El precio de la maldad Mali

 

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Erase una vez un hombre que se llamaba Kelenako. Dios había hecho de él un hombre rico: poseía numerosos asnos, vacas, ovejas y cabras. También tenía inmensas reservas de comida, tanta que no sabía qué hacer con ellas.

Tenía una única hermana, Lafili, que estaba casada con un hombre de otra aldea. En esa aldea, llamada Nianibougou. Lafili, su marido y sus hijos vivían miserablemente y sufrían muy a menudo del hambre.

Un día, Lafili decidió ir a la casa de su hermano mayor para pedirle un poco de mijo. Efectivamente, hacía tres días que sus hijos no habían comido casi nada.

Lafili anduvo durante cuatro días con su hijo menor. Cuando llegó a la casa de su hermano, le saludo debidamente y le dijo:

Hermano mayor Kelenako, hoy me ves ante ti. No estoy en paz, soy desgraciada. No tengo nada para darle de comer a tus sobrinos. Nuestros proverbios dicen: « que uno encuentre madera o que no la encuentre, todos saben que es en la selva donde hay que buscarla ». También se dice que « cuando los ojos giran a izquierda y derecha en sus órbitas, es que buscan un rostro familiar ». Por fin, nuestro abuelo decía que « más vale hacerse matar por su propia vaca que por la de otro ». He venido a pedirte un poco de mijo.

Al oír esto, los ojos de Kelenako enrojecieron como la sangre. Contestó: – Lafili, veniste aquí, es normal. Tienes problemas, está claro. En cuanto a los míos, ni siquiera puedo contártelos. No tengo en mi casa ni un grano de mijo, ¡por más pequeño que sea! Anoche, nos acostamos sin comer. No te resientas conmigo pero no puedo nada por ti. No debes quedarte aquí. ¡Levántate pronto y vuelve a tu casa, antes de que se ponga el sol!  El corazón triste, Lafili dio vuelta atrás con su hijo. En cuanto se fue, Kelenako se levantó y se echó a reir. Se rió mucho, rió tanto que lloró de la risa. Se acercó a su granero de mijo y se exclamó:

¡He! ¡Yo, Kelenako! ¡Qué feliz estoy! Un granero, dos graneros, tres graneros, cuatro graneros, cinco graneros… ¡He!! Imposible contarlos todos. Están todos llenos de bueno mijo. Y no son de nadie más que míos. ¡Bendito sea! ¡Así es y nunca se acabará! Mi hermanita ha venido a pedirme mijo. Le he jurado que no tenía ningún grano de mijo en mi casa. ¡La engañé! Esto es lo que me gusta hacer: ser malo con la gente. Para ser malo, hay que serlo sin reserva con su familia. De este modo, no dudamos en serlo con los demás. Para hacerse temer por sus semejantes, no hay que dudar en llegar a abofetear a un muerto ante sus ojos. Con estas palabras, Kelenako se deslizó por entre sus graneros riéndose a carcajadas. Al pasearse, siguió elogiando a la maldad.

De pronto, sintió un dolor vivo en su columna vertebral. Tuvo la impresión de que su cuerpo se estirazaba poco a poco. Horrorizado, constató que sus miembros inferiores se alargaban. Su cuerpo entero empezó a hacerlo sufrir y el dolor pronto se hizo insoportable. Pegó un grito terrible y toda su familia acudió a él.

Entonces, ante los ojos de sus mujeres y de sus hijos, Kelenako se transformó en una gran serpiente. Solamente su cabeza quedó intacta. Se dirigió entonces a su familia:

Escóndanme en mi cabaña. Hagan lo imposible para que mis enemigos no se enteren de mi metamorfosis. ¿Qué pasó? Os lo voy a contar. Mi hermanita acaba ahora mismo de irse. Me suplicó que le diera un poco de mijo y la despidí diciéndole que no tenía nada. Hijos míos, que jamás ninguno de vosotros le haga daño a una de sus hermanas.

Hasta hoy, los bambaras tienen una gran consideración por sus hermanas. Todo el mundo sabe que la maldad nunca queda impune.

 

 

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