El ciervo escondido. China

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Una vez un leñador de Cheng al ir hacia su trabajo se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que el ciervo fuera descubierto por otros, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Ya de regreso olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Y lo contó en la taberna, como si fuera un sueño, a la gente de su pueblo.

Entre los oyentes hubo un cazador que fue a buscar el ciervo escondido y lo halló.

El cazador llevó a su casa el ciervo, y dijo a su mujer:

–Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he hallado. Ese hombre sí que es un soñador.

–Tú habrás soñado que encontraste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero –afirmó la mujer.

–Aun suponiendo que hallé el ciervo por un sueño –respondió el cazador–, ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?

Aquella noche el leñador al llegar a su casa pensaba todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el sitio donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había hallado.

Al amanecer fue a casa del cazador y encontró el ciervo.

Leñador y cazador discutieron y fueron ante un juez, para que resolviera el asunto.

El juez le dijo al leñador:

–Leñador, realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmen-te y creíste que era verdad. El cazador halló el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer pien-sa que su marido soñó que había hallado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie mató el ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.
El caso llegó a oídos del rey de Cheng. Y el rey de Cheng expresó:

–¿Y ese juez no estaría soñando que repartía un ciervo?

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El tiempo del sueño. Australia

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En el origen de los tiempos no había nada.  Nada, excepto el Gran Espíritu Creador de la Vida. Por mucho tiempo no hubo nada. Entonces, un día, el Gran Espíritu empezó a soñar…

 

En la vacía oscuridad soñó con el Fuego, que ardía fulgurante en la mente del Gran Espíritu Creador de la Vida. Tras esto, soñó con el Aire y el Fuego cobró vida bailando y girando en su compañía.  Luego vino la Lluvia. Por mucho tiempo, la batalla entre el Fuego, el Aire y la Lluvia causó estragos en el Sueño pero al Gran Espíritu le gustó, así que continuó soñando.

Cuando la batalla se calmó, aparecieron en el Sueño el Mundo, el Cielo, la Tierra y el Mar. Su hegemonía se alargó por mucho tiempo, tanto que el Gran Espíritu creador empezó a aburrirse del Sueño, aunque quería que continuara. Así que envió la Vida al Sueño para hacerlo real y para que los Espíritus Creadores continuaran soñando por él.

De esta forma, el Gran Espíritu Creador de la Vida hizo llegar al mundo el Secreto del Soñar con el Espíritu de Barramundi, el pez.

Y Barramundi nadó en las aguas profundas y… comenzó también a soñar. Soñó con olas y arena mojada pero Barramundi no comprendía el Sueño y quería seguir soñando sólo con las aguas profundas . Así que Barramundi pasó el Secreto del Soñar al Espíritu de Currikee, la tortuga.

Y Currikee surgió de las olas, se posó sobre la arena mojada y… comenzó también a soñar. Soñó con rocas y sol pero Currikee no comprendía el Sueño y quería seguir soñando sólo con las olas y la arena mojada. Así que Currikee pasó el Secreto del Soñar al Espíritu de Bogai, el lagarto.

Y Bogai, subido a una roca, sintió el cálido sol en su espalda y… comenzó también a soñar. Soñó con cielo y viento pero Bogai no comprendía el Sueño y quería seguir soñando sólo con las rocas bajo el sol. Así que Bogai pasó el Secreto del Soñar al Espíritu de Bunjil, el águila.

Y Bunjil se alzó sobre el cielo abierto sintiendo el viento en sus alas y… comenzó también a soñar. Soñó con árboles y cielo nocturno pero Bunjil no comprendía el Sueño y quería seguir soñando sólo con el cielo abierto y el viento. Así que Bunjil pasó el Secreto del Soñar al Espíritu de Coonerang, la zarigüeya.

Y Cooneran subió a lo alto de un árbol, miró al cielo nocturno y… comenzó también a soñar. Soñó con hierba amarilla y extensas llanuras pero Cooneran no comprendía el Sueño y quería seguir soñando con los árboles, bajo el cielo nocturno. Así que Cooneran pasó el Secreto del Soñar al Espíritu de Kangaroo, el canguro.

Y Kangaroo se irguió sobre las llanuras de hierba amarilla y… comenzó también a soñar. Soñó con música, canto y risa pero Kangaroo no comprendía el Sueño y quería seguir soñando sólo con las amplias llanuras de hierba amarilla. Así que Kangaroo pasó el Secreto del Soñar al Espíritu del Hombre.

Y el Hombre, caminando sobre la tierra, vio todas las obras de la Creación. Escuchó el canto de los pájaros al amanecer y vio el rojo sol del atardecer y… comenzó también a soñar. El Hombre soñó con compartir la música de los pájaros al amanecer, la danza del emú y el ocre rojo de la puesta de sol. Pero soñó también con la risa de los niños y el Hombre comprendió entonces el Sueño.

Así que continuó soñando con todas las cosas que se habían soñado antes.  Soñó con las tranquilas aguas profundas, con las olas y la arena mojada, con las rocas y el cielo abierto, con los árboles y el cielo nocturno y con las llanuras de hierba amarilla. Y el Hombre supo que, con el Sueño, todas las criaturas estaban espiritualmente hermanadas y que él debía proteger su Soñar. Y soñó con cómo contaría este Secreto a sus hijos que aún no habían nacido.

Entonces el Gran Espíritu Creador de la Vida supo que, al fin, el Secreto del Soñar estaba a salvo y, cansado del Sueño de la Creación, se retiró bajo la Tierra para descansar. Así que, desde entonces, cuando los espíritus de todas las criaturas se cansan de Soñar, se unen al Gran Espíritu Creador de la Vida bajo la Tierra. Esta es la razón por la que la Tierra es sagrada y el hombre debe ser su protector.

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El rey ey el campesino. Polonia

El sol se ponía y el viejo campesino llamado Mateo terminaba sus diarias labores agrícolas. A la distancia oyó un canto que el eco repetía entre las sierras. Volviéndose en dirección al sonido, vio una gran comitiva de hombres a caballo que salía del bosque y marchaba por la carretera hacia la aldea. Eran el Rey y sus caballeros que retornaban de la caza. El rey cabalgaba al frente seguido de los grandes del reino y de sus ministros, luciendo todos sus brillantes armaduras, mientras la banda soplaba las cornetas y cantaba canciones.

Era un espectáculo magnífico. Cuando Mateo vio a los caballeros con sus lucientes escudos y armas, no pudo despegar los ojos de ellos. Grande fue su asombro al ver que el Rey hacía detener la caravana con una señal de su mano y se dirigía con tres de sus consejeros directamente a campo traviesa hasta donde él estaba. El viejo campesino se apretó el cinturón, sacudió el polvo de la chaqueta y, con la gorra en la mano, esperó reverentemente la llegada del Rey.

El Rey se acercó al campesino y después de saludarlo le dijo:

_ Buen hombre, no te has levantado lo bastante temprano para hacer todo tu trabajo.

Mateo le replicó:

_ Sí, me levanté temprano, bondadoso y amado Rey, pero Dios Nuestro Señor no me lo permitió.

El Rey le preguntó entonces:

_ ¿Abuelo, cuánto tiempo ha estado en flor ese huerto nevado sobre la cima cubierta de salvia de la montaña?

_Hace ya cuarenta años, gracioso señor -contestó el campesino.

El Rey haciendo con su cabeza un signo de comprensión le preguntó entonces:

_ ¿Cuánto tiempo han estado fluyendo los manantiales de debajo de la montaña?

_ Más de quince años, señor, han estado fluyendo y fluyendo.

_ Hasta ahora bien -dijo el Rey-. Ahora dime: Cuando tres gansos tontos lleguen del Este, ¿Serás capaz de esquilarlos?

_¡Oh, muy bien mi amado Señor!-le contestó inmediatamente el  viejo.

Al oír estas palabras, el Rey le regaló a Mateo un cinturón dorado y se despidió de él, dándole la bendición. Pronto se unió al resto  de la caravana junto con sus tres consejeros y se perdió en seguida entre las nubes de polvo que levantaban los caballos al galopar hacia la capital.

Cuando llegaron a su destino, el Rey, los consejeros y los caballeros celebraron un gran banquete. Cuando terminaron, el Rey pidió a sus consejeros que lo habían acompañado a ver al campesino que le explicaran el significado de las preguntas que le había hecho al campesino y de las respuestas que éste había dado.

Los consejeros pensaron y pensaron durante mucho rato, tratando de adivinar los acertijos, pero ninguna de sus explicaciones satisfizo al Rey. Por último el Rey les dio treinta días para que encontraran las respuestas correspondientes, advirtiéndoles que si fracasaban, elegiría otros consejeros en su reemplazo.

Noche tras noche los consejeros cavilaron y deliberaron sin poder descifrar las palabras. A la postre decidieron ir a ver al campesino Mateo.

El viejo Mateo los recibió en el umbral de su cabaña con una humilde reverencia, pero se negó a aclararle sus palabras.

Por más que los consejeros le rogaron y amenazaron, no consiguieron nada. Solo cuando hubieron puesto sobre la mesa cien ducados de oro cada uno de ellos se dignó Mateo, después de haber guardado el dinero en su bolsillo, revelar el significado de los acertijos.

_ Mi primera contestación al Rey significó que me casé joven y tuve hijos, pero el Señor se los llevó.

La segunda quiso decir que hace cuarenta años que encanecí.

Luego el Rey preguntó cuánto tiempo habían surtido los manantiales, refiriéndose a mis lágrimas de dolor.

Por último, con los tres tontos gansos del Este quiso aludir a vosotros, que habrías de venir a pagarme para que os explicara la conversación entre el Rey y yo. Y como prometí al Rey, los gansos han sido esquilados.


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El tesoro perdido. Tibet

TIBET.

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EL TESORO PERDIDO.

El sol poniente se hundía en los picos helados de las montañas y éstos se tornaban rojos como ascuas. En las azoteas de las casas de Lhasa, los niños hacían volar cometas de brillantes colores sujetas a hilos espolvoreados con el polvo de vidrio. Los niños corrían y brincaban entrelazándose, con las cometas siguiendo sus movimientos, mientras reían alborotadamente tratando de cortarse mutuamente los hilos de las cometas. Un niño de unos seis años estaba sentado junto a su tío, un monje vestido con hábitos de color marrón. Observaban la cometa del niño elevarse cada vez más en el cielo. Sostenida por el viento, estaba tan alta, que parecía que no se movía. Sin dejar de mirar a la cometa, el niño dijo:

—Cuéntame un cuento, tío.

El monje sonrió entre dientes.

—Una historia antigua, pues “Un padre le dijo a su hijo —empezó el monje—: `Voy a morir pronto, hijo mío. Llévate mi oro a tu casa. Es tuyo. Pero recuerda que no has de fiarte de nadie. Ni siquiera de tu esposa´. El padre confiaba en que su hijo, Sonam, tendría presente su consejo y comprendería cómo se estilan las cosas en el mundo.

“Pero Sonam tenía un gran amigo, de nombre Tamchu. De niños habían ido a la escuela juntos, y por las tardes habían jugado al juego de la rueda con el pie. Tamchu vivía en la aldea próxima con su mujer y sus dos hijos pequeños.

“Un día Sonam decidió salir de peregrinaje al monasterio santo y pensó: `Cuando mi padre estaba vivo, me dijo que no me fiara de nadie´. Pero cuando pensó en su amigo Tamchu, no podía admitir que estas palabras debieran aplicarse también a éste. No a Tamchu. Así pues, llevó sus dos bolsas de pepitas de oro a casa de su amigo y le dijo: `Tamchu, por favor, guárdame el oro mientras esté fuera. Este es el oro que mi padre me dio al morir´.

Tamchu dijo: `Oh, sí, naturalmente. Guardaré tu oro con mucho cuidado, y cuando vuelvas de tu peregrinaje, aquí lo encontrarás. No tienes por qué preocuparte. Somos buenos amigos´.

“Así —continuó el monje—, pasó un año y Sonam volvió de su peregrinaje. Fue a casa de Tamchu y le pidió a su amigo: `¿Puedes devolverme mi oro, Tamchu?´.

¡Oh, lo siento muchísimo, Sonam!, ¡Qué desgracia, qué desgracia! ¡El oro se ha convertido en arena!´, contestó Tamchu, mirando a su amigo con cara de estar muy asombrado. Pero Sonam, mientras su amigo le contaba este singular acontecimiento, no pareció sorprendido y, después de unos minutos de silencio, dijo: `Está bien, Tamchu, no te preocupes; hiciste todo lo que pudiste para vigilar mi oro´.

“Los dos hombres comieron juntos y pareció como si la pérdida del oro hubiera sido olvidada por completo. Al atardecer, Sonam dijo a su amigo: `Tamchu, me gustaría cuidar de tus hijos durante unos meses, ya que no tengo familia propia. Me gustaría darles buena comida y buena ropa. Serían muy felices en mi casa´.

`¡Muy buena idea, Sonam!´, dijo Tamchu, quien pensó: `Aunque ha perdido todo su oro a mis manos, quiere cuidar de mis hijos. Ciertamente, es muy buena persona´. Y así, añadió: `Desde luego, Sonam. Llévate a mis hijos todo el tiempo que quieras´.

Sonam se llevó a los niños a su casa y los cuidó muy bien. Pero compró dos monos pequeños y les puso los nombres de los niños. Durante los días que siguieron, adiestró a los monos para que cuando él llamase `¡Tendxin, ven aquí!´, el mono mayor corriera hacia él, y que cuando llamase `¡Thupten, ven aquí!´, el mono más joven fuera hacia él. Los monos comprendieron muy bien y aprendieron muy rápido.

Cuando Tamchu fue a ver a sus hijos, Sonam mostró un triste semblante a su amigo: `¡Oh lo siento muchísimo, Tamchu! —dijo— ¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia! ¡Tus hijos se han convertido en monos!´.

Tamchu quedó agobiado y llamó a sus hijos por sus nombres. Al instante, aparecieron los dos monitos y corrieron hacia él. Cogieron de la mano a Tamchu y bailaron a su alrededor como si fuesen chiquillos. Tamchu quedó muy apenado y preguntó a su amigo: `Sonam, ¿qué podemos hacer?¿Cómo podemos hacer que estos monos se conviertan de nuevo en mis hijos?´

Sonam estuvo pensativo unos instantes y luego le dijo a su amigo:

—Eso es fácil, pero para ello necesitamos mucho oro.

— ¿Cuánto oro bastaría? —preguntó Tamchu.

—Unas dos bolsas de pepitas de oro, por lo menos.

—Tan pronto como pueda traeré las bolsas de oro —dijo Tamchu, que salió corriendo hacia su casa.

 

Más tarde, volvió y le dio el oro a su amigo. Sonam lo cogió y le dijo a Tamchu que esperase mientras él subía al piso de arriba. Al cabo de unos momentos, volvió a bajar.

Ahí tienes, Tamchu. He transformado de nuevo a los monos en seres humanos, en tus hijos´.

Tamchu estuvo encantado de recobrar a sus hijos, pero miró con enfado a Sonam. Pero enseguida, los dos amigos rompieron a reír”.

Al terminar esta historia, el propio monje rompió a reír al ver cómo el hilo de la cometa de su sobrino había sido cortado mientras éste escuchaba el relato. Ambos contemplaron a la cometa flotar sobre el valle de Lhasa y volar hacia los dorados tejados del Potala.

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La carreta sin bueyes. Costa Rica

La carreta sin bueyes

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Vivía en un caserío del antiguo San José, pueblo de carretas, gente sencilla y creyente, una bruja que estaba enamorada del más gallardo de los muchachos del pueblo.

El muchacho, por su gran apego a su fe cristiana, no quería tener nada con ella pero la bruja, valiéndose de artificios, lo logró conquistar y así vivir con él mucho tiempo, convirtiéndolo en un ser similar a ella.

Como se puede notar nadie estaba de acuerdo con esta unión, mucho menos el cura del pueblo, que en sus prédicas denunciaba el hecho; al pasar de los años aquel muchacho, ya mayor, tuvo una enfermedad incurable y pidió a la bruja que si se moría, le dieran los santos oficios en el templo del lugar.

Al solicitarle al sacerdote la última petición de su amado la bruja recibió la negativa debido al pecado arrastrado en su vida.

La bruja dijo por las buenas o por las malas y al morir su hombre, «enyugó» los bueyes a la carreta y puso la caja con el cuerpo muerto, cogió su escoba, su machete y se encaminó al templo.

Los bueyes iban con gran rapidez pero al llegar a la puerta, el sacerdote les dijo «en el nombre de Dios paren». Los animales hicieron caso, más no la bruja la cual blasfemaba contra lo sagrado.

El sacerdote perdonó a los bueyes por haber hecho caso y la bruja, la carreta y el muerto todavía vagan por el mundo, y algunas noches se oyen las ruedas de la carreta pasando por las calles de los pueblos arrastrada por la mano peluda del mismito diablo.

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Dos Jorobados. España

Dos Jorobados

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En un pueblo vivían dos jorobados a los que todo el mundo conocía. Uno de ellos, de temperamento animoso, gustaba mucho de salir, en las noches del verano, a tomar el fresco en las eras porque podía estar solo y a salvo de las burlas ocasionales y pensando en sus cosas. Allí se entretenía el hombre con sus pensamientos sin que nadie le molestara.

Una noche de ésas se fue a las eras, como de costumbre, y allí estaba tumbado viendo pasar las horas.

Le dieron las diez de la noche, y le dieron las once… y él, nada, tan tranquilo y tan a gusto. Y de pronto se le ocurrió, viendo que se acercaban las doce, que es la hora de las brujas, que bien podía quedarse un rato más y ver si era verdad eso de que a las doce se reunían todas ellas a celebrar sus ceremonias.

Y entre que sí y que no, y entre la curiosidad y el repeluco, pasó el tiempo y dieron las doce. Y no hicieron más que dar las doce cuando empezó a ver cosas extrañas y a escuchar música aún más extraña.

Las visiones que veía eran las brujas que saltaban, cantaban, bailaban y se contorsionaban al son de la música. Y estas brujas, cuando se cansaron de tanto baile, empezaron a cantar:

-Lunes, martes y miércoles, tres;

lunes, martes y miércoles, tres.

Así una y otra vez. Y el jorobado, viendo que no salían de ahí, pensó para sus adentros: «¡Pobrecillas!

Voy a completarles la semana». Y cantó, con el mismo

son de las brujas:

-Jueves, viernes y sábado, seis;

jueves, viernes y sábado, seis.

Y ya se disponía a continuar, cantando: «y domingo, con seis, hace siete», cuando oyó que decía una bruja:

-¡Ay, qué bien! ¡Por fin hemos concluido el cantar!, y empezó a mirar a un lado y a otro, rodeada de las otras brujas, diciendo:

 

-¿Quién ha sido, quién? ¿Dónde está el que el cantar acabó?

Y el jorobado dijo:

-Aquí me tenéis, sentado en esta piedra.

Conque todas las brujas se le acercaron y le acariciaban y por fin le dijeron:

-¡Mira qué gracioso, el pobre! ¡Si es jorobadillo!

Dinos qué quieres por habernos terminado el cantar y lo que quieras te lo concederemos.

Entonces el jorobado dijo:

 

-¿Qué es lo que más quiero? ¡Pues que me quitéis esta joroba que llevo!

 

-¡Ah, ah, sí! -dijeron las brujas-. Pobre jorobadillo, bien se lo merece.

 

Y la bruja que había hablado primero le pasó la mano por la joroba y el jorobado se quedó más derecho que un huso. Entonces él les dio las gracias y ellas se las dieron a él y, lleno de contento, se fue a su casa a dormir mientras las brujas se quedaban haciendo volatines y piruetas por los aires.

El jorobado estaba tan emocionado y exhausto que durmió como un lirón, pero a la mañana siguiente, cuando se levantó y vio que ya no tenía joroba, se llenó de gozo y salió corriendo a la calle para lucir su nuevo tipo. Todo el mundo se admiró enormemente de que le hubiese desaparecido la joroba y querían conocer la causa; y el otro jorobado del pueblo era el más interesado en saber cómo le había sucedido.

A todos se lo contó, aunque muchos no le creyeran. Y el segundo jorobado pensó:

-Pues esta noche voy yo a las eras, por si se les ha olvidado lo que les enseñaste. Y si no se les ha olvidado, entonces les cantaré: «Y domingo, con seis, hace siete»; a ver si a mí también me quitan la joroba.

¡Pues no me la han de quitar en cuanto me oigan!

Y se refocilaba pensando que, a la mañana siguiente, él también podría presumir de no tener joroba.

 

Y así se dedicó a recorrer el pueblo, contándoles a unos y a otros; y unos le animaban y otros se reían de él.

 

Conque el pobre infeliz se fue a las eras ya a eso de la media tarde, porque no podía resistir la espera, y allí se estuvo sin comer ni beber por si acaso las brujas se adelantaban y él perdía la oportunidad.

Total, que con tanto desasosiego, pasaron los cuartos, las medias y las horas haciéndosele una eternidad en la que ora desesperaba y ora confiaba hasta que por fin oyó dar las doce y en ese momento las brujas aparecieron. Casi no podía creer lo que estaba viendo, que eran las mismas visiones que relatara el otro jorobado; y tal como había dicho, después de los bailes y volatines, las brujas se juntaron y se pusieron a cantar:

-Lunes, martes y miércoles, tres;

lunes, martes y miércoles, tres;

jueves, viernes y sábado, seis;

jueves, viernes y sábado, seis.

El jorobado vio que habían aprendido bien lo que el otro les había enseñado y que no lo olvidaban, así que decidió terminar la semana y cantó, con el mismo son que las brujas:

-Y domingo, con seis, hace siete.

Las brujas, que oyeron este canto, se enfurecieron terriblemente y empezaron a buscar por todas partes, diciendo:-¿Quién nos hace burla, quién? ¿Dónde está el que nos hace la burla?

 

Y el pobre jorobado entendió que preguntaban:

«¿Quién nos dice la última, quién? ¿Dónde está el que nos dice la última?» y las llamó diciendo:

-Aquí estoy sentado en esta piedra. Quítenme ustedes la joroba.

Todas las brujas le rodearon, aún más furiosas que antes, y empezaron a darle empellones y pellizcos, mientras decían unas a otras:

-¡Mira! ¡Si es un jorobado!

 

-¡Un jorobado! ¡Que ha venido a reírse de nosotras!

 

-¡Vaya con el jorobado! ¡A ver qué hacemos con él!

Y dijeron todas a coro:

-¡Pues le ponemos otra joroba!

Y nada, que le pusieron otra joroba en mitad de la espalda, con lo cual ya tenía dos.

El pobre jorobado se fue a su casa cabizbajo y pensando en lo que le había sucedido; y estaba tan pensativo y ensimismado que no pudo pegar ojo en toda la noche y a la mañana siguiente no se atrevió a salir a la calle para que no le vieran las dos jorobas.

Y tanto y tanto aumentó su tristeza que dejó de comer y de dormir. Hasta que un buen día lo encontraron muerto de pena en su cuarto.

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EL HOMBRE DEL SACO

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Había un matrimonio que tenía tres hijas y como las tres eran buenas y trabajadoras les regalaron un anillo de oro a cada una para que lo lucieran como una prenda. Y un buen día, las tres hermanas se reunieron con sus amigas y, pensando qué hacer, se dijeron unas a otras:

-Pues hoy vamos a ir a la fuente.

Era una fuente que quedaba a las afueras del pueblo.

Entonces la más pequeña de las hermanas, que era cojita, le preguntó a su madre si podía ir a la fuente con las demás; y le dijo la madre:

-No hija mía, no vaya a ser que venga el hombre del saco y, como eres cojita, te alcance y te agarre.

Pero la niña insistió tanto que al fin su madre le dijo:

-Bueno, pues anda, vete con ellas.

Y allá se fueron todas. La cojita llevó además un cesto de ropa para lavar y al ponerse a lavar se quitó el anillo y lo dejó en una piedra. En esto, que estaban alegremente jugando en torno a la fuente cuando, de pronto, vieron venir al hombre del saco y se dijeron unas a otras:

-Corramos, por Dios, que ahí viene el hombre del saco para llevarnos a todas -y salieron corriendo a todo correr.

La cojita también corría con ellas, pero como era cojita se fue retrasando; y todavía corría para alcanzarlas cuando se acordó de que se había dejado su anillo en la fuente. Entonces miró para atrás y, como no veía al hombre del saco, volvió a recuperar su anillo; buscó la piedra, pero el anillo ya no estaba en ella y empezó a mirar por aquí y por allá por ver si había caído en alguna parte.

Entonces apareció junto a la fuente un viejo que no había visto nunca antes y le dijo la cojita:

-¿Ha visto usted por aquí un anillo de oro?

Y el viejo le contestó:

-Sí, en el fondo de este costal está y ahí lo has de encontrar.

Conque la cojita se metió en el costal a buscarlo sin sospechar nada y el viejo, que era el hombre del saco, en cuanto ella se metió dentro cerró el costal, se lo echó a las espaldas con la niña guardada y se marchó camino adelante, pero en vez de ir hacia el pueblo de la niña, tomó otro camino y se marchó a un pueblo distinto.

Iba el viejo de lugar en lugar buscándose la vida, así que por el camino le dijo a la niña:

-Cuando yo te diga: «Canta, saquito,canta que si no te doy con la palanca», tienes que cantar dentro del saco.

Y ella contestó que bueno, que lo haría así.

Y fueron de pueblo en pueblo y allí donde iban el viejo reunía a los vecinos y decía:

-Canta, saquito, canta que si no te doy con la palanca.Y la niña cantaba desde el saco:

«Por un anillo de oro

que en la fuente me dejé

estoy metida en el saco

y en el saco moriré».

Y el saco que cantaba era la admiración de la gente y le echaban monedas o le daban comida.

En esto que el viejo llegó con su carga a una casa donde era conocida la niña y él no lo sabía; y, como de costumbre, puso el saco en el suelo delante de la concurrencia y dijo:

-Canta, saquito, canta que si no te doy con la palanca.

Y la niña cantó:

«Por un anillo de oro

que en la fuente me dejé

estoy metida en el saco

y en el saco moriré».

Así que oyeron en la casa la voz de la niña, corrieron a llamar a sus hermanas y éstas vinieron y reconocieron la voz y entonces le dijeron al viejo que ellas le daban posada aquella noche en la casa de sus padres; y el viejo, pensando en cenar de balde y dormir en cama, se fue con ellas.

Conque llegó el viejo a la casa y le pusieron la cena, pero no había vino en la casa y le dijeron al viejo:

-Ahí al lado hay una taberna donde venden buen vino; si usted nos hace el favor, vaya a comprar el vino con este dinero que le damos mientras terminamos de preparar la cena.Y el viejo, que vio las monedas, se apresuró a ir por el vino pensando en la buena limosna que recibiría.

 

Cuando el viejo se fue, los padres sacaron a la niña del saco, que les contó todo lo que le había sucedido, y luego la guardaron en la habitación de las hermanas para que el viejo no la viera. Y, después, cogieron un perro y un gato y los metieron en el saco en lugar de la niña.

Al poco rato volvió el viejo, que comió y bebió y después se acostó. Al día siguiente el viejo se levantó, tomó su limosna y salió camino de otro pueblo.

Cuando llegó al otro pueblo, reunió a la gente y anunció como de costumbre que llevaba consigo un saco que cantaba y, lo mismo que otras veces, se formó un corro de gente y recogió unas monedas, y luego dijo:

-Canta, saquito, canta que si no te doy con la palanca.

El saco no cantaba y el viejo insistió:

-Canta, saquito, canta que si no te doy con la palanca.

Y el saco seguía sin cantar y ya la gente empezaba a reírse de él y también a amenazarle.

Por tercera vez insistió el viejo, que ya estaba más que escamado y pensando hacer un buen escarmiento con la cojita si ésta no abría la boca:

-¡Canta, saquito, canta que si no te doy con la palanca!

Y el saco no cantó.

Así que el viejo, furioso, la emprendió a golpes y patadas con el saco para que cantase, pero sucedió que, al sentir los golpes, el gato y el perro se enfurecieron, maullando y ladrando, y el viejo abrió el saco para ver qué era lo que pasaba y entonces el perro y el gato saltaron fuera del saco. Y el perro le dio un mordisco en las narices que se las arrancó y el gato le llenó la cara de arañazos y la gente del pueblo, pensando que se había querido burlar de ellos, le midieron las costillas con palos y varas y salió tan magullado que todavía hoy le andan curando.

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Egle, la reina de las áspides. Lituania

EGLE…

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Hace muchísimos años, tantos que ya ni se recuerdan, vivía un matrimonio de ancianos. Tenían doce hijos y tres hijas: la menor se llamaba Egle. Un atardecer de verano, las tres hermanas fueron a bañarse. Jugaron en el agua hasta que se puso el sol. Entonces volvieron a la orilla para vestirse. Pero Egle encontró un áspid dentro de la manga de su camisa; se asustó y comenzó a gritar. La hermana mayor cogió una estaca para ahuyentar al áspid. Y de pronto, éste dijo a Egle con voz humana:

– Egle, prométeme que te casarás conmigo y me iré sin haceros daño.

La niña se echó a llorar. ¡Cómo iba a casarse con un áspid!

– ¡Devuélveme mi camisa y vete! – le dijo.

– ¡Sólo si prometes casarte conmigo! – dijo el áspid.

Egle tuvo que prometer al áspid que se casaría con él. En ese momento, el áspid salió de la camisa y se sumergió en el mar.

A los tres días, apareció en el jardín de la casa de Egle un regimiento de áspides, reptando lentamente. Unos treparon por la valla y otros se enrollaron en los troncos de los árboles. Los encargados del casamiento entraron en la casa para hablar con los ancianos padres, y éstos no tuvieron más remedio que entregar a su hija.

Los áspides y la joven llegaron a la orilla del mar. Y al instante, se levantaron dos enormes olas, y en lugar de un áspid apareció un muchacho joven y muy atractivo: el rey de las aguas.

En el fondo del mar se celebró un gran banquete y Egle se casó con el áspid.

Con el paso del tiempo la muchacha se tranquilizó y se acostumbró a la vida bajo las aguas. Olvidó a los suyos y olvidó su tierra.

Pasaron nueve años. Egle tuvo tres hijos y una hija. El mayor se llamaba Roble, el segundo, Fresno, el tercero Álamo y la niña, Álamo Temblón. Un día, el mayor dijo a su madre:

– Madre, nunca nos ha hablado de tu familia. ¿Dónde viven tus padres?

Entonces, Egle se acordó de sus padres y hermanos, recordó su tierra. Y sintió la necesidad de volver a su país, quería ver a los suyos.

El áspid acompañó a Egle y a sus cuatro hijos a la orilla del mar.

– Dentro de un mes debéis regresar, que nadie os acompañe. Cuando llegues a la orilla llámame así: «Áspid, áspid. Si estás vivo, espuma de leche. Si estás muerto, espuma de sangre». Si estoy vivo, vendré a buscaros. Pero si la espuma es roja, sabrás que he muerto. No descubrirás a nadie cómo debéis llamarme.

Egle y sus hijos volvieron a su tierra. Sus padres y hermanos se alegraron mucho de verlos, y escucharon fascinados lo que Egle les contó sobre sus vidas bajo las aguas. Pero cuando les dijo que tenía que regresar en un mes, sus hermanos idearon un plan para retener a su hermana y sus sobrinos con ellos para siempre, en la tierra.

Una noche, llevaron a los cuatro niños al bosque, encendieron una hoguera y, uno a uno, les obligaron a decir cómo podrían hacer salir a su padre a la superficie del mar. Los chicos, a pesar de los golpes que les propinaban sus tíos, no dijeron una palabra. Pero la niña estaba asustada y no tardó en revelar el secreto.

Al amanecer, los hermanos de Egle cogieron unas guadañas y se dirigieron a la orilla del mar. Llamaron al áspid y, cuando éste apareció entre la espuma, le cortaron la cabeza con la guadaña.

Pasó el mes y Egle y sus hijos debían volver junto al áspid. Los hermanos no dijeron nada y la dejaron partir.

Aspid, áspid. Si estás vivo, espuma de leche. Si estás muerto, espuma de sangre – dijo Egle.

El mar se agitó desde sus profundidades, y se destacó entre las demás una enorme ola de espuma roja. Egle escuchó la voz de su marido entre el rugido del mar.

– Tus hermanos me mataron con guadañas. Nuestra hija, Alamo Temblón, nos ha traicionado.

Desesperada, Egle miró a sus hijos y dijo:

– Que mi hija pequeña se convierta en Álamo Temblón, que tiemble día y noche, que las lluvias le purifiquen la boca, que el viento le peine los cabellos. Y vosotros, mis queridos hijos, sed desde ahora árboles firmes. Yo seré un abeto.

Y todos quedaron convertidos en árboles.

Por eso, el roble, el fresno y el álamo son árboles fuertes, y el álamo temblón se estremece al menor soplo de viento.

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