Paz Soldán. La puerta cerrada

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Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano agobiador. El cura ofició una misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos refrescaba a todos con agua bendita, nos convenció una vez más de que la verdadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y, secándose el rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridos discursos, destacando lo bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó “La media vuelta”, el bolero favorito de papá: Te vas porque yo quiero que te vayas, / a la hora que yo quiera te detengo, / yo sé que mi cariño te hace falta, / porque quieras o no yo soy tu dueño.Mamá lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con su vestido negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida en un moño, era la sobriedad encarnada.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente.
Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y otra vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Luego, María dio unos pasos como sonámbula, se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella, todavía con el cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta angustia y desesperación que uno cree que acaban de ver un fantasma. Esa fue la única vez que la he visto llorar. Me acerqué a ella y la consolé diciéndole que no se preocupara, que estaría allí para protegerla. Le quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.
María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada. Él ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por la mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar a unas amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que mamá estaba profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la puerta de su cuarto estaba cerrada para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión. Así sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de valor, hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se convirtió en la única opción.
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Este es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe. Acaso todos, en el cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran. Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a un metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil carne en el ataúd de caoba.

Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mientras no hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después de que a algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero en hablar, pero ése no seré yo, porque no quiero revelar lo que sé. No quiero que María, de regreso a casa con mamá y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de este verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá, cerrarme la puerta de su cuarto.

Sudáfrica. La época de la sed.

Recopilado de los cuentos africanos de Nelson Mandela.

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Hace mucho, mucho tiempo, cuando Kaggen creó a los animales, no había fuentes, ni ríos, ni charcas en la tierra. Los animales sólo tenían para beber la sangre ajena y para comer, la carne que cubría los huesos de los demás. Sí, aquellos fueron tiempos sangrientos, en los que ninguna vida estaba a salvo.

El Elefante, que era el mayor de todos, dijo:

– No podemos seguir así. Ojalá me muriese. Así mis huesos se convertirían en árboles frutales, mis tendones se volverían tallos que se extenderían por el suelo y darían melones, y mi pelo se transformaría en una pradera.

Y los animales le preguntaron:

-¿Hasta cuándo tendremos que esperar, Elefante? ¿Hasta cuándo? ¡Porque los elefantes tienen una vida larga, muy larga!

– No lo sé -repuso el Elefante-. Eso habrá que verlo.

Pero la Serpiente dijo:

– ¡Yo os ayudaré! – y sin dar tiempo a que el Elefante se moviera, le clavó sus colmillos venenosos y no lo soltó hasta que murió.

Hubo entonces una auténtica avalancha de animales: el León y el Leopardo, el Chacal y la Liebre, y hasta la vieja Tortuga de torpes patas se abalanzaron sobre el Elefante. Comieron y comieron de su carne, y bebieron de su sangre, y no se detuvieron hasta que no dejaron más que huesos, tendones y pelo. Como ya todos estaban satisfechos, se retiraron a dormir.

Al despertarse al día siguiente, los animales empezaron a quejarse de nuevo:

– Ahora que ha muerto el Elefante y hemos comido toda su carne, ¿dónde vamos a encontrar comida?

Y, si hubieran tenido lágrimas, seguro que habrían llorado; pero el sol les había resecado los cuerpos e incluso los ojos.

– ¡No os preocupéis! -dijo la Serpiente-. ¿No os acordáis de la promesa que nos hizo el Elefante?

– Dijo que cuando muriese… –replicaron los animales-. Pero tú lo has matado.

– Dejad ya de quejaros -insistió la Serpiente-. No nos precipitemos. Vamos a esperar a ver qué pasa. ¿Hay alguien que quiera beber mi sangre?

Como temían sus colmillos envenenados, los animales permanecieron en silencio.

Esa noche, cuando las estrellas fueron saliendo una a una de su lugar de reposo, en el firmamento había un nuevo fulgor.

– ¡Es el espíritu del Elefante! -exclamaron, asustados, los animales-. No cabe duda de que va venir a eliminamos a todos.

– Vamos a esperar a ver qué pasa -dijo la Serpiente.

Los ojos del Elefante eran dos ascuas incandescentes y brillantes que ascendieron por el cielo y se detuvieron justo encima del paraje donde los animales habían devorado su cuerpo.

De pronto, sus huesos se enderezaron y echaron raíces y ramas cargadas de fruta. Y sus tendones se extendieron por toda la tierra y de ellos crecieron melones tsamma. Y su pelo se convirtió en una pradera de abundante pasto.

– ¡Ya tenemos comida! -exclamaron los animales, y se pusieron a pastar. Algunos animales, los que no podían sobrevivir sin carne ni sangre, se alejaron sigilosos al amparo de la noche. Esos animales eran el León y el Leopardo, el Chacal y el Lobo, el Gato Salvaje y la Lechuza.

Y cuando los demás animales dormían, salían furtivamente de sus guaridas para matar y devorar. El Halcón era tan descarado que buscaba a sus presas a plena luz del día. Sólo el Buitre dijo:

– Yo también quiero carne, pero no pienso matar.

A pesar de que ya tenían alimentos, los animales aún no estaban contentos.

– ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! -clamaban-. Nos morimos de sed.

– Pero si la fruta está llena de agua -dijo la Serpiente-. Y los tsammas y la hierba.

– ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! -gruñían los animales y, como antes, empezaron a buscar entre ellos la sangre más joven y dulce para bebérsela.

– El Elefante ha entregado su cuerpo por vosotros -les amonestó la Serpiente-. Y yo he entregado mi veneno. Pero vosotros sólo sabéis quejaros -los animales no habían comprendido que la Serpiente había gastado hasta la última gota de su veneno para matar al gigantesco Elefante-. Esperad un momento. ¡Yo os daré agua! -dijo la Serpiente.

Se introdujo por una oquedad del suelo y se puso a silbar, a soplar y a arrojar chorros de agua por la boca hasta que los regueros subterráneos afloraron burbujeando a la superficie, en las llanuras baldías y los terrenos bajos.

– Ya tenemos fuentes, ríos y charcas -dijeron, muy satisfechos, los animales.

Así fue como los animales recibieron comida y agua, y hasta el día de hoy se sigue hablando de la hierba del elefante y del agua de la serpiente.

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Cuento egipcio. Los dos hermanos.

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Anubis tenía un hermano pequeño, llamado Bata, al que quería como a un hijo y que vivía con él y su esposa. Bata era muy trabajador, colaboraba en las tareas de la casa y de las tierras y además cuidaba de los animales.

Un día en el que estaban los dos trabajando la tierra, Anubis pidió a su hermano que fuese a casa por más semillas para la siembra, él, obediente como siempre, se dispuso a realizar el encargo pero al llegar a la casa, la esposa de Anubis se le insinuó con proposiciones deshonestas. Bata se enfadó y le recordó a su cuñada que además de ser como una madre para él, era la esposa de su hermano y que para que éste no sufriera si se enteraba del asunto, olvidaría lo sucedido y nunca más se volvería a hablar  de ello.

Al llegar la noche y dar por terminadas las labores del campo, regresaron a casa y allí Anubis se encontró a su mujer en la cama simulando haber sido agredida, y, al preguntarle su esposo qué era lo que le había pasado, ella le dijo que Bata la había atacado y golpeado porque no había accedido a sus pecaminosos deseos.

Anubis, sin pensarlo dos veces, cogió un cuchillo y se dirigió al establo con la intención de matar a su hermano que, al verlo llegar y temiendo lo que podría haber sucedido, huyó. Su hermano corría tras él y entonces Bata rogó a Ra (dios del cielo, del sol y del origen de la vida en la mitología egipcia, así como responsable del ciclo de la muerte y la resurrección. Se le representaba  con cabeza de halcón sobre la cual portaba el disco solar) que le escuchase y le ayudase porque era inocente. Ra, como sabía que era cierto, formó entre ambos hermanos un lago lleno de cocodrilos que impidió que Anubis alcanzara a su hermano. A la mañana siguiente, más calmados ambos, se sometieron al juicio de Ra y Bata contó a su hermano lo que en realidad había sucedido y le dijo que pensaba marcharse muy lejos, hasta el Valle de los Cedros, donde se arrancaría el corazón y lo dejaría sobre una flor de cedro. Le dijo también que cuando el árbol se cortara, él moriría y que si realmente lo quería tendría que ir a recoger su corazón y meterlo en un vaso de agua fresca para que pudiera resucitar y vengar el trato recibido. La señal de que esto habría sucedido sería la cerveza derramada de una jarra. Así pues, Bata se encaminó al Valle de los Cedros y Anubis a su casa en donde mató a su mujer.

En el valle de los cedros, Bata construyó un bonito palacio que fue visitado por la Enéada (grupo de las nueve divinidades unidas normalmente por lazos familiares y relacionados todos ellos con la creación) quienes, al verlo tan solo, decidieron crear a la mujer más bella del mundo para que fuera su esposa.

Pero lo que parecía representar la felicidad de Bata resultó ser su problema, pues al enterarse el faraón de la existencia de esa bellísima mujer, mandó que la trajeran para convertirla en la esposa preferida de su harén. Así sucedió, pero la favorita era muy malvada y le contó al faraón quién era su esposo anterior y cómo podía destruirlo, así que el faraón, que estaba encaprichado de ella, mandó que cortaran la planta de cedro que guardaba el corazón de Bata y, al hacerlo, éste murió al instante.

Anubis, que había continuado con su vida normal, al llegar cansado a casa ese día, pidió que le sirvieran una jarra de cerveza bien fría y al serle servida se desbordó derramándose sobre la mesa; esto hizo que recordara las palabras de su hermano y rápidamente se puso en marcha hacia El Valle de los Cedros en donde lo halló muerto.

Durante años buscó su corazón con la intención de poder resucitarlo y, al encontrarlo tras ímprobos esfuerzos, lo metió en un vaso de agua fresca y de esta manera consiguió resucitarlo.

Bata solicitó la ayuda de su hermano para vengar la traición de su esposa, se convirtió en un toro y Anubis lo condujo al palacio del faraón. Este, nada más verlo, se lo cambió a Anubis por una buena cantidad de oro con la que regresó a su casa siguiendo las instrucciones de Bata.

Una vez en el palacio, Bata, en forma de toro, le hizo saber a la favorita que no estaba muerto y ella enfurecida le pidió al faraón que matara al toro. El faraón que seguía muy encaprichado con ella, accedió y lo mandó matar, pero, al darle muerte, dos gotas de sangre cayeron a la puerta del palacio y al momento crecieron dos perseas (grandes arbustos).

Volvió Bata a comunicarse con la favorita para hacerle saber que seguía vivo y ésta de nuevo pidió al faraón que mandara cortar las preseas porque quería acabar con su vida definitivamente. Accedió de nuevo el faraón y, al cortarlas, una astilla se clavó en la favorita que quedó embarazada sin sospechar que el bebé sería la reencarnación de Bata.

Cuando nació el niño, el faraón estaba encantado y rápidamente lo nombró heredero del reino y a su muerte se convirtió en su sucesor. Bata contó a sus consejeros todo lo que había sufrido a causa de la maldad de la favorita y esta fue castigada con la muerte. Reinó durante muchos años y nombró  heredero a Anubis.

Maorí. Kupe y el pulpo

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Según las tradiciones comunes a todas las actuales tribus maoríes de Nueva Zelanda, Kupe fue la primera persona en llegar a las costas de dicho territorio en el siglo X d.C. Kupe procedía de Hawaiiki que en lengua maorí significa “Paraíso Original” y que los investigadores sitúan entre Tahití y las Islas Cook.

Se cuenta que Kupe competía con su paisano Muturangi por cazar un pulpo gigantesco que atemorizaba a pescadores del lugar y ahuyentaba a los bancales de peces. Un día, el pulpo mordió el anzuelo de Kupe y comenzó entonces una feroz lucha entre el pescador y su presa.

Kupe, junto con su tripulación, trató día y noche de capturar al cefalópodo, pero el inteligente monstruo marino le alejó de la costa y se internó en aguas profundas. El pescador no se amedrentó y persiguió al pulpo durante interminables jornadas.

Varias semanas después, arrastrada por fuertes corrientes, su gran canoa llegó hasta la isla de la gran nube blanca –en maorí Aoetearoa, que fue como la llamó Kuramarotini, la esposa de Kupe, al ver una fumarola de erupción volcánica sobre el cielo- y allí, en el Estrecho de Raukawakawa (actual Estrecho de Cook), Kupe dio por fin caza al pulpo gigante

Aprovechando el descubrimiento de aquel impresionante e intacto territorio, Kupe y su tripulación exploraron sus costas e idearon una suerte de carta náutica de transmisión oral para poder regresar algún día.  Así, al volver a su hogar contaron su hallazgo al resto de la tribu y la historia pasó de generación en generación. Años después, el clan decidió emigrar en una gran flota de canoas a aquel paraíso lejano, siguiendo la ruta marcada por el heroico pescador.

Maorí. Rangi y Papa

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En aquellos tiempos, Rangi (el cielo)  y Papa (la tierra) se amaban tiernamente en la más absoluta oscuridad. Se abrazaban tan estrechamente que ninguna luz lograba penetrar por entre sus cuerpos. De su unión nacieron seis muchachos, seis dioses: Tané, el gran dios de los bosques y de los seres que los habitan; Tangaroa, el que reina sobre los habitantes de la mar; Rongo, el padre de las batatas y de todas las plantas cultivadas; Haumia, el dios de las raíces y las bayas silvestres; Tawhiri, el que manda sobre los vientos y las tempestades; Tu, el dios de la guerra y a la vez hombre.

Estos seis dioses permanecieron largos años en la más completa oscuridad, ocultos entre sus padres. Pero un buen día, cansados de vivir así, decidieron asumir su destino y se preguntaron: ¿Qué podríamos hacer para vivir a la luz del día? ¿Matar a nuestros padres para que haya luz en el mundo? ¿Separarlos?

 Tu, el feroz, propuso:

  -¡Matémosles!

– ¡No! ¡Tenemos que separarlos! Hagamos que el Cielo se extienda sobre nuestras cabezas y la Tierra bajo nuestros pies, muy cerca de nosotros, pues ella es nuestra madre nutricia -respondió Tané, el sabio.

Tras un período de reflexión que duró varios siglos, cinco de los seis dioses lograron ponerse de acuerdo en la idea de separarlos para que la luz del día pudiera iluminar el mundo. Únicamente Tawhiri, que no aprobaba aquella decisión, permanecía callado: no quería que muriesen de pena.

– ¿Y cómo haremos para separar a nuestros padres, si están tan estrechamente unidos? – se preguntaron.

Rongo, Tangaroa y Haumia se pusieron de acuerdo y empujaron con todas sus fuerzas para separarlos, pero sin éxito. Tu intentó cortar los lazos que unían al Cielo con la Tierra pero sólo consiguió hacerles sangre, por lo que desistió.

De la sangre que manó de aquellas heridas nació el ocre rojizo, el color sagrado.

Tané, por su parte, intentó separarlos empujando con los brazos, pero tampoco consiguió nada. Necesitó un descanso de varios siglos para reponerse del esfuerzo; pero después, apoyando los hombros en la Tierra y los pies en el Cielo, empujó con todas sus fuerzas. Poco a poco los lazos fueron cediendo. Rangi y Papa sufrían, gemían y reprochaban a sus hijos que no les dejasen seguir amándose… Mas la luz comenzó a iluminar al mundo y todos los seres que el Cielo y la Tierra habían procreado en la oscuridad, comenzaron a hacerse visibles… Tané colocó el Sol en lo más alto y en el cielo de la noche puso la Luna y las estrellas. La tarea estaba cumplida.

Mientras Tané separaba a su padre Rangi de su madre Papa, Tawhiri había estado conteniéndose. El no quería que los separasen y se puso furioso. Por eso, hostigado por Rangi, también muy contrariado, atacó a sus hermanos. Tawhiri desencadenó la tormenta y los furiosos vendavales, el viento frío, el viento ardiente, la lluvia torrencial y el granizo. El propio Tawhiri arremetió contra Tané, arrasando los bosques y arrancando de cuajo gigantescos árboles que luego acabarían pudriéndose. Después se enfrentó a Tangaroa y provocó una terrible tempestad. Los peces huyeron a esconderse en las profundidades del mar y las serpientes y los lagartos se ocultaron en lo más denso del bosque. Luego le tocó el turno a Rongo y Haumia, los dioses de las batatas y de las raíces de helecho.

Pero Papa, la madre tierra, deseando proteger a sus hijos, los ocultó en un lugar seguro: en su propio seno. Tawhiri decidió entonces batirse con el terrible Tu, el dios de la guerra. Se lanzó sobre él, pero Tu tenía los pies firmemente asentados en el pecho de la Tierra, su madre, lo que le hacía invencible. Tawhiri, agotado, desanimado y sin la ayuda de Rangi, que había dejado de hostigarle, dio a los Vientos la orden de que se calmasen. La paz reinó de nuevo sobre la tierra.

Desde aquel día Rangi, el cielo, permanece separado de Papa, la tierra, pero su amor por ella sigue siendo inmenso. Rangi lloró tanto que sus lágrimas dieron origen a un gigantesco mar que cubrió una gran parte del país. Para que la inundación cesase, los hijos de Papa y Rangi decidieron colocar a la madre dando la espalda al padre, de manera que los esposos no tuvieran que verse constantemente. Desde entonces Rangi llora algo menos. Por la noche sus lágrimas caen en la espalda de Papa, formando el rocío de la mañana. Papa lanza sus suspiros hacia Rangi y por eso la bruma se extiende sobre la tierra.

En aquellos tiempos, Tu, el dios de la guerra, era también hombre; pero sólo en espíritu, puesto que los hombres todavía no existían. Fue Tané el que tuvo el privilegio de crearlos. Tomó la tierra enrojecida por la sangre de Rangi y Papa, aquella que manó cuando Tu intentó separarlos, y formó la figura de una mujer. Para darle vida sopló por los agujeros de su nariz. Así fue como vino al mundo, hecha de tierra, la primera mujer.

La llamó Hiné. Esta se casó con Tané y trajo al mundo una niña llamada Aurora que fue la que dio origen al linaje de los hombres.

Bolivia. Ñucu el gusano

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Hace muchísimo, muchísimo tiempo, el cielo estaba tan cerca de la tierra que de vez en cuando chocaba con ella matando a muchos hombres.

En uno de los pueblos chimanes, vivía una mujer pobre y solitaria. Pasaba hambre ya que no tenía a nadie quien le ayude en su chaco o en cualquier trabajo para conseguir alimento.

Un día, entre las hojas del yucal, vio algo brillante. ¿Qué será? pensó la mujer, y se fue a su vivienda. En la noche soñó que ese algo brillante se movía como si tuviera vida. Por la mañana fue a buscarlo y lo recogió y envolvió en una hoja de yuca. Lo llamó Ñucu y considerándolo desde entonces como su hijo, lo metió en un cántaro para alimentarlo.

Ñucu parecía un gusano blanco. A la semana creció hasta llenar el cántaro. La mujer tuvo entonces que fabricar uno más grande, y ahí puso al gusano. A la semana el cántaro estaba otra vez lleno.

A pesar de su pobreza, la mujer trabajaba sólo para alimentar a Ñucu, que siempre tenía hambre y comía mucho. A la tercera semana Ñucu dijo:

– Madrecita, me voy a pescar.

A la noche fue al río, y al recostarse atravesado sobre éste, su enorme cuerpo represó las aguas y los peces comenzaron a saltar a las orillas. Al despuntar el amanecer llegó la mujer y recogió los pescados en una canasta. Desde entonces siempre tuvo alimento, cada noche iba con su hijo al río y correteaba por la playa agarrando pescados y metiéndolos en su canasta.

 La gente comenzó a murmurar:

– ¿Cómo es que esta vieja tiene ahora tanto pescado, si antes se moría de hambre?- y fueron y le preguntaron:  ¿Cómo tienes ese pescado?

La mujer no les respondía.

Pasó el tiempo y la gente del lugar comenzó a pasar hambre, ya no había peces para todos pues Ñucu los atajaba.

Entonces un día Ñucu le pidió a su madre:

– Madrecita, anda, diles que vengan aquí a pescar.

La mujer fue y les dijo:

– Allá arriba está Ñucu pescando. Vamos, él nos invita a recoger pescados para todos.

De este modo la gente conoció el secreto de la viejecita. Vivieron mucho tiempo sin problemas, hasta que Ñucu creció y llegó a ser tan enorme que ya no cabía en el río. Esta vez le dijo a la mujer:

– Madrecita, ahora me voy. Les he ayudado bastante aquí en la tierra, tú ya no pasarás hambre pues la gente te sabrá ayudar. Tengo que ir a sostener el cielo más arriba para que nunca más se vuelva a caer.

La viejita se quedó muy triste pensando en la pérdida de su hijo. Ñucu se echó entonces de un extremo a otro de la tierra y se elevó sosteniendo el cielo, hasta la misma posición en que está ahora. Ante el lejano cielo azul la mujer se puso a llorar. Pero en la noche, vio a su hijo brillando allá arriba. Era la Vía Láctea, y se consoló pensando que todas las noches podría ver a su hijo.

Bolivia. Atokk el zorro

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Dios creó el mundo: el hombre, la tierra, Ios animales y las plantas, alumbrados por el Sol, la Luna y las estrellas., Colores y propiedades dejó para el final; por un error escogió al Zorro para que transmitiera su voluntad a lo creado. Atokk (el zorro) tuvo la culpa de las imperfecciones, como bien quedará demostrado con esta historia.

 Desde lo alto del cielo Dios ordenó:

– Los hombres no necesitarán vestidos, que vivirán desnudos y  los dotaré de plumas que les cubran de la cintura hasta cerca de las rodillas.

Los hombres, inquirieron al zorro:

– ¿Qué es lo que ha dicho Dios?

A lo que el taimado respondió:

– Dice que las mujeres fabricarán los vestidos con trabajo: hilando, tejiendo. . . hasta que se les hinchen las yemas de Ios dedos y les duelan los pulmones.

Dios volvió a ordenar:

– No necesitarán sembrar cosa alguna en los campos. Árboles y toda planta darán sabrosos frutos para cortarlos fácilmente. Sobre las mazorcas del maíz crecerán las espigas del trigo.

Los hombres interrogaron nuevamente al zorro:

– ¿Qué ha mandado Dios?

– Dice que los hombres siembren las tierras y se sustenten con su trabajo, que los vegetales los dejen para alimento de los animales, sus verdaderos hijos.

Dios habló nuevamente:

– La gente se alimentará una vez al día.

lnquirieron los hombres, y Atokk aclaró:

– Dice que coman tres veces al día. La primera comida se llamará desayuno, servida por la mañana; la segunda se llamará almuerzo, al mediodía y sin falta, y la tercera, dada por la noche, se denominará cena. Que retengan esto bien los hombres y las mañosas mujeres sobre todo. . .

Siguió hablando Dios:

– Las lanas de las ovejas serán azules, rojas, verdes, blancas, negras, amarillas y de todo color, como el arco iris, para que las mujeres o los hombres que quieran adornarse con hermosos vestidos no tengan necesidad de teñirlas.

– ¿Qué ordena Dios ahora?

El ladino aclaró:

– Dice que las lanas de las ovejas serán blancas, negras y cafés, y que si quieren teñirlas a otros colores deberán usar todo tipo de tinturas.

A cada afirmación del zorro las cosas salieron a su humor. Los hombres y las mujeres descontentos con las órdenes del Supremo Hacedor, quisieron preguntar por lo menos sobre un asunto, y por intermedio del zorro lo hicieron. Atokk preguntó a Dios:

– Dicen los pobres indios que cómo hilarán y tejerán sus vestidos.

Dios repuso con bondad:

– Diles a mis hijos que sus mujeres pondrán sus husos y un poco de lana dentro de un cántaro, y yo convertiré todo eso en hermosas telas y fascinantes hebras.

Preguntó la gente al zorro lo que Dios respondía. Atokk dijo burlón:

– Dios dice que las mujeres durante toda su vida trabajarán hilando y tejiendo, que lo que piden es imposible.

Creado el mundo, obra de la burla del zorro, los hombres acataron con tristeza la voluntad divina.

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Colombia Mitos colombianos

Bachué

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Bachué, la madre chibcha, salió de la laguna de Iguaque una madrugada, llevando un niño en los brazos. Era una bella mujer, cubierta solamente por una túnica de pelo negro, que le arrastraba

Apareció lustrosa, recién escurrida del lago. Una madrediagua morena, garbosa, de senos redondos, firmes, cobrizos, terminados en puntas más oscuras. Caminaba afirmando las piernas ágiles, venía de nadar tanto que se le formaron pantorrillas de hoja de palma y muslos fuertes. En los brazos, la criatura también desnuda.

Bachué se instaló entre los Chibchas, se ganó su confianza y su afecto. Les enseñó normas para conservar la paz con los vecinos y el orden entre las gentes de su cercado.

El niño creció y Bachué, encargada de poblar la tierra, empezó a ser fecundada por la criatura que había portado en sus brazos. Sus alumbramientos eran múltiples, como los de las conejas. En el primer parto se contaron mellizos, en el segundo trillizos, en el tercero cuádruples y así hasta que se consideró que su tarea reproductora sobre la tierra estaba cumplida.

En pocas edades recorrió muchos cercados, y por todas partes dejó criaturas y enseñanzas. Pasó el tiempo y la mujer pobladora no envejecía. De pronto, su cuerpo se destempló; los senos se le escurrieron; las piernas se le aflojaron; su cuello ya no era lozano; el rostro estaba poblado de arrugas; había un gran cansancio en su mirada. Sin avisar, se metió a la laguna de Iguaque, acompañada del mismo ser que había traído. Se lanzó a las aguas. Un gran bostezo del lago la devoró, convirtiéndola en serpiente, símbolo de inteligencia entre los Chibchas.

Los nativos aseguraban que de vez en cuando veían a la culebra asomar los ojitos brillantes a la superficie de las aguas vidriadas, en las noches de luna, cuando acudían a llevarle ofrendas. Arrojaban adornos de oro, utensilios y copas doradas, en la seguridad de que ella estaba en el fondo de la laguna recibiendo los regalos, de buen corazón.

Al varón no le pusieron mayor atención. Ella quedó para siempre con el título de madre de la humanidad, fuente de toda vida. Y como venía del agua, los naturales comenzaron a adorar las lagunas y las ranitas, los renacuajos, las lagartijas, todo síntoma de vida que brotara de las aguas. Fundieron en oro alfileres rematados en batracios, se colgaron al cuello dijes en forma de lagarto y divinizaron a las ranas, que en adelante serían el símbolo de la fertilidad.

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Colombia. Cundinamarca

Mito fundacional Colombia

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Hace muchos, muchos años, la laguna de Iguaque llenó sus aguas de flores y plantas de todos los colores, de ellas nació una mujer de pelo largo y negro que ascendía del agua acompañada de un niño pequeño. Eran Bachué y su hijo que venían a poblar la tierra. Bachué se casó con ese niño cuando éste ya era un hombre y los hijos que tuvieron fueron quienes comenzaron a habitar la tierra de entonces. Empezando en la Sabana, el imperio Chibcha creció y creció hasta extenderse por todos los rincones y Bachué, la madre, les enseñó todo lo que tenían que saber para sobrevivir.  Bachué, cansada decidió regresar al agua, luego de dejar todo listo. Acompañada de su esposo, ambos se convirtieron en serpiente y se sumergieron en las profundidades, con la promesa de que el mundo entero estaría vigilado por ella para que todo estuviera bien.

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Ray Bradbury. En la noche.

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La señora Navárrez gimió de tal manera durante toda la noche que sus gemidos llenaban el inquilinato como si hubiese una luz encendida en cada cuarto, y nadie pudo dormir.

Pasó toda la noche, mordiendo su almohada blanca, retorciendo sus manos delgadas y gritando:

-¡Mi Joe!

A las tres de la madrugada los habitantes de los apartamentos se convencieron, finalmente, de que la mujer jamás cerraría su roja boca pintada y se levantaron, sintiéndose acalorados y fastidiosos. Se vistieron y fueron a tomar el trolebús que los llevaría al centro, a uno de esos cines que funcionaban toda la noche. Allí, Roy Rogers se dedicaba a perseguir a los malos y lo veían a través de un velo de humo rancio y oían los diálogos en medio de los ronquidos en la sala nocturna, a oscuras.

Al amanecer, la señora Navárrez todavía seguía sollozando y gritando.

Durante el día no era tan terrible. El coro masivo de niños que lloraban en distintos puntos de la casa le confería esa gracia salvadora que era, casi, una armonía. A eso se sumaba el traqueteo de las máquinas lavadoras en la galería del edificio donde las mujeres en batas de felpilla, de pie sobre las tablas mojadas del piso, intercambiaban rápidas frases mexicanas. Aun así, de tanto en tanto se podía oír el quejido de la señora Navárrez en medio de las agudas voces, las lavadoras, los bebés:

-¡Mi Joe, oh, mi pobre Joe! -gritaba.

Al atardecer llegaron los hombres, con el sudor del trabajo bajo los brazos. Mientras se remojaban en bañeras llenas de agua fresca, en todo el edificio donde se preparaba la cena maldijeron y se taparon los oídos con las manos.

-¡Todavía sigue con eso! -rabiaron, impotentes.

Uno de los hombres hasta llegó a dar un puntapié a la puerta.

-¡Cállate, mujer!

Y lo único que logró fue que la señora Navárrez chillara más fuerte aun:

-¡Oh, ah! ¡Joe, Joe!

-¡Esta noche cenamos fuera! -les dijeron los hombres a sus esposas.

En todo el edificio se guardaron los utensilios de cocina en los estantes, se cerraron las puertas con llave; los hombres asían a sus perfumadas esposas de los codos y avanzaban de prisa con ellas por los pasillos.

A medianoche, el señor Villanazul abrió la vieja puerta desvencijada de su casa, cerró los ojos castaños y se quedó así un momento, balanceándose. Su esposa Tina, con los tres hijos y las dos hijas de ambos, uno de ellos en brazos, estaba junto a él.

-¡Ay, Dios! -susurró el señor Villanazul-. ¡Dulce Jesús, baja de la cruz y haz callar a esa mujer!

Entraron a su pequeña morada en penumbras y miraron el cirio azul que parpadeaba bajo un solitario crucifijo. En actitud filosófica, el señor Villanazul meneó la cabeza:

-Sigue en la cruz.

Se tendieron en sus camas como trozos de carne asándose, y la noche estival los salseó con sus propios jugos. La casa ardía con los gritos de esa enferma.

-¡Estoy asfixiado!

El señor Villanazul bajó corriendo las escaleras del edificio seguido por su esposa y dejaron a los niños, que gozaban de la milagrosa capacidad de dormir aunque el mundo se viniese abajo.

Vagas figuras ocuparon la galería delantera, una docena de hombres silenciosos, acuclillados, con cigarrillos que echaban humo y fulguraban entre sus dedos morenos. Las mujeres, en batas de felpilla, aprovechaban el escaso viento que soplaba en la noche de verano. Se desplazaban como las figuras de un sueño, como maniquíes movidos rígidamente por medio de cables y rodillos. Tenían los ojos hinchados y las lenguas estropajosas.

-Vamos a su apartamento a estrangularla -dijo uno de los hombres.

-No, eso no estaría bien -dijo una mujer-. Mejor arrojémosla por la ventana.

Aunque fatigados, todos rieron.

El señor Villanazul los miraba a todos parpadeando, confundido. A su lado, su esposa se movía con indolencia.

-Cualquiera diría que Joe es el único hombre del mundo que se ha unido al ejército -dijo alguien, irritado-. ¡Caramba con la señora Navárrez! ¡Seguro que este Joe, este marido suyo, estará pelando papas; será el tipo más seguro en toda la infantería!

-Hay que hacer algo -proclamó el señor Villanazul.

Él mismo se sorprendió de la dureza de su voz, y todos lo miraron.

-No podemos seguir así una noche más -siguió diciendo, sin rodeos.

-Cuanto más golpeamos a la puerta, más grita ella -explicó el señor Gómez.

-Esta tarde ha venido el sacerdote -dijo la señora Gutiérrez-. En nuestra desesperación, acudimos a él. Pero la señora Navárrez no le abrió la puerta siquiera, por mucho que él se lo rogó. El cura se fue. También hemos llamado al oficial Gilvie, que le gritó, pero, ¿acaso cree que ella lo escuchó?

-Entonces tenemos que buscar otra forma -reflexionó el señor Villanazul-. Alguien debe tratarla con… simpatía.

-¿Qué otra forma existe? -preguntó el señor Gómez.

Después de unos instantes, el señor Villanazul conjeturó:

-Ah, si alguno de nosotros fuese soltero…

Dejó caer la insinuación como una piedra en un estanque profundo, esperó a que salpicara y a que las ondas se expandieran suavemente.

Todos suspiraron.

Fue como si se levantase un pequeño viento de noche veraniega. Los hombres se enderezaron un poco, las mujeres aceleraron sus movimientos.

-Pero somos todos casados -respondió el señor Gómez, volviendo a acurrucarse-. No hay ningún soltero.

-Oh -exclamaron todos, y se aquietaron nuevamente en ese río caliente, vacío, de la noche, mientras el humo se elevaba en silencio.

-Entonces -volvió a disparar el señor Villanazul cuadrando los hombros y tensando la boca- ¡tendrá que ser uno de nosotros!

El viento nocturno volvió a soplar, agitando a la gente allí reunida.

-¡No es momento para egoísmos! -declaró Villanazul-. ¡Uno de nosotros debe hacer… esto! ¡De lo contrario, nos asaremos otra noche más en el infierno!

Esta vez, los que estaban en la galería se apartaron de él, parpadeando.

-¿Lo hará usted, señor Villanazul? -quisieron saber.

El aludido se puso rígido y el cigarrillo estuvo a punto de caérsele de los dedos.

-Oh, pero yo… -objetó él.

-Usted -dijeron-. ¿No?

Afiebrado, agitó sus manos.

-¡Yo tengo esposa y cinco hijos, uno de brazos!

-¡Ninguno de nosotros es soltero y, como la idea fue suya, deberá tener el coraje de respaldar sus convicciones, señor Villanazul! -replicaron todos.

El hombre se asustó y guardó silencio. Dirigió a su esposa fugaces miradas de alarma.

Cansada, ella permanecía de pie en la noche, esforzándose para verlo.

-Estoy tan cansada… -se lamentó la mujer.

-Tina -dijo él.

-Yo voy a morirme y habrá muchas flores y me sepultarán si no logro descansar -murmuró ella.

-¡Pero, Tina…!

-Tiene muy mal aspecto -dijeron todos.

El señor Villanazul sólo titubeó un instante más. Tocó los dedos de su esposa, flojos y calientes. Rozó con sus labios la mejilla enfebrecida de su mujer.

Sin agregar palabra, salió de la galería.

Todos oyeron sus pasos que subían las escaleras del edificio a oscuras, lo oyeron ascender, dar la vuelta en el tercer piso, donde la señora Navárrez gemía y gritaba.

Aguardaron en el porche.

Los hombres encendieron nuevos cigarrillos y arrojaron las cerillas; hablando como un viento, las mujeres rondaron entre ellos; todos se acercaron a la señora Villanazul, que permanecía de pie, en silencio, con sombras bajo de sus ojos fatigados, apoyada contra la baranda de la galería.

-¡Ahora -susurró quedamente uno de los hombres-, el señor Villanazul está en el último piso del edificio!

Todos guardaron silencio.

-¡Ahora -siguió el hombre en un murmullo teatral-, el señor Villanazul golpea la puerta! Tap, tap.

Todos escucharon, conteniendo el aliento.

A lo lejos se oyó un suave golpeteo.

-¡Ahora la señora Navárrez se echa a gritar de nuevo ante la intrusión!

Desde lo alto de la casa llegó un grito.

-Ahora -imaginó el hombre acuclillado, moviendo delicadamente su mano en el aire-, el señor Villanazul ruega y suplica, suave y quedo, a través de la puerta cerrada con llave.

Los que estaban en el porche alzaron sus barbillas tratando de ver a través de los tres pisos de madera y cemento, hacia el tercero, y esperaron.

El grito se apagó.

-Ahora el señor Villanazul habla rápido, ruega, susurra, promete -exclamó el hombre con suavidad.

El grito fue convirtiéndose en un sollozo, el sollozo en un gemido y, por último, se extinguió del todo dejando oír la respiración, el latido de los corazones y todos escucharon.

Al cabo de unos dos minutos de permanecer quietos, traspirando, esperando, todos los presentes en la galería oyeron, allá arriba, el chasquido de la cerradura, la puerta que se abría y, un segundo después, un susurro y la puerta que se cerraba.

La casa se sumió en el silencio.

El silencio inundó todos los apartamentos, como si se apagara una luz. El silencio fluyó como un vino fresco por el túnel de los pasillos. El silencio entró por los vanos abiertos como una brisa fresca que llegara desde el sótano. Todos se quedaron allí, inhalando la frescura de esa brisa.

-¡Ah! -suspiraron.

Los hombres arrojaron sus cigarrillos y echaron a andar de puntillas por el edificio silencioso. Las mujeres los siguieron. Pronto, el porche quedó vacío. Los habitantes se movieron por frescos pasillos silenciosos.

La señora Villanazul, en fatigado estupor, abrió la cerradura de la puerta.

-Debemos ofrecerle un banquete al señor Villanazul -susurró una voz.

-Mañana encenderemos una vela por él.

Las puertas se cerraron.

La señora Villanazul yacía en su fresco lecho. “Es un hombre considerado”, pensó, casi dormida ya, con los ojos cerrados. “Por este tipo de cosas lo amo.”

El silencio fue como una mano fresca que la acariciaba, hasta que se durmió.

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