarindo Ambodilôna. La madre pensaba que la brisa y el frescor de la noche calmarían al niño. En cuanto ella se sentó, el niño se calló y se quedó dormido. Entonces, volvió a casa sin hacer ruido pero, nada más entrar, el niño se despertó y comenzó de nuevo a llorar y gritar.

La madre salió de nuevo y volvió a sentarse bajo el tamarindo y, como por arte de magia, el niño dejó de llorar y volvió a dormirse. La madre, que quería volver junto a su marido, se levantó y se dirigió hacia casa. De nuevo, en cuanto la mujer cruzó el umbral de la puerta, el niño se despertó y comenzó a llorar violentamente. Por tres veces hizo la madre lo mismo y tres veces el niño se dormía en cuanto ella se sentaba bajo el árbol y se despertaba cuando ella intentaba entrar en casa. La cuarta vez, decidió pasar la noche bajo el tamarindo.

Apenas había tomado esta decisión cuando todo el pueblo se hundió bajo tierra, desapareciendo con un gran estruendo. Donde hasta entonces había estadio el pueblo no quedaba sino un enorme agujero que de pronto comenzó a llenarse de agua hasta que esta llegó al pie del tamarindo donde la mujer, asustada, sostenía a su hijo entre sus brazos.

En cuanto se hizo de día, la mujer fue corriendo hasta el pueblo más cercano para contarles lo que había sucedido. Desde entonces, el lago adquirió un carácter sagrado. En él viven muchos cocodrilos en los que los antankarana y los sakalava creen que se refugiaron las almas de los antiguos habitantes de la aldea desaparecida bajo las aguas. Por esta razón, no sólo no se les mata sino que se les da comida en ciertas fechas.

Tanto el lago Antañavo, los cocodrilos que en él habitan, como el gran tamarindo Ambodilôna son venerados y se acude a ellos para pedir ayuda. Así, cuando una pareja no acaba de tener hijos, acude al lago e invoca a las almas de los habitantes desaparecidos pidiéndoles que se le conceda una numerosa descendencia, prometiendo a cambio volver para ofrecerles el sacrificio de animales para su alimento. Cuando la petición tiene éxito, la pareja regresa al lago para cumplir lo prometido. Los animales sacrificados se matan muy cerca del agua, parte se echa en el agua y parte de su carne se reparte por las cercanías del lago para provocar que los cocodrilos se alejen lo más posible del agua porque piensan que cuanto más se alejen mayor será la ayuda que proporcionarán. Cuando un antakarana cae enfermo, se le lleva muy cerca del lago, se le lava con sus aguas y dicen que se cura. Está prohibido bañarse en sus aguas e incluso sólo meter en ellas las manos o los pies. Cuando alguien quiere beber o tomar agua del lago, debe hacerlo con la ayuda de un recipiente dispuesto al final de una bara larga y sólo puede beberla a algunos pasos de la orilla.  Se cree que quien viole estas prohibiciones será devorado, pronto o tarde, por los cocodrilos.

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Rabotity. Madagascar

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Rabotity se encaramó en un árbol, pero la rama estaba podrida. Se cayó y se lastimó la pierna.

Rabotity dijo:

-El árbol ha roto la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el árbol.

-Yo soy fuerte -dijo el Árbol- mas el viento me azota y me troncha.

Rabotity dijo:

-El viento azota y troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el viento.

-Yo soy fuerte -dijo el Viento- mas donde el muro se levanta, yo no puedo pasar.

Rabotity dijo:

-El muro pone freno a los vientos; los vientos tronchan el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el muro.

-Yo soy fuerte -dijo el Muro- mas el ratón roe el cemento y abre en él un boquete.

Rabotity dijo:

-El ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el ratón.

-Yo soy fuerte -dijo el Ratón- mas el gato me come.

Rabotity dijo:

-El gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el gato.

-Yo soy fuerte -dijo el Gato- mas la cuerda me estrangula.

Rabotity dijo:

-La cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que la cuerda.

-Yo soy fuerte -dijo la Cuerda- mas el cuchillo me corta.

Rabotity dijo:

-El cuchillo corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el cuchillo.

-Yo soy fuerte -dijo el Cuchillo- mas el fuego me funde.

Rabotity dijo:

-El fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el fuego.

-Yo soy fuerte -dijo el Fuego-; mas el agua me extingue.

Rabotity dijo:

-El agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el agua.

-Yo soy fuerte -dijo el Agua- mas los navíos flotan sobre mi espalda.

Rabotity dijo:

-El navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el navío.

-Yo soy fuerte -dijo el Navío- mas al dar contra las rocas me estrello.

Rabotity dijo:

-Contra las rocas se estrella el navío; el navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que la roca.

-Yo soy fuerte -dijo la Roca- mas el cangrejo anida en mí.

Rabotity dijo:

-El cangrejo anida en la roca; contra la roca se estrella el navío; el navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el cangrejo.

-Yo soy fuerte -dijo el Cangrejo- mas el hombre me caza y arranca las patas.

Rabotity dijo:

-El hombre caza al cangrejo; el cangrejo anida en la roca; contra la roca se estrella el navío; el navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el hombre.

-Yo soy fuerte -dijo el Hombre; mas Zanahary, el dios de Madagascar, me envía la muerte.

Rabotity dijo:

-Zanahary envía la muerte al hombre; el hombre caza al cangrejo; el cangrejo anida en la roca; contra la roca se estrella el navío; el navío flota en el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; NADA HAY MÁS PODEROSO Y FUERTE QUE ZANAHARY

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El cuarteto de cuerdas. V. Woolf

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Bueno, aquí estamos, y si lanzas una ojeada a la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías y los autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a decir, landos con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión, trazando líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a albergar dudas…

Sobre si es verdad, tal como dicen, que la Calle Regent está floreciente, y que el Tratado se ha firmado, y que el tiempo no es frío si tenemos en cuenta la estación, e incluso que a este precio ya no se consiguen departamentos, y que el peor momento de la gripe ha pasado; si pienso en que he olvidado escribir con referencia a la gotera de la despensa, y que me dejé un guante en el tren; si los vínculos de sangre me obligan, inclinándome al frente, a aceptar cordialmente la mano que quizá me ofrecen dubitativamente…

-¡Siete años sin vernos!

-La última vez fue en Venecia.

-¿Y dónde vives ahora?

-Bueno, es verdad que prefiero que sea a última hora de la tarde, si no es pedir demasiado…

-¡Pero yo te he reconocido al instante!

-La guerra representó una interrupción…

Si la mente está siendo atravesada por semejantes dardos, y debido a que la sociedad humana así lo impone, tan pronto uno de ellos ha sido lanzado, ya hay otro en camino; si esto engendra calor, y además han encendido la luz eléctrica; si decir una cosa deja detrás, en tantos casos, la necesidad de mejorar y revisar, provocando además arrepentimientos, placeres, vanidades y deseos; si todos los hechos a que me he referido, y los sombreros, y las pieles sobre los hombros, y los fracs de los caballeros, y las agujas de corbata con perla, es lo que surge a la superficie, ¿qué posibilidades tenemos?

¿De qué? Cada minuto se hace más difícil decir por qué, a pesar de todo, estoy sentada aquí creyendo que no puedo decir qué, y ni siquiera recordar la última vez que ocurrió.

-¿Viste la procesión?

-El rey me pareció frío.

-No, no, no. Pero, ¿qué decías?

-Que ha comprado una casa en Malmesbury.

-¡Vaya suerte encontrarla!

Contrariamente, tengo la fuerte impresión de que esa mujer, sea quien fuere, ha tenido muy mala suerte, ya que todo es cuestión de departamentos y de sombreros y de gaviotas, o así parece ser, para este centenar de personas aquí sentadas, bien vestidas, encerradas entre paredes, con pieles, repletas, y conste que de nada puedo alardear por cuanto también yo estoy pasivamente sentada en una dorada silla, limitándome a dar vueltas y revueltas a un recuerdo enterrado, tal como todos hacemos, por cuanto hay indicios, si no me equivoco, de que todos estamos recordando algo, buscando algo furtivamente. ¿Por qué inquietarse? ¿Por qué tanta ansiedad acerca de la parte de los mantos correspondiente al asiento; y de los guantes, si abrochar o desabrochar? Y mira ahora esa anciana cara, sobre el fondo del oscuro lienzo, hace un momento cortés y sonrosada; ahora taciturna y triste, cual ensombrecida. ¿Ha sido el sonido del segundo violín, siendo afinado en la antesala? Ahí vienen. Cuatro negras figuras, con sus instrumentos, y se sientan de cara a los blancos rectángulos bajo el chorro de luz; sitúan los extremos de sus arcos sobre el atril; con un simultáneo movimiento los levantan; los colocan suavemente en posición, y, mirando al intérprete situado ante él, el primer violín cuenta uno, dos, tres… ¡Floreo, fuente, florecer, estallido! El peral en lo alto de la montaña. Chorros de fuente; gotas descienden. Pero las aguas del Ródano se deslizan rápidas y hondas, corren bajo los arcos, y arrastran las hojas caídas al agua, llevándose las sombras sobre el pez de plata, el pez moteado es arrastrado hacia abajo por las veloces aguas, y ahora impulsado en este remanso donde -es difícil esto- se aglomeran los peces, todos en un remanso; saltando, salpicando, arañando con sus agudas aletas; y tal es el hervor de la corriente que los amarillos guijarros se revuelven y dan vueltas, vueltas, vueltas, vueltas -ahora liberados-, y van veloces corriente abajo e incluso, sin que se sepa cómo, ascienden formando exquisitas espirales en el aire; se curvan como delgadas cortezas bajo la copa de un plátano; y suben, suben… ¡Cuán bella es la bondad de aquellos que, con paso leve, pasan sonriendo por el mundo! ¡Y también en las viejas pescaderas alegres, en cuclillas bajo arcos, viejas obscenas, que ríen tan profundamente y se estremecen y balancean, al andar, de un lado para otro, ju, ja!

-Mozart de los primeros tiempos, claro está…

-Pero la melodía, como todas estas melodías, produce desesperación, quiero decir esperanza. ¿Qué quiero decir? ¡Esto es lo peor de la música! Quiero bailar, reír, comer pasteles de color de rosa, beber vino leve y con mordiente. O, ahora, un cuento indecente… me gustaría. A medida que una entra en años, le gusta más la indecencia. ¡Ja, ja! Me río. ¿De qué? No has dicho nada, ni tampoco el anciano caballero de enfrente. Pero supongamos, supongamos… ¡Silencio!

El melancólico río nos arrastra. Cuando la luna sale por entre las lánguidas ramas del sauce, veo tu cara, oigo tu voz, y el canto del pájaro cuando pasamos junto al mimbral. ¿Qué murmuras? Pena, pena. Alegría, alegría. Entretejidos, como juncos a la luz de la luna. Entretejidos, sin que se puedan destejer, entremezclados, atados con el dolor, liados con la pena, ¡choque!

La barca se hunde. Alzándose, las figuras ascienden, pero ahora, delgadas como hojas, afilándose hasta convertirse en un tenebroso espectro que, coronado de fuego, extrae de mi corazón sus mellizas pasiones. Para mí canta, abre mi pena, ablanda la compasión, inunda de amor el mundo sin sol, y tampoco, al cesar, cede en ternura, sino que hábil y sutilmente va tejiendo y destejiendo, hasta que en esta estructura, esta consumación, las grietas se unen; ascienden, sollozan, se hunden para descansar, la pena y la alegría.

¿Por qué apenarse? ¿Qué quieres? ¿Sigues insatisfecha? Diría que todo ha quedado en reposo. Sí, ha sido dejado en descanso bajo un cobertor de pétalos de rosa que caen. Caen. Pero, ah, se detienen. Un pétalo de rosa que cae desde una enorme altura, como un diminuto paracaídas arrojado desde un globo invisible, da la vuelta sobre sí mismo, se estremece, vacila. No llegará hasta nosotros.

-No, no, no he notado nada. Esto es lo peor de la música, esos tontos ensueños. ¿Decías que el segundo violín se ha retrasado?

Ahí va la vieja señora Munro, saliendo a tientas. Cada día está más ciega, la pobre. Y con este suelo resbaladizo.

Ciega ancianidad, esfinge de gris cabeza… Ahí está, en la acera, haciendo señas, tan severamente, al autobús rojo.

-¡Delicioso! ¡Pero qué bien tocan! ¡Qué – qué – qué!

La lengua no es más que un badajo. La mismísima simplicidad. Las plumas del sombrero contiguo son luminosas y agradables, como una matraca infantil. La hoja del plátano destella en verde por la rendija de la cortina. Muy extraño, muy excitante.

-¡Qué – qué – qué! ¡Silencio!

Estos son los enamorados sobre el césped.

-Señora, si me permite que coja su mano…

-Señor, hasta mi corazón le confiaría. Además hemos dejado los cuerpos en la sala del banquete. Y eso que está sobre el césped son las sombras de nuestras almas.

-Entonces, esto son abrazos de nuestras almas.

Los limoneros se mueven dando su asentimiento. El cisne se aparta de la orilla y flota ensoñado hasta el centro de la corriente.

-Pero, volviendo a lo que hablábamos. El hombre me siguió por el pasillo y, al llegar al recodo, me pisó los encajes del viso. ¿Y qué otra cosa podía hacer sino gritar ¡Ah!, pararme y señalar con el dedo? Y entonces desenvainó la espada, la esgrimió como si con ella diera muerte a alguien, y gritó: ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! Ante lo cual yo grité, y el príncipe, que estaba escribiendo en el gran libro de pergamino, junto a la ventana del mirador, salió con su capelo de terciopelo y sus zapatillas de piel, arrancó un estoque de la pared -regalo del rey de España, ¿sabe?-, ante lo cual yo escapé, echándome encima esta capa para ocultar los destrozos de mi falda, para ocultar… ¡Escuche! ¡Las trompas!

El caballero contesta tan aprisa a la dama, y la dama sube la escalinata con tal ingenioso intercambio de cumplidos que ahora culminan con un sollozo de pasión, que no cabe comprender las palabras a pesar de que su significado es muy claro -amor, risa, huida, persecución, celestial dicha-, todo ello surgido, como flotando, de las más alegres ondulaciones de tierno cariño, hasta que el sonido de las trompas de plata, al principio muy a lo lejos, se hace gradualmente más y más claro, como si senescales saludaran al alba o anunciaran temiblemente la huida de los enamorados… El verde jardín, el lago iluminado por la luna, los limoneros, los enamorados y los peces se disuelven en el cielo opalino, a través del cual, mientras a las trompas se unen las trompetas, y los clarines les dan apoyo, se alzan blancos arcos firmemente asentados en columnas de mármol… Marcha y trompeteo. Metálico clamor y clamoreo. Firme asentamiento. Rápidos cimientos. Desfile de miríadas. La confusión y el caos bajan a la tierra. Pero esta ciudad hacia la que viajamos carece de piedra y carece de mármol, pende eternamente, se alza inconmovible, y tampoco hay rostro, y tampoco hay bandera, que reciba o dé la bienvenida. Deja pues que tu esperanza perezca; abandono en el desierto mi alegría; avancemos desnudos. Desnudas están las columnatas, a todos ajenas, sin proyectar sombras, resplandecientes, severas. Y entonces me vuelvo atrás, perdido el interés, deseando tan sólo irme, encontrar la calle, fijarme en los edificios, saludar a la vendedora de manzanas, decir a la doncella que me abre la puerta: Noche estrellada.

-Buenas noches, buenas noches. ¿Va en esta dirección?

-Lo siento, voy en la otra.

Seguir leyendo «El cuarteto de cuerdas. V. Woolf»

La duquesa y el joyero. Virginia Woolf.

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Oliver Bacon vivía en lo alto de una casa junto a Green Park. Tenía un departamento; las sillas estaban colocadas de manera que el asiento quedaba perfectamente orientado, sillas forradas en piel. Los sofás llenaban los miradores de las ventanas, sofás forrados con tapicería. Las ventanas, tres alargadas ventanas, estaban debidamente provistas de discretos visillos y cortinas de satén. El aparador de caoba ocupaba un discreto espacio, y contenía los brandys, los whiskys y los licores que debía contener. Y, desde la ventana central, Oliver Bacon contemplaba las relucientes techumbres de los elegantes automóviles que atestaban los atestados vericuetos de Piccadilly. Difícilmente podía imaginarse una posición más céntrica. Y a las ocho de la mañana le servían el desayuno en bandeja; se lo servía un criado; el criado desplegaba la bata carmesí de Oliver Bacon; él abría las cartas con sus largas y puntiagudas uñas, y extraía gruesas cartulinas blancas de invitación, en las que sobresalían de manera destacada los nombres de duquesas, condesas, vizcondesas y honorables damas. Después Oliver Bacon se aseaba; después se comía las tostadas; después leía el periódico a la brillante luz de la electricidad.

Dirigiéndose a sí mismo, decía: «Hay que ver, Oliver… Tú que comenzaste a vivir en una sucia calleja, tú que…», y bajaba la vista a sus piernas, tan elegantes, enfundadas en los perfectos pantalones, y a sus botas, y a sus polainas. Todo era elegante, reluciente, del mejor paño, cortado por las mejores tijeras de Savile Row. Pero a menudo Oliver Bacon se desmantelaba y volvía a ser un muchacho en una oscura calleja. En cierta ocasión pensó en la cumbre de sus ambiciones: vender perros robados a elegantes señoras en Whitechapel. Y lo hizo. «Oh, Oliver», gimió su madre. «¡Oh, Oliver! ¿Cuándo sentarás cabeza?»… Después Oliver se puso detrás de un mostrador; vendió relojes baratos; después transportó una cartera de bolsillo a Ámsterdam… Al recordarlo, solía reír por lo bajo… el viejo Oliver evocando al joven Oliver. Sí, hizo un buen negocio con los tres diamantes, y también hubo la comisión de la esmeralda. Después de esto, pasó al despacho privado, en la trastienda de Hatton Garden; el despacho con la balanza, la caja fuerte, las gruesas lupas. Y después… y después… Rió por lo bajo. Cuando Oliver pasaba por entre los grupitos de joyeros, en los cálidos atardeceres, que hablaban de precios, de minas de oro, de diamantes y de informes de África del Sur, siempre había alguno que se ponía un dedo sobre la parte lateral de la nariz y murmuraba «hum-m-m», cuando Oliver pasaba. No era más que un murmullo, no era más que un golpecito en el hombro, que un dedo en la nariz, que un zumbido que recorría los grupitos de joyeros en Hatton Garden, un cálido atardecer ¡Hacía muchos años…! Pero Oliver todavía lo sentía recorriéndole el espinazo, todavía sentía el codazo, el murmullo que significaba: «Mírenlo -el joven Oliver, el joven joyero- ahí va.» Y realmente era joven entonces. Y comenzó a vestir mejor y mejor; y tuvo, primero, un cabriolé; después un automóvil; y primero fue a platea y después a palco. Y tenía una villa en Richmond, junto al río, con rosales de rosas rojas; y Mademoiselle solía cortar una rosa todas las mañanas, y se la ponía en el ojal, a Oliver.

-Vaya -dijo Oliver, mientras se ponía en pie y estiraba las piernas-. Vaya…

Y quedó en pie bajo el retrato de una vieja señora, encima de la chimenea, y levantó las manos.

-He cumplido mi palabra -dijo juntando las palmas de las manos, como si rindiera homenaje a la señora-. He ganado la apuesta.

Y no mentía; era el joyero más rico de Inglaterra; pero su nariz, larga y flexible, como la trompa de un elefante, parecía decir mediante el curioso temblor de las aletas (aunque se tenía la impresión de que la nariz entera temblara, y no sólo las aletas) que todavía no estaba satisfecho, todavía olía algo, bajo la tierra, un poco más allá. Imaginemos a un gigantesco cerdo en un terreno fecundo en trufas; después de desenterrar esta trufa y aquella otra, todavía huele otra mayor, más negra, bajo la tierra, un poco más allá. De igual manera, Oliver siempre husmeaba en la rica tierra de Mayfair otra trufa, más negra, más grande, un poco más allá.

Ahora rectificó la posición de la perla de la corbata, se enfundó en su elegante abrigo azul, y cogió los guantes amarillos y el bastón. Balanceándose, bajó la escalera, y en el momento de salir a Piccadilly, medio resopló, medio suspiró, por su larga y aguda nariz. Ya que, ¿acaso no era todavía un hombre triste, un hombre insatisfecho, un hombre que busca algo oculto, a pesar de que había ganado la apuesta?

Siempre se balanceaba un poco al caminar, igual que el camello del zoológico se balancea a uno y otro lado, cuando camina por entre los senderos de asfalto, atestados de tenderos acompañados por sus esposas, que comen el contenido de bolsas de papel y arrojan al sendero porcioncillas de papel de plata. El camello desprecia a los tenderos; el camello no está contento de su suerte; el camello ve el lago azul, y la orla de palmeras a su alrededor. De igual manera el gran joyero, el más grande joyero del mundo entero, avanzaba balanceándose por Piccadilly, perfectamente vestido, con sus guantes, con su bastón, pero todavía descontento, hasta que llegó a la oscura tiendecilla que era famosa en Francia, en Alemania, en Austria, en Italia, y en toda América: la oscura tiendecilla en la Calle Bond.

Como de costumbre, cruzó la tienda sin decir palabra, a pesar de que los cuatro hombres, los dos mayores, Marshall y Spencer, y los dos jóvenes, Hammond y Wicks, se irguieron y le miraron, con envidia. Sólo por el medio de agitar un dedo, enfundado en guante de color de ámbar, dio Oliver a entender que se había dado cuenta de la presencia de los cuatro. Y entró y cerró tras sí la puerta de su despacho privado.

A continuación, abrió la cerradura de las rejas que protegían la ventana. Entraron los gritos de la Calle Bond; entró el distante murmullo del tránsito. La luz reflejada en la parte trasera de la tienda se proyectaba hacia lo alto. Un árbol agitó seis hojas verdes, porque corría el mes de junio. Pero Mademoiselle se había casado con el señor Pedder, de la destilería de la localidad, y ahora nadie le ponía a Oliver rosas en el ojal.

-Vaya -medio suspiró, medio resopló- vaya…

Entonces oprimió un resorte en la pared, y los paneles de madera resbalaron lentamente a un lado, revelando, detrás, las cajas fuertes de acero, cinco, no, seis, todas ellas de bruñido acero. Dio la vuelta a una llave; abrió una; luego otra. Todas ellas estaban forradas con grueso terciopelo carmesí, y en todas reposaban joyas: pulseras, collares, anillos, tiaras, coronas ducales, piedras sueltas en cajitas de cristal, rubíes, esmeraldas, perlas, diamantes. Todas seguras, relucientes, frías pero ardiendo, eternamente, con su propia luz comprimida.

-¡Lágrimas! -dijo Oliver contemplando las perlas.

-¡Sangre del corazón! -dijo mirando los rubíes.

-¡Pólvora! -prosiguió, revolviendo los diamantes de manera que lanzaron destellos y llamas.

-Pólvora suficiente para volar Mayfair hasta las nubes, y más arriba, más arriba, más arriba-. Y lo dijo echando la cabeza atrás y emitiendo sonidos como los del relincho del caballo.

El teléfono emitió un zumbido de untuosa cortesía, en voz baja, en sordina, sobre la mesa. Oliver cerró la caja de caudales.

-Dentro de diez minutos -dijo-. Ni un minuto antes.

Se sentó detrás del escritorio y contempló las cabezas de los emperadores romanos grabadas en los gemelos de la camisa. Una vez más se desmanteló y otra vez volvió a ser el muchachuelo que jugaba a canicas, en la calleja donde se venden perros robados, los domingos. Se transformó en aquel voluntarioso y astuto muchachito, con labios rojos como cerezas húmedas. Metía los dedos en montones de tripa; los hundía en sartenes llenas de pescado frito; escabullándose salía y penetraba en multitudes. Era flaco, ágil, con ojos como piedras pulidas. Y ahora… ahora… las saetas del reloj seguían avanzando al son del tic-tac, uno, dos, tres, cuatro… La duquesa de Lambourne esperaba por el placer de Oliver; la duquesa de Lambourne, hija de cien vizcondes. Esperaría durante diez minutos, en una silla junto al mostrador. Esperaría, por placer de Oliver. Esperaría hasta que Oliver quisiera recibirla. Oliver contemplaba el reloj alojado en su caja forrada de cuero. La saeta avanzaba. Con cada uno de sus tic-tacs, el reloj entregaba a Oliver -esto parecía- paté de foie gras, una copa de champaña, otra de brandy viejo, un cigarro que valía una guinea. El reloj lo iba dejando todo sobre la mesa, a su lado, mientras transcurrían los diez minutos. Entonces oyó suaves y lentos pasos acercándose; un rumor en el pasillo. Se abrió la puerta. El señor Hammond quedó pegado a la pared.

El señor Hammond anunció:

-¡Su gracia, la Duquesa!

Y esperó allí, pegado a la pared.

Y Oliver, al ponerse en pie, oyó el rumor del vestido de la Duquesa, que se acercaba por el pasillo. Después la Duquesa se cernió sobre él, ocupando el vano de la puerta por entero, llenando el cuarto con el aroma, el prestigio, la arrogancia, la pompa, el orgullo de todos los duques y de todas las duquesas, alzados en una sola ola. Y, de la misma forma que rompe una ola, la Duquesa rompió, al sentarse, avanzando y salpicando, cayendo sobre Oliver Bacon, el gran joyero, y cubriéndolo de vivos y destellantes colores, verde, rosado, violeta; y de olores; y de iridiscencias; centellas saltaban de los dedos, se desprendían de las plumas, rebrillaban en la seda; ya que la Duquesa era muy corpulenta, muy gorda, prietamente enfundada en tafetán de color de rosa, y pasada ya la flor de la edad. De la misma manera que una sombrilla con muchas varillas, que un pavo real con muchas plumas, cierra las varillas, pliega las plumas, la Duquesa se apaciguó, se replegó, en el momento de hundirse en el sillón de cuero.

-Buenos días, señor Bacon -dijo la Duquesa. Y alargó la mano que había salido por el corte rectilíneo de su blanco guante. Y Oliver se inclinó profundamente al estrechar la mano. En el instante en que sus manos se tocaron volvió a formarse una vez más el vínculo que les unía. Eran amigos, y, al mismo tiempo, enemigos; él era amo, ella era ama; cada cual engañaba al otro, cada cual necesitaba al otro, cada cual temía al otro, cada cual sabía lo anterior, y se daba cuenta de ello siempre que sus manos se tocaban, en el cuartito de la trastienda, con la blanca luz fuera, y el árbol con sus seis hojas, y el sonido de la calle a lo lejos, y las cajas fuertes a espaldas de los dos.

-Ah, Duquesa, ¿en qué puedo servirla hoy? -dijo Oliver en voz baja.

La Duquesa le abrió su corazón, su corazón privado, de par en par. Y, con un suspiro, aunque sin palabras, extrajo del bolso una alargada bolsa de cuero, que parecía un flaco hurón amarillo. Y por la apertura de la barriga del hurón, la Duquesa dejó caer perlas, diez perlas. Rodando cayeron por la apertura de la barriga del hurón -una, dos, tres, cuatro-, como huevos de un pájaro celestial.

-Son cuanto me queda, mi querido señor Bacon -gimió la Duquesa-. Cinco, seis, siete… rodando cayeron por las pendientes de las vastas montañas cuyas laderas se hundían entre las rodillas de la Duquesa, hasta llegar a un estrecho valle, la octava, la nona, y la décima. Y allí quedaron, en el resplandor del tafetán del color de la flor del melocotón. Diez perlas.

-Del cinto de los Appleby -dijo dolida la Duquesa-. Las últimas… Cuantas quedaban…

Oliver se inclinó y cogió una perla entre índice y pulgar. Era redonda, era reluciente. Pero, ¿era auténtica o falsa? ¿Volvía la Duquesa a mentirle? ¿Sería capaz de hacerlo otra vez?

La Duquesa se llevó un dedo rollizo a los labios.

-Si el Duque lo supiera… -murmuró-. Querido señor Bacon, una racha de mala suerte…

¿Había vuelto a jugar, realmente?

-¡Ese villano! ¡Ese sinvergüenza! -dijo la Duquesa entre dientes.

¿El hombre con el pómulo partido? Mal bicho, ciertamente. Y el Duque, que era recto como una vara, con sus patillas, la dejaría sin un céntimo, la encerraría allá abajo… Qué sé yo, pensó Oliver, y dirigió una mirada a la caja de caudales.

-Araminta, Daphne, Diana -gimió la Duquesa-. Es para ellas.

Las damas Araminta, Daphne y Diana, las hijas de la Duquesa. Oliver las conocía; las adoraba. Pero Diana era aquella a la que amaba.

-Sabe usted todos mis secretos -dijo la Duquesa mirando de soslayo a Oliver. Lágrimas resbalaron; lágrimas cayeron; lágrimas como diamantes, que se cubrieron de polvo en las veredas de las mejillas de la Duquesa, del color de la flor del cerezo.

-Viejo amigo -murmuró la Duquesa- viejo amigo.

-Viejo amigo -repitió Oliver- viejo amigo-, como si lamiera las palabras.

-¿Cuánto? -preguntó Oliver.

La Duquesa cubrió las perlas con la mano.

-Veinte mil -murmuró la Duquesa.

Pero, ¿era auténtica o falsa, aquella perla que Oliver tenía en la mano? El cinto de los Appleby, ¿pero es que no lo había vendido ya la Duquesa? Llamaría a Spencer o a Hammond.

-Tenga y haga la prueba de autenticidad -diría Oliver. Se inclinó hacia el timbre.

-¿Vendrá mañana? -preguntó la Duquesa en tono de encarecida invitación, interrumpiendo así a Oliver-. El Primer Ministro… Su Alteza Real… -La Duquesa se calló-. Y Diana… -añadió.

Oliver alejó la mano del timbre.

Miró por encima del hombro de la Duquesa las paredes traseras de las casas de la Calle Bond. Pero no vio las casas de la Calle Bond, sino un río turbulento, y truchas y salmones saltando, y el Primer Ministro, y también se vio a sí mismo con chaleco blanco, y luego vio a Diana. Bajó la vista a la perla que tenía en la mano. ¿Cómo iba a someterla a prueba, a la luz del río, a la luz de los ojos de Diana? Pero los ojos de la Duquesa lo estaban mirando.

-Veinte mil -gimió la Duquesa-. ¡Es mi honor!

¡El honor de la madre de Diana! Oliver cogió el talonario; sacó la pluma.

-Veinte… -escribió. Entonces dejó de escribir. Los ojos de la vieja mujer retratada lo estaban mirando, los ojos de aquella vieja que era su madre.

-¡Oliver! -le decía su madre-. ¡Un poco de sentido común! ¡No seas loco!

-¡Oliver! -suplicó la Duquesa (ahora era Oliver y no señor Bacon)-. ¿Vendrá a pasar un largo final de semana?

¡A solas en el bosque con Diana! ¡Cabalgando a solas en el bosque con Diana!

-Mil -escribió, y firmó el talón.

-Tenga -dijo Oliver.

Y se abrieron todas las varillas de la sombrilla, todas las plumas del pavo real, el resplandor de la ola, las espadas y las lanzas de Agincourt, cuando la Duquesa se levantó del sillón. Y los dos viejos y los dos jóvenes, Spencer y Marshall, Wicks y Hammond, se pegaron a la pared, detrás del mostrador, envidiando a Oliver, mientras éste acompañaba a la Duquesa, a través de la tienda, hasta la puerta. Y Oliver agitó su guante amarillo ante las narices de los cuatro, y la Duquesa conservó su honor -un talón de veinte mil libras, con la firma de Oliver- firmemente en sus manos.

-¿Son auténticas o son falsas? -preguntó Oliver, cerrando la puerta de su despacho privado.

Allí estaban las diez perlas sobre el papel secante, en el escritorio. Fue con ellas a la ventana. Con la lupa las miró a la luz… ¡Aquella era la trufa que había extraído de la tierra! Podrida por dentro…

-Perdóname, madre -suspiró Oliver, levantando la mano, como si pidiera perdón a la vieja retratada. Y, una vez más, fue un chicuelo en la calleja en donde vendían perros robados los domingos.

-Porque -murmuró juntando las palmas de las manos- será un fin de semana largo.

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El gato persa. Tradición oral

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Cierto mercader de Isfahan, al llegar en una caravana a un oasis, ya entrada la noche, encontró a un grupo de bandidos que golpeaban y robaban a un desconocido.

Después de que hubo dispersado a los rufianes hacia el desierto, el mercader  se volvió para auxiliar al desafortunado desconocido hasta el caravansari ( en oriente es la posada que se destina a la gente que viaja en una caravana), pagó por su cama y su comida   e insistió en acompañarlo hasta que se recuperara.

La noche siguiente, el desconocido -alabado sea el Gran Unico- estaba suficientemente recuperado como para poder sentarse con el mercader junto a una fogata afuera de la tienda.

Más arriba de las palmeras verde oscuro, las estrellas brillaban y resplandecían en la azul medianoche del cielo. El humo de la fogata se elevaba serpenteando suavemente en la fresca brisa formando y volviendo a formar una interminable procesión de cambiantes configuraciones.

Después de un largo silencio, durante el cual ambos miraban con fijeza el fuego, el extranjero tocó al mercader en la manga y dijo:

El mercader contestó:

– He vivido una vida muy buena y felíz con mi familia. He tenido éxito en mi oficio y en este momento no podría desear nada más que estar sentado aquí, en este hermoso y apacible lugar, mirando el fuego, el humo que se arremolina y las estrellas.

El mago afirmó con la cabeza.

– Muy bien. Te haré un regalo con esos mismos elementos para que lo puedas conservar por siempre.

El mago tomó una pequeña lengua de fuego, la luz de dos estrellas distantes, una madeja del rizado humo gris, las amasó y les dió forma en el hueco de sus manos, que se movían con habilidad hasta que surgió de adentro un dulce maullido y un exquisito ronroneo y apareció el más maravilloso gatito que nunca antes se hubiera visto. Tenía pelaje gris humo, espeso y corto, ojos brillantes como estrellas, y la punta de su lengua parecía de fuego. Jugaba y ronroneaba y ondulaba la cola como el humo ascendente.

El mago pidió al mercader:

– Lleva a esta hermosa criatura a tu casa; será un amigo para tu familia y un bello objeto en tu hogar por el resto de tus días.

Y esta es la extraña y maravillosa historia de cómo el gato persa llegó a este mundo.

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Simork. Antiguo cuento de Persia

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Había Uno y no había nadie, salvo Dios nada había, y Él tenía tres hijos: El príncipe Kiumars 1, el príncipe Ŷamshid 2 y el menor, el príncipe Jorshid-Mitra 3, que no tenía madre. Era el favorito del rey porque era el más valiente de todos.

En el jardín del palacio crecía un granado 4 que sólo tenía tres granadas, cuyos granos eran fabulosas gemas que brillaban como faroles en la noche. Cuando las granadas madurasen se convertirían en tres hermosas muchachas que llegarían a ser las esposas de los tres príncipes. Cada noche, por orden del rey, uno de sus hijos custodiaba el árbol, no fuera que alguien robase las granadas. Una noche, estando el príncipe Ŷamshid vigilando el árbol, se quedó dormido y, al día siguiente, una de las granadas había desaparecido. La noche siguiente estuvo de guardia el príncipe Kiumars, pero también se quedó dormido y a la mañana siguiente otra granada había desaparecido. Cuando le llegó el turno al príncipe Jorshid, se hizo un corte en uno de sus dedos y lo restregó con sal, de forma que el escozor le mantuviera despierto. Poco después de la medianoche una nube apareció sobre el árbol y una mano, saliendo de ella, recolectó la última granada. El príncipe Jorshid sacó su espada y le cortó un dedo. La mano y la nube desaparecieron rápidamente.

Por la mañana, cuando el rey vio gotas de sangre en el suelo, ordenó a sus hijos que las siguieran, encontraran al ladrón y recuperaran las granadas robadas. Los tres príncipes siguieron las gotas de sangre cruzando montañas y desiertos hasta que llegaron a un profundo pozo 5 donde terminaba el rastro. El príncipe Ŷamshid se ofreció para que le bajaran al pozo con una cuerda para investigar. No había realizado la mitad del descenso cuando chilló: «Subidme, subidme, me estoy quemando».

Sus hermanos le izaron. Luego el príncipe Kiumars descendió a su vez y pronto le oyeron también gritar que se estaba quemando. Cuando el príncipe Jorshid decidió bajar, dijo a sus hermanos que, por fuerte que gritara, no deberían izarle sino soltar más cuerda; y que luego le esperasen solamente hasta el anochecer. Si por entonces no había dado señales, podrían volver a casa. El príncipe Jorshid entró en el pozo y, a despecho del insoportable calor, descendió todo el trayecto hasta el fondo, y allí encontró a una joven muchacha, hermosa como la Luna llena. En su regazo yacía la cabeza de un div dormido, cuyos estruendosos ronquidos llenaban el aire de calor y de humo. Susurró: «Príncipe Jorshid, ¿qué haces aquí? Si este div se despertara, te mataría seguro, como ya ha matado a muchos otros. Vete mientras aún estás a tiempo». El príncipe Jorshid, que quedó enamorado al primer vistazo, se negó. Le preguntó quién era ella y que hacía allí. «Mis dos hermanas y yo somos cautivas de este div y de sus dos hermanos. Mis hermanas están prisioneras en otros dos pozos donde los divs han escondido riquezas robadas por casi todo el mundo».

El príncipe Jorshid dijo: «Voy a matar al div y liberaros a ti y a tus hermanas. Pero le despertaré primero; no quiero matarle mientras duerme». El príncipe rascó las plantas de los pies del div hasta que éste abrió los ojos y se puso de pie. Rugiendo, el div cogió una piedra de molino y se la tiró al príncipe; pero éste se echó rápidamente a un lado, sacó la espada, e invocando a Dios, partió en dos al div 6. Tras esto fue a los otros dos pozos, acabó con los divs y rescató a las hermanas de su amada. También recogió el tesoro.

Como aún no había oscurecido, sus hermanos estaban todavía esperándole y cuando les llamó empezaron a tirar de la cuerda. La muchacha a quien el príncipe Jorshid amaba quiso que él subiera antes que ella, porque sabía que cuando sus hermanos vieran las joyas se pondrían celosos y no le izarían. Pero el príncipe insistió en que ella subiera primero. Cuando vio que no podría hacerle cambiar de parecer le dijo: «Si tus hermanos no te izan y te dejan aquí, hay dos cosas que debes saber: la primera, es que hay en esta tierra un gallo dorado y una linterna dorada que pueden conducirte hasta mí. El gallo está en un cofre y cuando lo abras cantará para ti. Y cuando cante, brotarán de su pico gemas de todas clases. La linterna dorada es luminosa por sí misma, y su brillo es eterno. La segunda cosa que debes saber es esta: cuando la noche esté más avanzada, vendrán dos bueyes que lucharán entre sí. Uno es negro, el otro blanco. Si saltas sobre el buey blanco te sacará del pozo, pero si, por error, saltas sobre el negro, te llevará siete niveles más abajo».

Como ella había predicho, cuando los príncipes Ŷamshid y Kiumars vieron a las muchachas y los cofres de oro y de plata, se pusieron celosos de los logros de su hermano. Sabedores de que su padre seguramente le daría el reino, cortaron la cuerda y la dejaron caer al fondo del pozo 7. Luego, regresaron a casa y dijeron a su padre que sólo quedaban ellos, que habían rescatado a las muchachas, matado a los divs, y traído todo el tesoro, y que el príncipe Jorshid no había regresado. El príncipe Jorshid tenía el corazón destrozado. Vio a dos bueyes aproximarse y se puso de pie mientras empezaban a pelear. En su excitación saltó sobre la espalda del buey negro y cayó con él siete niveles más abajo 8. Cuando abrió los ojos, se encontró en una verde pradera desde la que se veía una ciudad en la lejanía. Empezó a caminar hacia ella y vio a un campesino arando. Estaba hambriento y sediento, y le pidió pan y agua. El hombre le dijo que tuviera mucho cuidado y que no hablase muy alto, pues había dos leones en las cercanías; si le oían, saldrían y se comerían los bueyes. Luego le propuso: «Hazte cargo del arado y te conseguiré algo para comer».

El príncipe Jorshid empezó a arar, dirigiendo a los bueyes en voz alta. Dos leones rugientes cargaron hacia él, pero el príncipe capturó a los leones, soltó a los bueyes y unció los leones al arado. Cuando el campesino regresó quedó sorprendidísimo. El príncipe Jorshid le dijo: «No temas, los leones son ahora inofensivos y no te herirán ni a ti ni a tus bueyes. Pero si no estás a gusto con ellos, los dejaré ir». Cuando vio que el granjero seguía reacio a aproximarse a los leones, los desató y se fueron por donde habían venido 9.

El hombre había traído comida pero no agua. Explicó: «No hay agua en la ciudad porque un dragón está durmiendo frente a la fuente. Cada sábado se lleva una muchacha a la fuente y así, cuando el dragón se desplaza para devorarla, corre algo de agua por las canalizaciones de la ciudad y la gente puede recoger la sufi ciente para la semana siguiente. Este sábado, la hija del rey va a ser entregada al dragón».

El príncipe Jorshid hizo que el campesino le llevara ante el rey. «¿Cuál será mi recompensa si mato al dragón y salvo la vida de tu hija?». El rey replicó: «Cualquier cosa que desees y que esté en mi mano» 10.

Llegó el sábado y el príncipe fue con la muchacha a la fuente. En el momento en que el dragón se acercó para devorarla, el príncipe Jorshid invocó el nombre de Dios y mató al monstruo. Toda la ciudad celebró con alegría el acontecimiento. El rey preguntó al príncipe Jorshid qué recompensa deseaba, y éste anunció que su único deseo era regresar a su país. El rey dijo: «El único que puede hacerte subir siete niveles es el Simorq. Vive en un bosque cercano. Cada año pone tres huevos y cada año sus polluelos son devorados por una serpiente. Si pudieras matar a la serpiente, seguramente te llevaría a casa».

El príncipe Jorshid fue al bosque y encontró el árbol en el que el Simorq tenía su nido. Mientras estaba mirando, vio una serpiente trepando por el árbol para comerse a los asustados polluelos. Invocando el nombre de Dios, cortó a la serpiente en trocitos y alimentó con algunos de ellos a los hambrientos polluelos que estaban esperando que su madre les trajera comida. Guardó el resto para más tarde y se echó a dormir bajo el árbol. Cuando el Simorq voló sobre el nido y vio al príncipe Jorshid, pensó que era el que todos los años se comía a sus polluelos.

Se preparó para matarle, pero sus polluelos le gritaron que él era quien les había salvado de su enemigo. Al darse cuenta de que el príncipe Jorshid había matado a la serpiente, extendió sus alas sobre su cabeza para darle sombra mientras dormía.

Cuando despertó, el príncipe contó su historia al Simorq y le preguntó si podría ayudarle. El Simorq le dijo que regresara junto al rey y que le pidiera la carne de siete toros. «Haz siete odres con sus pieles y llénalos de agua. Serán mi provisión para el viaje; los necesito para poder llevarte a casa. Cada vez que yo diga, “tengo hambre”, debes darme un pellejo de agua, y cuando diga, “tengo sed”, debes darme uno de los toros». En su camino hacia la superficie el príncipe Jorshid fue haciendo exactamente lo que el Simorq le había pedido, hasta que sólo quedó un pellejo de agua. Entonces, en vez de decir que tenía hambre el Simorq dijo que tenía sed, y el príncipe Jorshid cortó algo de carne de su muslo y la puso en el pico del Simorq. El Simorq se dio cuenta inmediatamente de que era carne humana y la sostuvo cuidadosamente en su pico hasta que llegaron a su destino. Tan pronto como desmontó, el príncipe instó al Simorq a volar de regreso, pero éste, sabiendo que Jorshid tendría que caminar cojeando, se negó y, pegándolo con su saliva, repuso el trozo de carne en su muslo. Habiendo comprobado lo valiente y abnegado que era el príncipe, el Simorq le entregó tres de sus plumas, y le dijo que si en algún momento tuviera necesidad de él, quemara una y que entonces acudiría inmediatamente en su ayuda. Dicho esto, se alejó volando. 11

El príncipe Jorshid, al entrar en la ciudad, se enteró de que iban a celebrarse pronto tres bodas reales: la del príncipe Ŷamshid, la del príncipe Kiumars y, la tercera, la del hijo del visir, porque el hijo más joven del rey, el príncipe Jorshid, nunca había regresado. Un día, fueron unos hombres a la tienda donde el príncipe Jorshid estaba de aprendiz, y contaron que habían estado en todas las joyerías de la ciudad pero que nadie se había comprometido a realizar el encargo del rey. El príncipe Jorshid les preguntó cual era ese encargo y le dijeron: «La muchacha que va a desposarse con el hijo del visir ha antepuesto una condición para el matrimonio. Sólo se casará con aquel que pueda traerle un gallo dorado de cuyo pico broten gemas cuando cante; también quiere una linterna dorada, que sea luminosa por sí misma, y cuyo brillo sea eterno. Pero, hasta ahora, ningún orfebre ha podido fabricar tales cosas». Reconociendo las señales el príncipe Jorshid afirmó: «Con permiso de mi maestro puedo fabricaros para mañana un cofre, con un gallo y una linterna así». Los hombres le dieron las joyas necesarias para fabricar el encargo y se fueron. El príncipe Jorshid se las dio todas a su maestro pues, dijo, no las necesitaba.

Esa noche el príncipe Jorshid salió de la ciudad y quemó una de las plumas. Cuando llegó el Simorq, le pidió que le trajera lo que la muchacha había pedido, y así lo hizo. A la mañana siguiente, los hombres, asombrados, llevaron los preciosos objetos al rey, que convocó enseguida al joven a la corte y fue inmensamente dichoso al descubrir que no era sino su hijo favorito. El príncipe Jorshid contó su historia, pero pidió al rey que no castigase a sus hermanos por el mal que le habían causado. La ciudad entera celebró su regreso y hubo, por supuesto, tres bodas. El rey nombró al príncipe Jorshid-Mitra como su sucesor al trono y todos vivieron felices para siempre.

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Historia de reyes. India

 

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En los tiempos en que Brahma reinaba en Benarés, era tanta la justicia que había en sus actos, que poco a poco, todo el mundo se hizo justo y nadie acudía ya a los tribunales, por lo cual éstos estuvieron a punto de ser cerrados.

» Es necesario que alguien me haga ver mis faltas -se dijo un día Brahma.- No es posible que mi conducta sea perfecta, pues el hombre no es perfecto y yo al fin y al cabo soy humano. En los tribunales han perdido ya la costumbre de juzgar, pues mi pueblo no acude a ellos. Será necesario preguntar a aquellos que me rodean, para saber mis defectos, y corregirme de ellos.»

Pero los cortesanos, sólo tuvieron palabras de alabanzas hacia él, y ninguno le descubrió falta alguna.

«Es por el temor que inspira la realeza, que me hablan así» -pensó Brahma, y al día siguiente salió de palacio y preguntó a los que allí vivían, cuáles eran sus faltas, pero tampoco encontró a nadie que le prodigase otra cosa que alabanzas.

Entonces decidió salir de la ciudad, y ver si encontraba al fin alguien que descubriera alguna falta en él. Tampoco lo encontró, y por ello pensó en trasladarse a los pueblos de su reino.

Así lo hizo, pero tampoco en ellos encontró a nadie que pudiera decir algún defecto de él, por lo cual el soberano decidió regresar a su palacio.

Dio la casualidad de que por el mismo tiempo, Malika, el Rajá de Kosala, hombre bondadoso y justo, que gobernaba con gran sabiduría su reino, quiso conocer también sus defectos, y como había hecho Brahma, buscó entre sus cortesanos quien se los dijera. Y como no encontrase a nadie, decidió salir de su Palacio en busca de la verdad. Todo lo que halló en su camino fueron alabanzas, y al fin, regresó también a su palacio.

Quiso el azar, que los coches de ambos reyes se encontrasen de frente en un estrecho camino, y el cochero de Malika, dijo al de Brahma:

– Aparta tu coche del camino.

– Apártate tú, -replicó el otro cochero.- En este coche viaja el Rajá de Benarés, el gran Brahma.

– Pues en éste viaja el Rajá de Kosala, el gran Malika.

Al oír esto el cochero del soberano de Benarés, dijo:

– Si en realidad se trata también de un Rajá, ¿qué debo hacer? Lo mejor será que pregunte la edad de ese rey, y si es más viejo que mi señor, me apartaré. De lo contrario haré que se aparte él.

Pero la edad de ambos soberanos era exactamente igual, y también lo era la extensión de sus dominios, la fuerza de sus ejércitos, la importancia de su riqueza, la nobleza de su familia y la antigüedad de sus títulos.

Entonces, el conductor decidió atenerse a la mayor rectitud que demostrase uno de los soberanos.

– ¿Cuál es la rectitud de tu dueño? -preguntó al otro cochero.

– Con los buenos, es bueno; con los justos, justo, y con los duros, duro. Ahora dime las cualidades de tu dueño.

– Con los duros, es suave; con los malos, bueno; con los injustos, es justo y con los buenos, más bueno, Por lo tanto, apártate de mi camino.

Al oír esto, Malika y su cochero descendieron del coche y lo apartaron humildemente, dejando pasar al Rajá de Benarés.

Tradición oral de la india, talleres de narracion oral

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Encender una hoguera. Jack London

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Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era un día despejado y, sin embargo, cubría la superficie de las cosas una especie de manto intangible, una melancolía sutil que oscurecía el ambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le preocupaba. Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días desde que lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchos más antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por el horizonte para ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.

Echó una mirada atrás, al camino que había recorrido. El Yukón, de una milla de anchura, yacía oculto bajo una capa de tres pies de hielo, sobre la que se habían acumulado otros tantos pies de nieve. Era un manto de un blanco inmaculado, y que formaba suaves ondulaciones. Hasta donde alcanzaba su vista se extendía la blancura ininterrumpida, a excepción de una línea oscura que partiendo de una isla cubierta de abetos se curvaba y retorcía en dirección al sur y se curvaba y retorcía de nuevo en dirección al norte, donde desaparecía tras otra isla igualmente cubierta de abetos. Esa línea oscura era el camino, la ruta principal que se prolongaba a lo largo de quinientas millas, hasta llegar al Paso de Chilcoot, a Dyea y al agua salada en dirección al sur, y en dirección al norte setenta millas hasta Dawson, mil millas hasta Nulato y mil quinientas más después, para morir en St. Michael, a orillas del Mar de Bering.

Pero todo aquello (la línea fina, prolongada y misteriosa, la ausencia del sol en el cielo, el inmenso frío y la luz extraña y sombría que dominaba todo) no le produjo al hombre ninguna impresión. No es que estuviera muy acostumbrado a ello; era un recién llegado a esas tierras, un chechaquo, y aquel era su primer invierno. Lo que le pasaba es que carecía de imaginación. Era rápido y agudo para las cosas de la vida, pero sólo para las cosas, y no para calar en los significados de las cosas. Cincuenta grados bajo cero significaban unos ochenta grados bajo el punto de congelación. El hecho se traducía en un frío desagradable, y eso era todo. No lo inducía a meditar sobre la susceptibilidad de la criatura humana a las bajas temperaturas, ni sobre la fragilidad general del hombre, capaz sólo de vivir dentro de unos límites estrechos de frío y de calor, ni lo llevaba tampoco a perderse en conjeturas acerca de la inmortalidad o de la función que cumple el ser humano en el universo. Cincuenta grados bajo cero significaban para él la quemadura del hielo que provocaba dolor, y de la que había que protegerse por medio de manoplas, orejeras, mocasines y calcetines de lana. Cincuenta grados bajo cero se reducían para él a eso… a cincuenta grados bajo cero. Que pudieran significar algo más, era una idea que no hallaba cabida en su mente.

Al volverse para continuar su camino escupió meditabundo en el suelo. Un chasquido seco, semejante a un estallido, lo sobresaltó. Escupió de nuevo. Y de nuevo crujió la saliva en el aire, antes de que pudiera llegar al suelo. El hombre sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva cruje al tocar la nieve, pero en este caso había crujido en el aire. Indudablemente la temperatura era aún más baja. Cuánto más baja, lo ignoraba. Pero no importaba. Se dirigía al campamento del ramal izquierdo del Arroyo Henderson, donde lo esperaban sus compañeros. Ellos habían llegado allí desde la región del Arroyo Indio, atravesando la línea divisoria, mientras él iba dando un rodeo para estudiar la posibilidad de extraer madera de las islas del Yukón la próxima primavera. Llegaría al campamento a las seis en punto; para entonces ya habría oscurecido, era cierto, pero los muchachos, que ya se hallarían allí, habrían encendido una hoguera y la cena estaría preparada y aguardándolo. En cuanto al almuerzo… palpó con la mano el bulto que sobresalía bajo la chaqueta. Lo sintió bajo la camisa, envuelto en un pañuelo, en contacto con la piel desnuda. Aquel era el único modo de evitar que se congelara. Se sonrió ante el recuerdo de aquellas galletas empapadas en grasa de cerdo que encerraban sendas lonchas de tocino frito.

Se introdujo entre los gruesos abetos. El sendero era apenas visible. Había caído al menos un pie de nieve desde que pasara el último trineo. Se alegró de viajar a pie y ligero de equipaje. De hecho, no llevaba más que el almuerzo envuelto en el pañuelo. Le sorprendió, sin embargo, la intensidad del frío. Sí, realmente hacía frío, se dijo, mientras se frotaba la nariz y las mejillas insensibles con la mano enfundada en una manopla. Era un hombre velludo, pero el vello de la cara no lo protegía de las bajas temperaturas, ni los altos pómulos, ni la nariz ávida que se hundía agresiva en el aire helado.

Pegado a sus talones trotaba un perro esquimal, el clásico perro lobo de color gris y de temperamento muy semejante al de su hermano, el lobo salvaje. El animal avanzaba abrumado por el tremendo frío. Sabía que aquél no era día para viajar. Su instinto le decía más que el raciocinio al hombre a quien acompañaba. Lo cierto es que la temperatura no era de cincuenta grados, ni siquiera de poco menos de cincuenta; era de sesenta grados bajo cero, y más tarde, de setenta bajo cero. Era de setenta y cinco grados bajo cero. Teniendo en cuenta que el punto de congelación es treinta y dos sobre cero, eso significaba ciento siete grados bajo el punto de congelación. El perro no sabía nada de termómetros. Posiblemente su cerebro no tenía siquiera una conciencia clara del frío como puede tenerla el cerebro humano. Pero el animal tenía instinto. Experimentaba un temor vago y amenazador que lo subyugaba, que lo hacía arrastrarse pegado a los talones del hombre, y que lo inducía a cuestionarse todo movimiento inusitado de éste como esperando que llegara al campamento o que buscara refugio en algún lugar y encendiera una hoguera. El perro había aprendido lo que era el fuego y lo deseaba; y si no el fuego, al menos hundirse en la nieve y acurrucarse a su calor, huyendo del aire.

La humedad helada de su respiración cubría sus lanas de una fina escarcha, especialmente allí donde el morro y los bigotes blanqueaban bajo el aliento cristalizado. La barba rojiza y los bigotes del hombre estaban igualmente helados, pero de un modo más sólido; en él la escarcha se había convertido en hielo y aumentaba con cada exhalación. El hombre mascaba tabaco, y aquella mordaza helada mantenía sus labios tan rígidos que cuando escupía el jugo no podía limpiarse la barbilla. El resultado era una barba de cristal del color y la solidez del ámbar que crecía constantemente y que si cayera al suelo se rompería como el cristal en pequeños fragmentos. Pero al hombre no parecía importarle aquel apéndice a su persona. Era el castigo que los aficionados a mascar tabaco habían de sufrir en esas regiones, y él no lo ignoraba, pues había ya salido dos veces anteriormente en días de intenso frío. No tanto como en esta ocasión, eso lo sabía, pero el termómetro enSesenta Millas había marcado en una ocasión cincuenta grados, y hasta cincuenta y cinco grados bajo cero.

Anduvo varias millas entre los abetos, cruzó una ancha llanura cubierta de matorrales achaparrados y descendió un terraplén hasta llegar al cauce helado de un riachuelo. Aquel era el Arroyo Henderson. Se hallaba a diez millas de la bifurcación. Miró la hora. Eran las diez. Recorría unas cuatro millas por hora y calculó que llegaría a ese punto a las doce y media. Decidió que celebraría el hecho almorzando allí mismo.

Cuando el hombre reanudó su camino con paso inseguro, siguiendo el cauce del río, el perro se pegó de nuevo a sus talones, mostrando su desilusión con el caer del rabo entre las patas. La vieja ruta era claramente visible, pero unas doce pulgadas de nieve cubrían las huellas del último trineo. Ni un solo ser humano había recorrido en más de un mes el cauce de aquel arroyo silencioso. El hombre siguió adelante a marcha regular. No era muy dado a la meditación, y en aquel momento no se le ocurría nada en qué pensar excepto que comería en la bifurcación y que a las seis de la tarde estaría en el campamento con los compañeros. No tenía a nadie con quien hablar, y aunque lo hubiera tenido le habría sido imposible hacerlo debido a la mordaza que le inmovilizaba los labios. Así que siguió adelante mascando tabaco monótonamente y alargando poco a poco su barba de ámbar.

De vez en cuando se reiteraba en su mente la idea de que hacía mucho frío y que nunca había experimentado temperaturas semejantes. Conforme avanzaba en su camino se frotaba las mejillas y la nariz con el dorso de una mano enfundada en una manopla. Lo hacía automáticamente, alternando la derecha con la izquierda. Pero en el instante en que dejaba de hacerlo, los carrillos se le entumecían, y al segundo siguiente la nariz se le quedaba insensible. Estaba seguro de que tenía heladas las mejillas; lo sabía y sentía no haberse ingeniado un antifaz como el que llevaba Bud en días de mucho frío y que le protegía casi toda la cara. Pero al fin y al cabo, tampoco era para tanto. ¿Qué importancia tenían unas mejillas entumecidas? Era un poco doloroso, es cierto, pero nada verdaderamente serio.

A pesar de su poca inclinación a pensar era buen observador y reparó en los cambios que había experimentado el arroyo, en las curvas y los meandros y en las acumulaciones de troncos y ramas provocadas por el deshielo de la primavera. Tenía especial cuidado en mirar dónde ponía los pies. En cierto momento, al doblar una curva, se detuvo sobresaltado como un caballo espantado; retrocedió unos pasos y dio un rodeo para evitar el lugar donde había pisado. El arroyo, el hombre lo sabía, estaba helado hasta el fondo (era imposible que corriera el agua en aquel frío ártico), pero sabía también que había manantiales que brotaban en las laderas y corrían bajo la nieve y sobre el hielo del río. Sabía que ni el frío más intenso helaba esos manantiales, y no ignoraba el peligro que representaban. Eran auténticas trampas. Ocultaban bajo la nieve verdaderas lagunas de una profundidad que oscilaba entre tres pulgadas y tres pies de agua. En ocasiones estaban cubiertas por una fina capa de hielo de un grosor de media pulgada oculta a su vez por un manto de nieve. Otras veces alternaban las capas de agua y de hielo, de modo que si el caminante rompía la primera, continuaba rompiendo sucesivas capas con peligro de hundirse en el agua, en ocasiones hasta la cintura. Por eso había retrocedido con pánico. Había notado cómo cedía el suelo bajo su pisada y había oído el crujido de una fina capa de hielo oculta bajo la nieve. Mojarse los pies en aquella temperatura era peligroso. En el mejor de los casos representaba un retraso, pues le obligaría a detenerse y a hacer una hoguera, al calor de la cual calentarse los pies y secar sus mocasines y calcetines de lana. Se detuvo a estudiar el cauce del río, y decidió que la corriente de agua venía de la derecha. Reflexionó unos instantes, sin dejar de frotarse las mejillas y la nariz, y luego dio un pequeño rodeo por la izquierda, pisando con cautela y asegurándose cuidadosamente de dónde ponía los pies. Una vez pasado el peligro se metió en la boca una nueva porción de tabaco y reemprendió su camino.

En el curso de las dos horas siguientes tropezó con varias trampas semejantes. Generalmente la nieve acumulada sobre las lagunas ocultas tenía un aspecto glaseado que advertía del peligro. En una ocasión, sin embargo, estuvo a punto de sucumbir, pero se detuvo a tiempo y quiso obligar al perro a que caminara ante él. El perro no quiso adelantarse. Se resistió hasta que el hombre se vio obligado a empujarlo, y sólo entonces se adentró apresuradamente en la superficie blanca y lisa. De pronto el suelo se hundió bajo sus patas, el perro se ladeó y buscó terreno más seguro. Se había mojado las patas delanteras, y casi inmediatamente el agua adherida a ellas se había convertido en hielo. Sin perder un segundo se aplicó a lamerse las pezuñas, y luego se tendió en el suelo y comenzó a arrancar a mordiscos el hielo que se había formado entre los dedos. Así se lo dictaba su instinto. Permitir que el hielo continuara allí acumulado significaba dolor. Él no lo sabía, simplemente obedecía a un impulso misterioso que surgía de las criptas más profundas de su ser. Pero el hombre sí lo sabía, porque su juicio le había ayudado a comprenderlo, y por eso se quitó la manopla de la mano derecha y ayudó al perro a quitarse las partículas de hielo. Se asombró al darse cuenta de que no había dejado los dedos al descubierto más de un minuto y ya los tenía entumecidos. Sí, señor, hacía frío. Se volvió a enfundar la manopla a toda prisa y se golpeó la mano con fuerza contra el pecho.

A las doce, la claridad era mayor, pero el sol había descendido demasiado hacia el sur en su viaje invernal, como para poder asomarse sobre el horizonte. La tierra se interponía entre él y el Arroyo Henderson, donde el hombre caminaba bajo un cielo despejado, sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto llegó a la bifurcación. Estaba contento de la marcha que llevaba. Si seguía así, a las seis estaría con sus compañeros. Se desabrochó la chaqueta y la camisa y sacó el almuerzo La acción no le llevó más de un cuarto de minuto y, sin embargo, notó que la sensibilidad huía de sus dedos. No volvió a ponerse la manopla; esta vez se limitó a sacudirse los dedos contra el muslo una docena de veces. Luego se sentó sobre un tronco helado a comerse su almuerzo. El dolor que le había provocado sacudirse los dedos contra las piernas se desvaneció tan pronto que se sorprendió. No había mordido siquiera la primera galleta. Volvió a sacudir los dedos repetidamente y esta vez los enfundó en la manopla, descubriendo, en cambio, la mano izquierda. Trató de hincar los dientes en la galleta, pero la mordaza de hielo le impidió abrir la boca. Se había olvidado de hacer una hoguera para derretirla. Se rió de su descuido, y mientras se reía notó que los dedos que había dejado a la intemperie se le habían quedado entumecidos. Sintió también que las punzadas que había sentido en los pies al sentarse se hacían cada vez más tenues. Se preguntó si sería porque los pies se habían calentado o porque habían perdido sensibilidad. Trató de mover los dedos de los pies dentro de los mocasines y comprobó que los tenía entumecidos.

Se puso la manopla apresuradamente y se levantó. Estaba un poco asustado. Dio una serie de patadas contra el suelo, hasta que volvió a sentir las punzadas de nuevo. Sí, señor, hacía frío, pensó. Aquel hombre del Arroyo del Sulfuro había tenido razón al decir que en aquella región el frío podía ser estremecedor. ¡Y pensar que cuando se lo dijo él se había reído! No había vuelta que darle, hacía un frío de mil demonios. Paseó de arriba a abajo dando fuertes patadas en el suelo y frotándose los brazos con las manos, hasta que volvió a calentarse. Sacó entonces los fósforos y comenzó a preparar una hoguera. En el nivel más bajo de un arbusto cercano encontró un depósito de ramas acumuladas por el deshielo la primavera anterior. Estaban completamente secas y se avenían perfectamente a sus propósitos. Añadiendo ramas poco a poco a las primeras llamas logró hacer una hoguera perfecta; a su calor se derritió la mordaza de hielo y pudo comerse las galletas. De momento había logrado vencer al frío del exterior. El perro se solazó al fuego y se tendió sobre la nieve a la distancia precisa para poder calentarse sin peligro de quemarse.

Cuando el hombre terminó de comer llenó su pipa y fumó sin apresurarse. Luego se puso las manoplas, se ajustó las orejeras y comenzó a caminar siguiendo la orilla izquierda del arroyo. El perro, desilusionado, se resistía a abandonar el fuego. Aquel hombre no sabía lo que hacía. Probablemente sus antepasados ignoraban lo que era el frío, el auténtico frío, el que llega a los ciento setenta grados bajo el punto de congelación. Pero el perro sí sabía; sus antepasados lo habían experimentado y él había heredado su sabiduría. Él sabía que no era bueno ni sensato echarse al camino con aquel frío salvaje. Con ese tiempo lo mejor era acurrucarse en un agujero en la nieve y esperar a que una cortina de nubes ocultara el rostro del espacio exterior de donde procedía el frío. Pero entre el hombre y el perro no había una auténtica compenetración. El uno era siervo del otro, y las únicas caricias que había recibido eran las del látigo y los sonidos sordos y amenazadores que las precedían. Por eso el perro no hizo el menor esfuerzo por comunicar al hombre sus temores. Su suerte no le preocupaba; si se resistía a abandonar la hoguera era exclusivamente por sí mismo. Pero el hombre silbó y le habló con el lenguaje del látigo, y el perro se pegó a sus talones y lo siguió.

El hombre se metió en la boca una nueva porción de tabaco y dio comienzo a otra barba de ámbar. Pronto su aliento húmedo le cubrió de un polvo blanco el bigote, las cejas y las pestañas. No había muchos manantiales en la orilla izquierda del Henderson, y durante media hora caminó sin hallar ninguna dificultad. Pero de pronto sucedió. En un lugar donde nada advertía del peligro, donde la blancura ininterrumpida de la nieve parecía ocultar una superficie sólida, el hombre se hundió. No fue mucho, pero antes de lograr ponerse de pie en terreno firme se había mojado hasta la rodilla.

Se enfureció y maldijo en voz alta su suerte. Quería llegar al campamento a las seis en punto y aquel percance representaba una hora de retraso. Ahora tendría que encender una hoguera y esperar a que se le secaran los pies, los calcetines y los mocasines. Con aquel frío no podía hacer otra cosa, eso sí lo sabía. Trepó a lo alto del terraplén que formaba la ribera del riachuelo. En la cima, entre las ramas más bajas de varios abetos enanos, encontró un depósito de leña seca hecho de troncos y ramas principalmente, pero también de algunas ramillas de menor tamaño y de briznas de hierba del año anterior. Arrojó sobre la nieve los troncos más grandes, con objeto de que sirvieran de base para la hoguera e impidieran que se derritiera la nieve y se hundiera en ella la llama que logró obtener arrimando una cerilla a un trozo de corteza de abedul que se había sacado del bolsillo La corteza de abedul ardía con más facilidad que el papel. Tras colocar la corteza sobre la base de troncos, comenzó a alimentar la llama con las briznas de hierba seca y las ramas de menor tamaño.

Trabajó lentamente y con cautela, sabedor del peligro que corría. Poco a poco, conforme la llama se fortalecía, fue aumentando el tamaño de las ramas que a ella añadía. Decidió ponerse en cuclillas sobre la nieve para poder sacar la madera de entre las ramas de los abetos y aplicarlas directamente al fuego. Sabía que no podía permitirse un solo fallo. A setenta y cinco grados bajo cero y con los pies mojados no se puede fracasar en el primer intento de hacer una hoguera. Con los pies secos siempre se puede correr media milla para restablecer la circulación de la sangre, pero a setenta y cinco bajo cero es totalmente imposible hacer circular la sangre por unos pies mojados. Cuanto más se corre, más se hielan los pies.

Esto el hombre lo sabía. El veterano del Arroyo del Sulfuro se lo había dicho el otoño anterior, y ahora se daba cuenta de que había tenido razón. Ya no sentía los pies. Para hacer la hoguera había tenido que quitarse las manoplas, y los dedos se le habían entumecido también. El andar a razón de cuatro millas por hora había mantenido bien regadas de sangre la superficie del tronco y las extremidades, pero en el instante en que se había detenido, su corazón había aminorado la marcha. El frío castigaba sin piedad en aquel extremo inerme de la tierra y el hombre, por hallarse en aquel lugar, era víctima del castigo en todo su rigor. La sangre de su cuerpo retrocedía ante aquella temperatura extrema. La sangre estaba viva como el perro, y como el perro quería ocultarse, ponerse al abrigo de aquel frío implacable. Mientras el hombre andaba a cuatro millas por hora obligaba a la sangre a circularhasta la superficie, pero ahora ésta, aprovechando su inacción, se retraía y se hundía en los recovecos más profundos de su cuerpo. Las extremidades fueron las primeras que notaron los efectos de su ausencia. Los pies mojados se helaron, mientras que los dedos expuestos a la intemperie perdieron sensibilidad, aunque aún no habían empezado a congelarse. La nariz y las mejillas estaban entumecidas, y la piel del cuerpo se enfriaba conforme la sangre se retiraba.

Pero el hombre estaba a salvo. El hielo sólo le afectaría los dedos de los pies y la nariz, porque el fuego comenzaba ya a cobrar fuerza. Lo alimentaba ahora con ramas del grueso de un dedo. Un minuto más y podría arrojar a él troncos del grosor de su muñeca. Entonces se quitaría los mocasines y los calcetines y mientras se secaban acercaría a las llamas los pies desnudos, no sin antes frotarlos, naturalmente, con un puñado de nieve. La hoguera era un completo éxito. Estaba salvado. Recordó el consejo del veterano del Arroyo del Sulfuro y sonrió. El anciano había enunciado con toda seriedad la ley según la cual por debajo de cincuenta grados bajo cero no se debe viajar solo por la región del Klondike. Pues bien, allí estaba él; había sufrido el accidente más temido, iba solo, y, sin embargo, se había salvado. Abuelos veteranos, pensó, eran bastante cobardes, al menos algunos de ellos. Mientras no se perdiera la cabeza no había nada que temer. Se podía viajar solo con tal de que se fuera hombre de veras. Aun así era asombrosa la velocidad a que se helaban la nariz y las mejillas. Nunca había sospechado que los dedos pudieran quedar sin vida en tan poco tiempo. Y sin vida se hallaban los suyos porque apenas podía unirlos para coger una rama y los sentía lejos, muy lejos de su cuerpo. Cuando trataba de coger una rama tenía que mirar para asegurarse con la vista de que había logrado su propósito. Entre su cerebro y las yemas de sus dedos quedaba escaso contacto.

Pero todo aquello no importaba gran cosa. Allí estaba la hoguera crujiendo y chisporroteando y prometiendo vida con cada llama retozona. Trató de quitarse los mocasines. Estaban cubiertos de hielo. Los gruesos calcetines alemanes se habían convertido en láminas de hierro que llegaban hasta media pantorrilla. Los cordones de los mocasines eran cables de acero anudados y enredados en extraña confabulación. Durante unos momentos trató de deshacer los nudos con los dedos; luego, dándose cuenta de la inutilidad del esfuerzo, sacó su cuchillo.

Pero antes de que pudiera cortar los cordones ocurrió la tragedia. Fue culpa suya o, mejor dicho, consecuencia de su error. No debió hacer la hoguera bajo las ramas del abeto. Debió hacerla en un claro. Pero le había resultado más sencillo recoger el material de entre las ramas y arrojarlo directamente al fuego. El árbol bajo el que se hallaba estaba cubierto de nieve. El viento no había soplado en varias semanas y las ramas estaban excesivamente cargadas. Cada brizna de hierba, cada rama que cogía, comunicaba al árbol una leve agitación, imperceptible a su entender, pero suficiente para provocar el desastre. En lo más alto del árbol una rama volcó su carga de nieve sobre las ramas inferiores, y el impacto multiplicó el proceso hasta acumularse toda la nieve del árbol sobre las ramas más bajas. La nieve creció como en una avalancha y cayó sin previo aviso sobre el hombre y sobre la hoguera. El fuego se apagó. Donde pocos momentos antes había crepitado, no quedaba más que un desordenado montón de nieve fresca.

El hombre quedó estupefacto. Fue como si hubiera oído su sentencia de muerte. Durante unos instantes se quedó sentado mirando hacia el lugar donde segundos antes ardiera un alegre fuego. Después se tranquilizó. Quizá el veterano del Arroyo del Sulfuro había tenido razón. Si tuviera un compañero de viaje, ahora no correría peligro. Su compañero podía haber encendido el fuego. Pero de este modo sólo él podía encender otra hoguera y esta segunda vez un fallo sería mortal. Aun si lo lograba, lo más seguro era que perdería para siempre parte de los dedos de los pies. Debía tenerlos congelados ya, y aún tardaría en encender un fuego.

Estos fueron sus pensamientos, pero no se sentó a meditar sobre ellos. Mientras merodeaban por su mente no dejó de afanarse en su tarea. Hizo una nueva base para la hoguera, esta vez en campo abierto, donde ningún árbol traidor pudiera sofocarla. Reunió luego un haz de ramillas e hierbas secas acumuladas por el deshielo. No podía cogerlas con los dedos, pero sí podía levantarlas con ambas manos, en montón. De esta forma cogía muchas ramas podridas y un musgo verde que podría perjudicar al fuego, pero no podía hacerlo mejor. Trabajó metódicamente; incluso dejó en reserva un montón de ramas más gruesas para utilizarlas como combustible una vez que el fuego hubiera cobrado fuerza. Y mientras trabajaba, el perro lo miraba con la ansiedad reflejándose en los ojos, porque lo consideraba el encargado de proporcionarle fuego, y el fuego tardaba en llegar.

Cuando todo estuvo listo, el hombre buscó en su bolsillo un segundo trozo de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, y aunque no podía sentirla con los dedos la oía crujir, mientras revolvía en sus bolsillos. Por mucho que lo intentó no pudo hacerse con ella. Y, mientras tanto, no se apartaba de su mente la idea de que cada segundo que pasaba los pies se le helaban más y más. Comenzó a invadirlo el pánico, pero supo luchar contra él y conservar la calma. Se puso las manoplas con los dientes y blandió los brazos en el aire para sacudirlos después con fuerza contra los costados. Lo hizo primero sentado, luego de pie, mientras el perro lo contemplaba sentado sobre la nieve con su cola peluda de lobo enroscada en torno a las patas para calentarlas, y las agudas orejas lupinas proyectadas hacia el frente. Y el hombre, mientras sacudía y agitaba en el aire los brazos y las manos, sintió una enorme envidia por aquella criatura, caliente y segura bajo su cobertura natural.

Al poco tiempo sintió la primera señal lejana de un asomo de sensación en sus dedos helados. El suave cosquilleo inicial se fue haciendo cada vez más fuerte hasta convertirse en un dolor agudo, insoportable, pero que él recibió con indecible satisfacción. Se quitó la manopla de la mano derecha y se dispuso a buscar la astilla. Los dedos expuestos comenzaban de nuevo a perder sensibilidad. Luego sacó un manojo de fósforos de sulfuro. Pero el tremendo frío había entumecido ya totalmente sus dedos. Mientras se esforzaba por separar una cerilla de las otras, el paquete entero cayó al suelo Trató de recogerlo, pero no pudo. Los dedos muertos no podían ni tocar ni coger. Ejecutaba cada acción con una inmensa cautela. Apartó de su mente la idea de que los pies, la nariz y las mejillas se le helaban a enorme velocidad, y se entregó en cuerpo y alma a la tarea de recoger del suelo las cerillas. Decidió utilizar la vista en lugar del tacto, y en el momento en que vio dos de sus dedos debidamente colocados uno a cada lado del paquete, los cerró, o mejor dicho quiso cerrarlos, pero la comunicación estaba ya totalmente cortada y los dedos no obedecieron. Se puso la manopla derecha y se sacudió la mano salvajemente sobre la rodilla. Luego, utilizando ambas manos, recogió el paquete de fósforos entre un puñado de nieve y se lo colocó en el regazo. Pero con esto no había conseguido nada. Tras una larga manipulación logró aprisionar el paquete entre las dos manos enguantadas, y de esta manera lo levantó hasta su boca. El hielo que sellaba sus labios crujió cuando con un enorme esfuerzo consiguió separarlos. Contrajo la mandíbula, elevó el labio superior y trató de separar una cerilla con los dientes. Al fin lo logró, y la dejó caer sobre las rodillas. Seguía sin conseguir nada. No podía recogerla. Al fin se le ocurrió una idea. La levantó entre los dientes y la frotó contra el muslo. Veinte veces repitió la operación, hasta que logró encender el fósforo. Sosteniéndolo aún entre los dientes lo acercó a la corteza de abedul, pero el vapor de azufre le llegó a los pulmones y le causó una tos espasmódica. El fósforo cayó sobre la nieve y se apagó.

El veterano del Arroyo del Sulfuro tenía razón, pensó el hombre en el momento de resignada desesperación que siguió al incidente. A menos de cincuenta grados bajo cero se debe viajar siempre con un compañero. Dio unas cuantas palmadas, pero no notó en las manos la menor sensación. Se quitó las manoplas con los dientes y cogió el paquete entero de fósforos con la base de las manos. Como aún no tenía helados los músculos de los brazos pudo ejercer presión sobre el paquete. Luego frotó los fósforos contra la pierna. De pronto estalló la llama. ¡Sesenta fósforos de azufre ardiendo al mismo tiempo! No soplaba ni la brisa más ligera que pudiera apagarlos. Ladeó la cabeza para escapar a los vapores y aplicó la llama a la corteza de abedul. Mientras lo hacía notó una extraña sensación en la mano. La carne se le quemaba. A su olfato llegó el olor y allá dentro, bajo la superficie, lo sintió. La sensación se fue intensificando hasta convertirse en un dolor agudo. Y aún así lo soportó manteniendo torpemente la llama contra la corteza que no se encendía porque sus manos se interponían, absorbiendo la mayor parte del fuego.

Al fin, cuando no pudo aguantar más, abrió las manos de golpe. Los fósforos cayeron chisporroteando sobre la nieve, pero la corteza de abedul estaba encendida. Comenzó a acumular sobre la llama ramas y briznas de hierba. No podía seleccionar, porque la única forma de transportar el combustible era utilizando la base de las manos. A las ramas iban adheridos fragmentos de madera podrida y de un musgo verde que arrancó como pudo con los dientes. Cuidó la llama con mimo y con torpeza. Esa llama significaba la vida, y no podía perecer. La sangre se retiró de la superficie de su cuerpo, y el hombre comenzó a tiritar y a moverse desarticuladamente. Un montoncillo de musgo verde cayó sobre la llama. Trató de apartarlo, pero el temblor de los dedos desbarató el núcleo de la hoguera. Las ramillas se disgregaron. Quiso reunirlas de nuevo, pero a pesar del enorme esfuerzo que hizo por conseguirlo, el temblor de sus manos se impuso y las ramas se disgregaron sin remedio. Cada una de ellas elevó en el aire una pequeña columna de humo y se apagó. El hombre, el encargado de proporcionar el fuego, había fracasado. Mientras miraba apáticamente en torno suyo, su mirada recayó en el perro, que sentado frente a él, al otro lado de los restos de la hoguera, se movía con impaciencia, levantando primero una pata, luego la otra, y pasando de una a otra el peso de su cuerpo.

Al ver al animal se le ocurrió una idea descabellada. Recordó haber oído la historia de un hombre que, sorprendido por una tormenta de nieve, había matado a un novillo, lo había abierto en canal y había logrado sobrevivir introduciéndose en su cuerpo. Mataría al perro e introduciría sus manos en el cuerpo caliente, hasta que la insensibilidad desapareciera. Después encendería otra hoguera. Llamó al perro, pero el tono atemorizado de su voz asustó al animal, que nunca lo había oído hablar de forma semejante. Algo extraño ocurría, y su naturaleza desconfiada olfateaba el peligro. No sabía de qué se trataba, pero en algún lugar de su cerebro el temor se despertó. Agachó las orejas y redobló sus movimientos inquietos, pero no acudió a la llamada. El hombre se puso de rodillas y se acercó a él. Su postura inusitada despertó aún mayores sospechas en el perro, que se hizo a un lado atemorizado.

El hombre se sentó en la nieve unos momentos y luchó por conservar la calma. Luego se puso las manoplas con los dientes y se levantó. Tuvo que mirar al suelo primero para asegurarse de que se había levantado, porque la ausencia de sensibilidad en los pies le había hecho perder contacto con la tierra. Al verle en posición erecta, el perro dejó de dudar, y cuando el hombre volvió a hablarle en tono autoritario con el sonido del látigo en la voz, volvió a su servilismo acostumbrado y lo obedeció. En el momento en que llegaba a su lado, el hombre perdió el control. Extendió los brazos hacia él y comprobó con auténtica sorpresa que las manos no se cerraban, que no podía doblar los dedos ni notaba la menor sensación. Había olvidado que estaban ya helados y que el proceso se agravaba por momentos. Aun así, todo sucedió con tal rapidez que antes de que el perro pudiera escapar lo había aferrado entre los brazos. Se sentó en la nieve y lo mantuvo aferrado contra su cuerpo, mientras el perro se debatía por desasirse.

Aquello era lo único que podía hacer. Apretarlo contra sí y esperar. Se dio cuenta de que ni siquiera podía matarlo. Le era completamente imposible. Con las manos heladas no podía ni empuñar el cuchillo ni asfixiar al animal. Al fin lo soltó y el perro escapó con el rabo entre las patas, sin dejar de gruñir. Se detuvo a unos cuarenta pies de distancia, y desde allí estudió al hombre con curiosidad, con las orejas enhiestas y proyectadas hacia el frente.

El hombre se buscó las manos con la mirada y las halló colgando de los extremos de sus brazos. Le pareció extraño tener que utilizar la vista para encontrarlas. Volvió a blandir los brazos en el aire golpeándose las manos enguantadas contra los costados. Los agitó durante cinco minutos con violencia inusitada, y de este modo logró que el corazón lanzara a la superficie de su cuerpo la sangre suficiente para que dejara de tiritar. Pero seguía sin sentir las manos. Tenía la impresión de que le colgaban como peso muerto al final de los brazos, pero cuando quería localizar esa impresión, no la encontraba.

Comenzó a invadirle el miedo a la muerte, un miedo sordo y tenebroso. El temor se agudizó cuando cayó en la cuenta de que ya no se trataba de perder unos cuantos dedos de las manos o los pies, que ahora constituía un asunto de vida o muerte en el que llevaba todas las de perder. La idea le produjo pánico; se volvió y echó a correr sobre el cauce helado del arroyo, siguiendo la vieja ruta ya casi invisible. El perro trotaba a su lado, a la misma altura que él. Corrió ciegamente sin propósito ni fin, con un miedo que no había sentido anteriormente en su vida. Mientras corría desesperado entre la nieve comenzó a ver las cosas de nuevo: las riberas del arroyo, los depósitos de ramas, los álamos desnudos, el cielo… Correr le hizo sentirse mejor. Ya no tiritaba. Era posible que si seguía corriendo los pies se le descongelaran y hasta, quizá, si corría lo suficiente, podría llegar al campamento. Indudablemente perdería varios dedos de las manos y los pies y parte de la cara, pero sus compañeros se encargarían de cuidarlo y salvarían el resto. Mientras acariciaba este pensamiento le asaltó una nueva idea. Pensó de pronto que nunca llegaría al campamento, que se hallaba demasiado lejos, que el hielo se había adueñado de él y pronto sería un cuerpo rígido, muerto. Se negó a dar paso franco a este nuevo pensamiento, y lo confinó a los lugares más recónditos de su mente, desde donde siguió pugnando por hacerse oír, mientras el hombre se esforzaba en pensar en otras cosas.

Le extrañó poder correr con aquellos pies tan helados que ni los sentía cuando los ponía en el suelo y cargaba sobre ellos el peso de su cuerpo. Le parecía deslizarse sobre la superficie sin tocar siquiera la tierra. En alguna parte había visto un Mercurio alado, y en aquel momento se preguntó qué sentiría Mercurio al volar sobre la tierra.

Su teoría acerca de correr hasta llegar al campamento tenía un solo fallo: su cuerpo carecía de la resistencia necesaria. Varias veces tropezó y se tambaleó, y al fin, en una ocasión, cayó al suelo. Trató de incorporarse, pero le fue imposible. Decidió sentarse y descansar; cuando lograra poder levantarse andaría en vez de correr, y de este modo llegaría a su destino. Mientras esperaba a recuperar el aliento notó que lo invadía una sensación de calor y bienestar. Ya no tiritaba, y hasta le pareció sentir en el pecho una especie de calorcillo agradable. Y, sin embargo, cuando se tocaba la nariz y las mejillas no experimentaba ninguna sensación. A pesar de haber corrido del modo en que lo había hecho, no había logrado que se deshelaran, como tampoco las manos ni los pies. De pronto se le ocurrió que el hielo debía ir ganando terreno en su cuerpo. Trató de olvidarse de ello, de pensar en otra cosa. La idea despertaba en él auténtico pánico, y tenía miedo al pánico. Pero el pensamiento iba cobrando terreno, afirmándose y persistiendo hasta que el hombre conjuró la visión de un cuerpo totalmente helado. No pudo soportarlo y comenzó a correr de nuevo.

Y siempre que corría, el perro lo seguía, pegado a sus talones. Cuando el hombre se cayó por segunda vez, el animal se detuvo, reposó el rabo sobre las patas delanteras y se sentó a mirarlo confijeza extraña. El calor y la seguridad de que disfrutaba enojaron al hombre de tal modo que lo insultó hasta que el animal agachó las orejas con gesto contemporizador. Esta vez el temblor invadió al hombre con mayor rapidez. Perdía la batalla contra el hielo, que atacaba por todos los flancos a la vez. El temor lo hizo correr de nuevo, pero no pudo sostenerse en pie más de un centenar de pies. Tropezó y cayó de bruces sobre la nieve. Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuando recuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte con dignidad. La idea, sin embargo, no se le presentó de entrada en estos términos. Pensó primero que había perdido el tiempo al correr como corre la gallina con la cabeza cortada (aquel fue el símil que primero se le ocurrió). Si tenía que morir de frío, al menos lo haría con cierta decencia. Y con esa paz recién estrenada llegaron los primeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea, pensó, morir durante el sueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no era tan terrible como la gente creía. Había peores formas de morir.

Se imaginó el momento en que los compañeros lo encontrarían al día siguiente. Se vio avanzando junto a ellos en busca de su propio cuerpo. Surgía con sus compañeros de una revuelta del camino y hallaba su cadáver sobre la nieve. Ya no era parte de sí mismo… Había escapado de su envoltura carnal y junto con sus amigos se miraba a sí mismo muerto sobre el hielo. Sí, la verdad es que hacía frío, pensó. Cuando volviera a su país le contaría a su familia y a sus conocidos lo que era aquello. Recordó luego al anciano del Arroyo del Sulfuro. Lo veía claramente con los ojos de la imaginación, cómodamente sentado al calor del fuego, mientras fumaba su pipa.

-Tenías razón, viejo zorro, tenías razón -susurró quedamente el hombre al veterano del Arroyo del Sulfuro.

Y después se hundió en lo que le pareció el sueño más tranquilo y reparador que había disfrutado jamás. Sentado frente a él esperaba el perro. El breve día llegó a su fin con un crepúsculo lento y prolongado. Nada indicaba que se preparara una hoguera. Nunca había visto el perro sentarse un hombre así sobre la nieve sin aplicarse antes a la tarea de encender un fuego. Conforme el crepúsculo se fue apagando, fue dominándolo el ansia de calor, y mientras alzaba las patas una tras otra, comenzó a gruñir suavemente al tiempo que agachaba las orejas en espera del castigo del hombre. Pero el hombre no se movió. Más tarde el perro gruñó más fuerte, y aún más tarde se acercó al hombre, hasta que olfateó la muerte. Se irguió de un salto y retrocedió. Durante unos segundos permaneció inmóvil, aullando bajo las estrellas que brillaban, brincaban y bailaban en el cielo gélido. Luego se volvió y avanzó por la ruta a un trote ligero, hacia un campamento que él conocía, donde estaban los otros proveedores-de-alimento y proveedores-de-fuego.

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