La princesa de Khartchen

La princesa de Khartchen TIBET

La princesa de Khartchen
En el siglo viii, el rey budista de
Khartchen tenía una hija que poseía
todas las cualidades de una dakini.
Su belleza era deslumbrante, sus gestos
delicados, su rostro reflejaba una compasión
inmensa y su espíritu estaba dirigido
hacia el Dharma. El día de su nacimiento
se habían manifestado todos
los signos de la encarnación de una diosa:
un arco iris había coronado el castillo
real, y el lago vecino se había cubierto
espontáneamente de lotos blancos y rojos. A la princesa le pusieron el nombre
de Yeshe Tsogyal, Victoria del océano de
sabiduría.
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Cuando cumplió dieciséis años, como
dictaba la costumbre, su padre decidió
casarla. Sus emisarios salieron a la búsqueda
de un buen partido entre sus poderosos
vecinos, con el objetivo de sellar
también una alianza ventajosa. Los pretendientes
eran numerosos, pero el rey
de Khartchen se quedó con dos soberanos,
uno de Khartchu y otro de Surkhar,
que deseaban ardientemente conseguir
a la incomparable princesa y rivalizaban
en promesas por poseerla. Por temor
a herir el orgullo de aquellos temibles
pretendientes, el padre de Yeshe Tsogyal
les hizo saber que dejaría que fuera su hija
quien eligiera. Así pues, cada uno de los
candidatos envió una embajada con ricos
presentes para inclinar el corazón de la
joven a su favor.
Cuando las caravanas de ambos pretendientes
empezaban a vislumbrarse
en el camino, el rey de Khartchen expuso
a su hija lo que esperaba de ella.
Yeshe Tsogyal, que hasta el momento se
había mostrado dulce y dócil, sacó sus
garras de leona de las nieves. Llena de
ira, reprochó a su padre que éste quisiera
casarla con uno de esos reyes descarriados,
unos defensores del bon que
se resistían a convertirse a la santa doctrina
de Buda. Se negó a mezclarse con
ninguno de esos arcaicos chamanes, esos
sacrificadores de animales. Su contacto
la mancharía, le impediría seguir el Dharma
y alcanzar la Liberación, que era su
única meta en esta vida. Prefería hacerse
monja o matarse.
Loco de furia por que su hija le hiciera
quedar mal y amenazara los intereses del
reino, el rey de Khartchen la agarró
del pelo y la arrastró hasta las caballerizas. La obligó a subirse a uno de sus purasangres
y la condujo hasta el portón
del castillo para recibir a los embajadores.
El padre, furioso, anunció a los representantes
de ambas partes que su
hija pertenecería al primero que consiguiera
alcanzarla. Y acto seguido pegó
un latigazo en el lomo del purasangre,
que se llevó a la princesa en una brusca
cabalgada.
Los embajadores se lanzaron inmediatamente
a una carrera desenfrenada,
seguidos de sus guerreros. La distancia
entre la jauría y su presa no tardó en reducirse.
El jefe de los hombres de Khartchu
fue el primero en alcanzar a Yeshe
Tsogyal. La agarró por el cuello de su
tchouba, pero la princesa se mantuvo firmemente
sentada sobre su silla y se deshizo
de su vestido de fieltro, que se quedó
en las manos del ministro. Le tocó
entonces probar suerte al embajador de Surkhar. Agarró a la joven por la camisa
de brocado, pero ésta se rasgó, dejando
que la hábil amazona siguiera su carrera
con los senos desnudos. El ministro soltó
el trozo de tela y volvió a la carga, enfurecido.
Agarró esta vez a la princesa
por los pelos y consiguió que soltara los
estribos. La arrastró durante varios metros
antes de frenar un poco. Fue entonces
cuando la testaruda Yeshe Tsogyal
se agarró de repente a una roca e hizo
que su verdugo perdiera el equilibrio,
cayera de su montura y perdiera el conocimiento
al golpearse la cabeza contra
una piedra. El ministro de Khartchu
aprovechó esta caída para agarrar a su
vez a la princesa por los pelos y la golpeó
con la parte plana de su sable para que
soltara la roca. Bajo los golpes, y con el
cuerpo desnudo cubierto de moratones
y de heridas, Yeshe Tsogyal acabó cediendo.
El ministro de Khartchu la colocó a lomos de su propio caballo y, protegido
por sus hombres, se llevó con él su
valioso y revoltoso trofeo.
Al anochecer, los embajadores de Khartchu
celebraron la victoria en su campamento.
Bebieron y bailaron. En el corazón
de aquella noche sin luna, aprovechando
la embriaguez de los guardias, la obstinada
princesa robó un caballo y desapareció
rumbo a las montañas. Se las
ingenió para librarse de sus perseguidores,
ocultando sus huellas en el curso de
un río y sobre rocas planas; llegó incluso
a mandar a su caballo en otra dirección,
después de cargarlo de piedras para que
las huellas hicieran creer que todavía
seguía montándolo. Así consiguió despistar
a los rastreadores más hábiles.
Yeshe Tsogyal halló refugio en una
cueva en medio de un valle lejano. Allí vivió como un ermitaño. Había cambiado
su habitación cubierta de sedas por
una caverna de roca gris, sus ropas de
brocado por un vestido de follaje y sus
platos con especias por bayas silvestres.
Pero no había perdido con el cambio. En
la desierta montaña, lejos del ruido de la
vida mundana, por fin podía dedicarse a
la meditación y entregarse en cuerpo y
alma a la búsqueda del Despertar. Se había
liberado de la hipocresía de sus semejantes,
de las intrigas de la corte, del
deseo de los hombres y de los celos de
las mujeres. Poco a poco su corazón recobró
la paz, y su mirada, la inocencia
perdida de la infancia. El brillo reluciente
de la fuente o las perlas de rocío que
brillaban con los primeros rayos de luz
tenían para ella más valor que todas las
joyas de una princesa. Aprender a mirar
de nuevo es sin duda el primer estadio de
la Iluminación.
Unos pastores vieron a la princesa
anacoreta en un arroyo y vendieron
el secreto de su refugio por unas cuantas
monedas de oro al rey de Surkhar,
que no había perdido la esperanza de
conseguirla y había prometido una recompensa
a quien le diera cualquier información
sobre ella. El monarca envió
inmediatamente a trescientos guerreros
para capturarla.
Cuando la noticia llegó a oídos del
rey de Khartchu, éste reclamó a Yeshe
Tsogyal, pues el jefe de su embajada la
había ganado en su nombre. Al negarse
el otro pretendiente a entregar a su prisionera,
el asunto se enconó. Ambos reyes
se prepararon para la guerra.
Para sofocar el fuego de la guerra, el
padre de la princesa propuso la mano de
su hija al rey supremo del País de las
Nieves, Trissong Détsen. Los reyes rivales,
que preferían evitar cualquier enfrentamiento con su soberano, el poderoso
emperador del Tíbet, renunciaron a
la princesa. Yeshe Tsogyal se convirtió
en una de las esposas reales. Su calvario
había llegado a su fin, y su nueva vida la
satisfizo más de lo que esperaba. Pues su
marido, el rey supremo, se había convertido
al budismo y había mandado
venir de la India a monjes eruditos. La
nueva reina pudo estudiar el Dharma
con aquellos doctos pandits y resultó
ser una alumna excelente. Se convirtió
en la esposa preferida del monarca y fue
su confidente y su consejera, especialmente
en los asuntos religiosos.

Qué cuantos años tengo? Saramago

JOSÉ SARAMAGO/
“Poema sobre la Vejez”
Qué cuántos años tengo? –
¡Qué importa eso!
¡Tengo la edad que quiero y siento!
La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.
Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso o lo desconocido…
. Pues tengo la experiencia de los años vividos
y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo!
¡No quiero pensar en ello!
Pues unos dicen que ya soy viejo,
y otros «que estoy en el apogeo».
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice,
sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso,
para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos,
rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen por qué decir: ¡Estás muy joven, no lo lograrás!…
¡Estás muy viejo, ya no podrás!…
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma,
pero con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños,
se empiezan a acariciar con los dedos,
las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor,
a veces es una loca llamarada,
ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
y otras… es un remanso de paz, como el atardecer en la playa..
¿Qué cuántos años tengo?
No necesito marcarlos con un número,
pues mis anhelos alcanzados,
mis triunfos obtenidos,
las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones truncadas…
¡Valen mucho más que eso!
¡Qué importa si cumplo cincuenta, sesenta o más!
Pues lo que importa: ¡es la edad que siento!
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero,
pues llevo conmigo la experiencia adquirida
y la fuerza de mis anhelos
¿Qué cuántos años tengo?
¡Eso!… ¿A quién le importa?
Tengo los años necesarios para perder ya el miedo
y hacer lo que quiero y siento!!.
Qué importa cuántos años tengo.
o cuántos espero, si con los años que tengo,
¡¡aprendí a querer lo necesario y a tomar, sólo lo bueno!!

La continuidad de los parques

Julio Cortázar


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

El hombre de la sesera de oro Daudet

Al leer su carta, señora, me ha asaltado algo así como un remordimiento. Me he recriminado el color pesimista de mis cuentos y me he comprometido a enviarle algo alegre, profundamente alegre.
¿Por qué habría de estar triste, después de todo? Vivo a mil leguas de las nieblas parisinas, sobre una colina luminosa, en la región de los tamboriles y del vino moscatel. A mi alrededor todo es sol y música; tengo orquestas de aguzanieves, orfeones de abejarucos, por la mañana los chorlitos que hacen ¡chorolí, chorolí!; a mediodía las chicharras, luego los zagales tocando la zampoña y las guapas mozas morenas a las que se les oye reír en los viñedos… En verdad, el lugar está mal elegido para tejer fantasías tenebrosas; yo debería, más bien, enviar a las damas poemas color de rosa y cestas llenas de cuentos galantes…
¡Pues bien, no! Todavía estoy demasiado cerca de París. A diario llegan hasta mis pinos las salpicaduras de sus tristezas… En este momento en el que escribo, acabo de saber que el pobre Charles Barbara ha muerto en la miseria; por lo cual mi molino se ha vuelto de luto riguroso. ¡Adiós a los chorlitos y a las chicharras! Ya no tengo ánimos para contar cosas alegres. Por esa causa, señora, en lugar del lindo cuento festivo que había decidido escribir para usted, no leerá hoy sino una leyenda melancólica.
* * *
Érase una vez un hombre que tenía la sesera de oro; sí, señora, una sesera completamente de oro. Cuando vino al mundo, los médicos pensaron que aquel niño no podría vivir, tan pesada era su cabeza y tan desmesurado su cráneo. Sin embargo, vivió y creció al sol como un hermoso retoño de olivo; sólo que su gruesa cabeza le arrastraba siempre, y daba pena verlo tropezar con los muebles al andar… A menudo se caía. Un día rodó desde lo alto de una escalinata y vino a dar con la frente en un peldaño de mármol, donde su cráneo resonó como un lingote. Le creyeron muerto; pero, al levantarlo, sólo le encontraron una leve herida con dos o tres gotitas de oro cuajadas entre sus cabellos rubios. Fue así como los padres supieron que tenía una sesera de oro.
No lo divulgaron; ni siquiera el niño sospechó nada. De vez en cuando éste preguntaba por qué ya no le permitían correr y jugar fuera de casa con los demás niños.
-¡Podrían robarte, mi tesoro! -decía la madre.
Entonces el chiquillo sentía miedo de que lo raptaran y se ponía a jugar solo, sin decir palabra, vagando pesadamente de una habitación a otra.
Sólo al cumplir los dieciocho años le revelaron sus padres el don monstruoso que debía al destino; y como lo habían alimentado y educado desde que nació, le pidieron, en compensación, una parte de su oro. El chico no vaciló: en el acto -¿cómo?, ¿por qué medios?, la leyenda no lo dice- se arrancó del cráneo un buen trozo de oro macizo y lo depositó en el regazo de su madre…
Luego, deslumbrado por los caudales que llevaba en la cabeza, abandonó la casa paterna y se fue por el mundo dilapidando su tesoro. A juzgar por el modo de vivir a lo grande, regiamente y derrochando el oro sin contarlo, habríase dicho que aquella sesera era inagotable… Pero se iba agotando y, poco a poco, su mirada se fue apagando y sus mejillas se demacraron. Un día, la mañana siguiente de una fiesta desenfrenada, el desgraciado, que se había quedado solo entre los restos del festín, se espantó al ver el enorme trozo que le faltaba a su lingote; por lo que pensó que debía detener su despilfarro.
A partir de entonces su existencia cambió. Se retiró y empezó a vivir del trabajo de sus manos, atemorizado y receloso como un avaro, huyendo de las tentaciones, procurando olvidar las fatales riquezas a las que no quería tocar… Por desdicha, un amigo le había seguido en su soledad y este amigo conocía su secreto. Una noche, el desventurado fue despertado súbitamente por un intenso dolor de cabeza; se incorporó desatinado, y vio a la luz de la luna a su amigo que escapaba ocultando algo bajo su capa… ¡Un trozo más de sesera que le quitaban!
Poco después se enamoró, y esta vez se acabó todo. Amaba a una mujercita rubia, que también lo amaba, pero que amaba más aún las plumas, los lazos, los pompones, los bordados y pasamanerías. Entre las manos de aquella gentil criatura -mitad pájaro, mitad muñeca- las monedas de oro se fundían sin sentir. Era caprichosa a más no poder; y él no sabía decir no. Por no contrariarla llegó incluso a ocultarle el origen de su fortuna.
-¿Así que somos muy ricos? -decía ella.
El pobre hombre respondía:
-¡Oh, sí!… ¡Muy ricos! -Y sonreía con amor al pajarito azul que, inocentemente, le iba devorando el cráneo.
Pese a todo, a veces le entraba miedo y le daban ganas de volverse avaro, pero entonces llegaba su mujercita mimosa y le rogaba:
-Cariño, tú que eres tan rico… ¡Cómprame algo que sea muy caro!
Y él le compraba algo muy caro. Así pasaron dos años, hasta que una mañana la mujercita, sin saber por qué, se murió como un pajarito… El tesoro tocaba a su fin, pero con lo que le quedaba, el viudo encargó un hermoso entierro para su amada muerta. Campanas al vuelo, carroza tapizada de negro, caballos empenachados, lágrimas de plata sobre el terciopelo, nada le pareció demasiado suntuoso. Ahora ya ¿qué le importaba su oro? Lo prodigó: le dio a la iglesia, a los sepultureros, a las vendedoras de siemprevivas; por todas partes lo repartió sin regatear… Por eso, al salir del cementerio ya no la quedaba casi nada de su maravillosa sesera; tan sólo unos trocitos pegados a las paredes del cráneo.
Entonces lo vieron irse por las calles con aspecto extraviado y las manos por delante, tropezando como un beodo. Al anochecer, a la hora en que se encienden los bazares, se detuvo ante un amplio escaparate en el que todo un amasijo de lujosas telas y pedrerías espejeaba bajo las lámparas; y permaneció allí un buen rato contemplando un par de chinelas de raso azul con ribetes de plumas de cisne. «Sé de alguien a quien estos escarpines le darán una gran alegría», se decía sonriendo; y, sin recordar que su esposa estaba muerta, entró para comprarlos. Desde el fondo de la trastienda la tendera oyó un grito agudo; acudió y retrocedió espantada al ver al hombre de pie, recostado sobre el mostrador, mirándola angustiosamente. Tenía en una mano los escarpines y en la otra, ensangrentada, unas cuantas partículas de oro en las uñas.
* * *
Pese a su aspecto de cuento fantástico, esta leyenda es cierta por los cuatro costados… Hay en el mundo personas condenadas a vivir de su cerebro, y pagan con oro de ley, con su médula y su propia sustancia, las más ínfimas cosas de la existencia. Cada día es para ellos un sufrimiento, y luego, cuando están hartas de sufrir…

La muerte del delfín Daudet

El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño Delfín se muere… En todas las iglesias del reino, el Santísimo Sacramento permanece expuesto día y noche y grandes cirios arden por la curación del hijo del rey. Los caminos de la vieja residencia están tristes y silenciosos, ya no suenan las campanas, los coches van al paso… En las cercanías del palacio, los vecinos miran con curiosidad, a través de las verjas, a los suizos de panzas doradas que departen con petulancia en los patios.

Todo el castillo está en danza… Chambelanes, mayordomos, suben y bajan corriendo las escaleras de mármol… Las galerías están abarrotadas de pajes y de cortesanos vestidos con ropa de seda que van de un grupo a otro demandando noticias en voz baja. En las amplias escalinatas, las damas de honor, afligidas, se hacen grandes reverencias y se enjugan los ojos con lindos pañuelos bordados.

En L’Orangerie hay una nutrida asamblea de médicos togados. A través de las vidrieras, se les ve agitar sus largas mangas negras e inclinar doctoralmente sus pelucas rematadas en coleta de picaporte… El preceptor y el escudero del pequeño Delfín se pasean ante la puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Unos pinches de cocina pasan junto a ellos sin saludarlos. El señor escudero blasfema como un pagano, el señor preceptor recita versos de Horacio… Y, mientras tanto, allá abajo, del lado de las caballerizas, se oye un largo relincho quejumbroso. Es el alazán del joven Delfín, al que los palafreneros han olvidado y que llama con tristeza ante su pesebre vacío.

¿Y el rey? ¿En dónde está Su Majestad el Rey?… El rey se ha encerrado, solo en una habitación, en la otra punta del castillo…A los soberanos no les gusta que los vean llorar… En cuanto a la reina, es muy diferente… Sentada a la cabecera del pequeño Delfín, su bello rostro está bañado en lágrimas y solloza en voz alta delante de todos, como haría una tendera.

En su camita de encajes, el pequeño Delfín, más blanco que los almohadones sobre los que se recuesta, descansa con los ojos cerrados. Parece dormir, pero no. El pequeño Delfín no duerme… Se vuelve hacia su madre y, al verla llorar, le dice:

-Mi señora, ¿por qué lloráis? ¿Creéis de verdad que voy a morirme?

La reina quiere responder. Los sollozos le impiden hablar.

-No lloréis más, mi señora; olvidáis que soy el Delfín, y que los Delfines no pueden morirse así como así…

La reina solloza todavía más fuerte y el pequeño Delfín comienza a asustarse.

-¡Eh, atención! -dice-, no quiero que la muerte venga a buscarme, yo sabré cómo impedirle que llegue hasta aquí… Que hagan venir en seguida a cuarenta lansquenetes muy fuertes para montar guardia en torno a mi cama… ¡Que cien grandes cañones vigilen día y noche con la mecha encendida bajo mis ventanas! Y ¡ay de la Muerte si se atreve a acercarse a mí!…

Para complacer al niño, la reina hace una señal.

Al instante se oyen rodar grandes cañones por el patio; y cuarenta corpulentos lansquenetes, partesana en mano, acuden a formar alrededor de la cámara. Son unos viejos soldadotes de bigotes grises. Al verlos, el pequeño Delfín palmotea. Ha reconocido a uno y le llama:

-¡Lorrain! ¡Lorrain!

El soldadote da un paso hacia la cama:

-Te tengo cariño, mi viejo Lorrain… A ver, enséñame tu gran sable… Si la muerte quiere llevarme, habrá que matarla, ¿verdad?…

Lorrain contesta:

-Sí, monseñor.

Y dos gruesas lágrimas corren por sus curtidas mejillas.

En este momento, el capellán se acerca al pequeño Delfín y le habla largo rato en voz baja, mostrándole un crucifijo. El pequeño Delfín le escucha muy sorprendido y, luego, de repente, le interrumpe:

-Comprendo muy bien lo que me dice, señor capellán; pero, en fin, ¿no podría morir en mi lugar mi amiguito Beppo, si se le da mucho dinero?…

El capellán sigue hablándole en voz baja y el pequeño Delfín se asombra cada vez más. Cuando termina el sacerdote, el pequeño Delfín responde, con un gran suspiro:

-Todo lo que acaba de decirme, señor cura, es muy triste; pero algo me consuela y es que, allá arriba, en el paraíso de las estrellas, seguiré siendo el Delfín… Sé que Dios es mi primo y no dejará de tratarme según mi rango.

Luego, volviéndose hacia su madre, añade:

-¡Que me traigan mis mejores trajes, mi jubón de armiño blanco y mis escarpines de terciopelo! Quiero ponerme elegante para los ángeles y entrar en el paraíso vestido de Delfín.

Por tercera vez, el capellán se inclina hacia el pequeño Delfín y le habla largamente en voz baja… En medio de su discurso, el niño le interrumpe colérico:

-¡Pero, entonces -exclama-, ser Delfín no sirve de nada!

Y, sin querer oír más, el pequeño Delfín, volviéndose hacia la pared, llora amargamente.

Sioux. Águila y Halcón.

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Cuenta esta historia sioux que una vez llegaron hasta la tienda del viejo brujo, tomados de la mano, Toro Bravo, el guerrero y Nube Alta, la hija del cacique.
– Nos amamos -empezó el joven.
– Y nos vamos a casar -dijo ella.
– Queremos un hechizo, un conjuro, algo que nos garantice que podremos estar siempre juntos -dijeron los jóvenes al unísono.
– Hay algo que puedo hacer por vosotros, pero es una tarea muy difícil y sacrificada -dijo el brujo tras una larga pausa.
– No importa -dijeron los dos.
– Entonces -dijo el brujo- Nube Alta, sin más armas que una red y tus manos, subirás al monte y cazarás al halcón más vigoroso. Tráemelo vivo el tercer día de luna llena … Y tú, Toro Bravo -prosiguió el anciano- tú debes traer de la montaña más alta a la más valiente de las águilas, y traerla viva sin ninguna herida.
Los jóvenes asintieron en silencio y, después de mirarse con ternura, partieron. El día establecido por el brujo, los jóvenes llegaron a su tienda con dos grandes bolsas de tela que contenían las aves solicitadas. El viejo les pidió que, con mucho cuidado, las sacaran de las bolsas. Eran sin duda las aves más hermosas de su estirpe.
– Ahora -dijo el brujo- atad entre sí a las aves por las patas con estas tiras de cuero. Después soltadlas y dejad que intenten volar. El águila y el halcón intentaron levantar el vuelo, pero sólo consiguieron revolcarse en el suelo. Irritadas por su incapacidad, las aves arremetieron a picotazos entre sí.
– Éste es el conjuro. Jamás olvidéis lo que habéis visto hoy. Vosotros sois como el águila y el halcón… si os atáis el uno al otro, aunque sea por amor, viviréis arrastrándoos y, tarde o temprano, os haréis daño el uno al otro. Si queréis que vuestro amor perdure volad juntos pero jamás atados.

Cherokee. Todo cambia

Wilma Mankiller, primera jefa de la nación Cherokee.

Érase una vez…

una mujer Cherokee que tuvo un sueño mientras encendía una hoguera, era una mujer joven y bella. Todos en la tribu adoraban su belleza, una piel suave adornada con pétalos de colores, largo cabello negro y ojos turquesa como la superficie de un océano tropical al atardecer.

La mujer Cherokee solo tenía miedo de una cosa, de la vejez, de ver cómo se arrugaría su rostro, y se platearía su cabello. Ella solo tenía su Belleza y si la perdía…¿entonces qué?

Su Belleza le abría puertas, era gracias a ella que había conquistado el corazón del guerrero más fuerte de la tribu, su Belleza era un gran don…hasta que un día encendió una hoguera y tuvo un sueño.

Lo único que nunca cambia es que todo cambia.

Sintió esta frase dibujada en las llamas, encendidas por el viento de la noche, mientras algún que otro lobo aullaba. Le había llegado como un susurro, como el que apaga una vela tambaleante.

Algo dentro se le congeló. Miró a su alrededor pero no había nadie, solo su caballo blanco durmiendo bajo las estrellas, estaba sola en la noche más larga del mundo. ¿Dónde estaban todos los que adoraban su Belleza ahora?

Gritó, pero la noche parecía haber vaciado la tribu por completo y le devolvía el grito con un golpe de viento. Los tipis descansaban silenciosos y triangulares recortando el horizonte como montañas nevadas.

Algún día ella también sería anciana, su Belleza ahora tan adorada, desaparecería. Sintió que sin su Belleza no valdría nada como mujer.

Entonces, una anciana, una de las más arrugadas de la tribu, apareció entre las llamas. Un rostro digno y reluciente, con una Belleza extraña, caminaba algo encorvada y con una gran sonrisa.

-¿Qué pasa niña?

-Estoy muy triste, hoy me he dado cuenta, por primera vez, mientras miraba el fuego que un día también seré una anciana, que perderé mi Belleza, no seré nadie, no valdré nada, a nadie le importaré, estaré sola y vieja.

-Te equivocas niña. Fijate en los árboles, cientos de años después de ser una semilla, después de haber vivido mil tormentas y pasado por cientos de estaciones se mantienen firmes con sus ramas mirando al cielo, fíjate en los ríos, cómo corren sus aguas que siempre están igual de claras y transparentes, fíjate en los lobos cómo cuidan de su manada al hacerse mayores y dirigen a los mas pequeños.

Ellos no se preguntan por el mañana, ¿lo ves?

Todos tenemos una función en nuestra tribu niña, tú también la tienes, aunque aún no la hayas descubierto, por supuesto que eres muy bella, pero esa no es tu función.

Si cultivas la Belleza que llevas dentro, ésta se hará cada vez más grande a medida que pase el tiempo.

Entonces, celebrarás cada día vivido, cada arruga, cada nueva experiencia que te hace ser única.

-Dentro no hay nada, solo existe lo de fuera, es por mi Belleza por lo que me quieren y desaparecerá.

-Eso es lo que parece niña, tú espera, sé paciente, que para eso está el tiempo, para que te arrugue de sonrisas y tristeza, para que te enamores y desenamores, para que veas el mundo y subas una montaña.

Vive cada día hoy, vive tu belleza física, hónrala y cuídala,  pero acepta que habrá un mañana.La Belleza más importante no es la de afuera. ¡Ya lo verás!.

Haz caso al fuego. El fuego es sabio, sus llamas arden en el viento y beben agua.

La mujer Cherokee no entendía nada. Estaba enojada con la anciana por contarle todas esas tonterías. ¿Dentro? ¿dentro, de qué?

En su interior solo había un corazón fuerte bombeando y sangre roja encendida. Lo único que quería de la anciana es que le dijera alguna fórmula para no envejecer. Alguna manera de evitar que su piel se arrugase, que sus huesos empezaran a fallarle, que su pelo negro se tornará blanco…agún brevaje, alguna planta milagorsa que revirtiera el proceso.

Al principio, la mujer Cherokee buscó y buscó. Buscó en los bosques, preguntó a los hombres más sabios que vivían más allá de las montañas, trató de encontrar a alguna mujer que hubiera conseguido permanecer joven…

No cesó en su búsqueda. Las mujeres Cherokee son fuertes y persistentes. Nunca abandonan en su empeño por conseguir algo.

Así, la mujer Cherokee fue viviendo su vida, vió como los que antes eran niños se hacían mayores, cómo crecía un niño en su interior, un niño que sería un gran guerrero.

Con el pasar de los años amó a muchos y a muchas,  y también muchos la amaron, sin embargo a medida que iban apareciendo arrugas en su rostro ese, amor no disminuía sino que iba en aumento, un amor que siempre había estado en su interior y que había tardado tanto tiempo en encontrar.

Sintió el calor de cada uno de sus amigos en las llamas del fuego, un fuego que seguía ardiendo con fuerza,  y que le recordaba una lección tiempo atrás olvidada.

Entonces, un día vio a una de las mujeres más hermosas de su tribu, tendría la edad que ella tuvo años atrás, también estaba frente al fuego mirando su pequeña hoguera con una gran tristeza. La mujer Cherokee sonrío, se acercó a las llamas y susurró…

Lo único que nunca cambia es que todo cambia.

El precio de la maldad Mali

 

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Erase una vez un hombre que se llamaba Kelenako. Dios había hecho de él un hombre rico: poseía numerosos asnos, vacas, ovejas y cabras. También tenía inmensas reservas de comida, tanta que no sabía qué hacer con ellas.

Tenía una única hermana, Lafili, que estaba casada con un hombre de otra aldea. En esa aldea, llamada Nianibougou. Lafili, su marido y sus hijos vivían miserablemente y sufrían muy a menudo del hambre.

Un día, Lafili decidió ir a la casa de su hermano mayor para pedirle un poco de mijo. Efectivamente, hacía tres días que sus hijos no habían comido casi nada.

Lafili anduvo durante cuatro días con su hijo menor. Cuando llegó a la casa de su hermano, le saludo debidamente y le dijo:

Hermano mayor Kelenako, hoy me ves ante ti. No estoy en paz, soy desgraciada. No tengo nada para darle de comer a tus sobrinos. Nuestros proverbios dicen: « que uno encuentre madera o que no la encuentre, todos saben que es en la selva donde hay que buscarla ». También se dice que « cuando los ojos giran a izquierda y derecha en sus órbitas, es que buscan un rostro familiar ». Por fin, nuestro abuelo decía que « más vale hacerse matar por su propia vaca que por la de otro ». He venido a pedirte un poco de mijo.

Al oír esto, los ojos de Kelenako enrojecieron como la sangre. Contestó: – Lafili, veniste aquí, es normal. Tienes problemas, está claro. En cuanto a los míos, ni siquiera puedo contártelos. No tengo en mi casa ni un grano de mijo, ¡por más pequeño que sea! Anoche, nos acostamos sin comer. No te resientas conmigo pero no puedo nada por ti. No debes quedarte aquí. ¡Levántate pronto y vuelve a tu casa, antes de que se ponga el sol!  El corazón triste, Lafili dio vuelta atrás con su hijo. En cuanto se fue, Kelenako se levantó y se echó a reir. Se rió mucho, rió tanto que lloró de la risa. Se acercó a su granero de mijo y se exclamó:

¡He! ¡Yo, Kelenako! ¡Qué feliz estoy! Un granero, dos graneros, tres graneros, cuatro graneros, cinco graneros… ¡He!! Imposible contarlos todos. Están todos llenos de bueno mijo. Y no son de nadie más que míos. ¡Bendito sea! ¡Así es y nunca se acabará! Mi hermanita ha venido a pedirme mijo. Le he jurado que no tenía ningún grano de mijo en mi casa. ¡La engañé! Esto es lo que me gusta hacer: ser malo con la gente. Para ser malo, hay que serlo sin reserva con su familia. De este modo, no dudamos en serlo con los demás. Para hacerse temer por sus semejantes, no hay que dudar en llegar a abofetear a un muerto ante sus ojos. Con estas palabras, Kelenako se deslizó por entre sus graneros riéndose a carcajadas. Al pasearse, siguió elogiando a la maldad.

De pronto, sintió un dolor vivo en su columna vertebral. Tuvo la impresión de que su cuerpo se estirazaba poco a poco. Horrorizado, constató que sus miembros inferiores se alargaban. Su cuerpo entero empezó a hacerlo sufrir y el dolor pronto se hizo insoportable. Pegó un grito terrible y toda su familia acudió a él.

Entonces, ante los ojos de sus mujeres y de sus hijos, Kelenako se transformó en una gran serpiente. Solamente su cabeza quedó intacta. Se dirigió entonces a su familia:

Escóndanme en mi cabaña. Hagan lo imposible para que mis enemigos no se enteren de mi metamorfosis. ¿Qué pasó? Os lo voy a contar. Mi hermanita acaba ahora mismo de irse. Me suplicó que le diera un poco de mijo y la despidí diciéndole que no tenía nada. Hijos míos, que jamás ninguno de vosotros le haga daño a una de sus hermanas.

Hasta hoy, los bambaras tienen una gran consideración por sus hermanas. Todo el mundo sabe que la maldad nunca queda impune.

 

 

Patio de tarde – Cortazar

A Toby le gusta ver pasar a la muchacha rubia por el patio. Levanta la cabeza y remueve un poco la cola, pero después se queda muy quieto, siguiendo con los ojos la fina sombra que a su vez va siguiendo a la muchacha rubia por las baldosas del patio. En la habitación hace fresco, y Toby detesta el sol de la siesta; ni siquiera le gusta que la gente ande levantada a esa hora, y la única excepción es la muchacha rubia. Para Toby la muchacha rubia puede hacer lo que se le antoje. Remueve otra vez la cola, satisfecho de haberla visto, y suspira. Es simplemente feliz, la muchacha rubia ha pasado por el patio, él la ha visto un instante, ha seguido con sus grandes ojos avellana la sombra en las baldosas. Tal vez la muchacha rubia vuelva a pasar. Toby suspira de nuevo, sacude un momento la cabeza como para espantar una mosca, mete el pincel en el tarro, y sigue aplicando la cola a la madera terciada.

TZIGANE

Halcón y paloma

Cuenta esta historia sioux que una vez llegaron hasta la tienda del viejo brujo, tomados de la mano, Toro Bravo, el guerrero y Nube Alta, la hija del cacique.
– Nos amamos -empezó el joven.
– Y nos vamos a casar -dijo ella.
– Queremos un hechizo, un conjuro, algo que nos garantice que podremos estar siempre juntos -dijeron los jóvenes al unísono.
– Hay algo que puedo hacer por vosotros, pero es una tarea muy difícil y sacrificada -dijo el brujo tras una larga pausa.
– No importa -dijeron los dos.
– Entonces -dijo el brujo- Nube Alta, sin más armas que una red y tus manos, subirás al monte y cazarás al halcón más vigoroso. Tráemelo vivo el tercer día de luna llena … Y tú, Toro Bravo -prosiguió el anciano- tú debes traer de la montaña más alta a la más valiente de las águilas, y traerla viva sin ninguna herida.
Los jóvenes asintieron en silencio y, después de mirarse con ternura, partieron. El día establecido por el brujo, los jóvenes llegaron a su tienda con dos grandes bolsas de tela que contenían las aves solicitadas. El viejo les pidió que, con mucho cuidado, las sacaran de las bolsas. Eran sin duda las aves más hermosas de su estirpe.
– Ahora -dijo el brujo- atad entre sí a las aves por las patas con estas tiras de cuero. Después soltadlas y dejad que intenten volar. El águila y el halcón intentaron levantar el vuelo, pero sólo consiguieron revolcarse en el suelo. Irritadas por su incapacidad, las aves arremetieron a picotazos entre sí.
– Éste es el conjuro. Jamás olvidéis lo que habéis visto hoy. Vosotros sois como el águila y el halcón… si os atáis el uno al otro, aunque sea por amor, viviréis arrastrándoos y, tarde o temprano, os haréis daño el uno al otro. Si queréis que vuestro amor perdure volad juntos pero jamás atados.