Pedro Orgambide
Ustedes dirán qué hace Santiago Cruz en el cementerio de los rusos; esas son cosas de él y uno no es nadie para meterse en su vida. Habrá ido a tomar sol entre las tumbas, digo yo. Pero no, si sabe quedarse hasta que el sol baja por el muro de La Tablada, entre esas piedras llenas de ganchitos que, según dicen, son letras, nombres de difuntos. Solo, apoyado en un árbol, ve pasar a la gente que llora a sus muertos detrás del cura de ellos, un tipo que va cantando a lo loco, como perro en pena, con un libro en la mano. Respetuoso, Santiago Cruz se toca el ala del sombrero, baja los ojos hasta sus zapatos, mira una hormiga con un palito a cuestas. Va cayendo la noche y Santiago Cruz sigue allí, hasta que alguien le dice que es tarde, que van a cerrar el camposanto. Se va y toma una ginebra en el primer boliche y otra un poco más lejos y otra al llegar a su casa. Da lástima verlo, a él, que fue un taura, achicarse como pasa de uva en el crepúsculo, acariciando un perro.
Porque Santiago Cruz, allá por el veinte, cuando ustedes no habían nacido, supo ser una luz en la milonga, un beneficio para el hembraje. Era el mimado del quilombo. No había cumplido veinte años y ya tenía más historia que San Martín. Bien trajeado, con un reloj y cadena de oro, recuerdo de una de sus mujeres (que fueron muchas) llegaba a eso de las seis, a matear con las pupilas, a tomar una copita con la madama, que lo quería como a un hijo. Servicial, él retribuía las atenciones, y cuando una de ellas cumplía años, arrimaba al quilombo un paquete de merengues de El Molino. Así como lo oyen. Sabía ser dulce y cariñoso, cosa que las hembras agradecen, y nunca hizo alarde de guapeza aunque debía, a su edad, varias muertes.
Entonces, se llegaba al quilombo en carro. Así venían los matarifes y cuchilleros, aquí a Mataderos, que es el barrio de Santiago Cruz, aunque él supo alternar en San Fernando y también en la Boca y la isla Maciel, de putañero y curioso que era. Llegaban los carros, digo, con su gente mamada y ruidosa, y estas calles eran un carnaval, señores, con farolitos y guitarras. Todavía, en los patios, era costumbre bailar con las muchachas y ahí se lucía Santiago Cruz, un tigre en la milonga, y un junco, una vara florida en aquel vals criollo que tocaba el violinista ciego. Bailaba como un dios, perdonando a los presentes, como ya no se baila. Una de sus mañas era dejar a la mujer pidiendo, soltarla un poco, aflojarle la rienda, para después darle en las ancas, la mano abierta como una cachetada, el cuerpo distante, medio echado hacia atrás, adonde ella iba a parar al fin, arrinconándose en el pecho. Entonces Santiago Cruz, siempre bailando, se apartaba del barullo, cruzaba con la mujer por el patio de ladrillo. Ella alzaba la cortina de junco, entraban en la pieza, y allí se quedaba, caballeros, hasta que cantara el gallo.
Por menos de una noche jamás tuvo una mujer y ese fue su arte, andar sin apuro en el hembraje. No cualquiera se quedaba a nochear en el quilombo, a oír el canto de la calandria abrazado a una mujer. Para él fue costumbre. Después, se iba a refrescar con el agua de la bomba, a oír el silencio de la casa, a esa hora en paz como un convento. En la higuera ya estaban alborotando los pájaros, y en las calles, en estas calles, señores, que antes eran de tierra, ya se oían los carros que iban para el matadero.
Un olor de sebo y sangre, de bosta y de matanza, se le metía en las narices que un rato antes olfateaban el agua florida de la hembra. Por el oeste se levantaba una polvareda, un mugido de pampa. Pero ya Santiago Cruz rumbeaba para el centro, y el oeste eran las casas bajas a un costado de las vías y él, sentado en el banco de madera, entre los infelices que iban al trabajo, en el tren de los ganapanes, cabeceaba un sueñito porque le molestaba la fealdad. Si el guarda lo golpeaba en el hombro como si fuera un borracho, Santiago Cruz le daba un chicotazo de colmillo o le bajaba la gorra hasta los ojos o le decía ¿qué hacés gallego?, aunque el otro recién dejara el chiripá. Pero eso rara vez ocurría porque de sólo verlo, aunque estuviera dormido, se le adivinaba el coraje.
El resplandor de la ciudad le pegaba de frente. Quizá por eso requintaba el ala del chambergo y se iba contoneando sobre sus tacos militares, arrimado a la pared, por las calles laterales del ruido. Era hombre de noche y el día le parecía un desperdicio, una insolencia. Hasta que se abrían los quilombos era hombre perdido. Toleraba, apenas, el boliche donde otros se entreveraban en el truco, en inútiles pendencias, en aspavientos y empujones. Poco amigo de las confidencias, prefería la ginebra en el estaño, la solitaria contemplación de una moldura, de un angelito de yeso. A veces, con desgano, caía por el comité.
No iba para servir, aunque el doctor le era tan aficionado. No; si caía por allí, era sólo por despuntar un monte, para tirar la taba o palpitar una riña de gallos. Supo tener un bataraz, mañero y bravo como él solo. Verlo pelear era una fiesta. Astuto como un cristiano, esquivaba el ataque encogiendo el cogote, dando saltitos, como de miedo, como de puta en la milonga. El otro se envalentonaba y se venía caliente y ciego picoteando a bulto. Para qué. Ahí nomás el cogote del bataraz se estiraba como un brazo, se le abrían las alas (de águila parecía, che) y entraba a picotear los ojos del infeliz, que sangraba en el ruedo. Y ahí el bataraz se iba de un salto (volaba, señores, volaba para matar) y el otro caía hecho un montón de plumas y miseria. Santiago Cruz, displicente, juntaba los pesos de la apuesta y se iba con el bataraz hacia el quilombo.
Porque allí lo tenía, en una jaula, junto al loro y los patos de la madama. Cuando curaba al gallo, las pupilas se alborotaban imaginando ese derroche de pelea y de sangre, sin comprender. Un día el gallo amaneció muerto, envenenado. Una de ellas lo mató. De celos, señores, como oyen. De celos por el bataraz que Santiago Cruz llevaba bajo el brazo.
Infeliz, le dijo. Y la sopapeó con tristeza. La otra, de rodillas, lloraba como una Magdalena. Él se fue, sin rencor. La madama no le vio más el pelo. Esperó, inútilmente. Decía, a quien quería oírla, que el quilombo se había quedado huérfano.
Es que gaviones como Santiago Cruz no hubo muchos en Buenos Aires. Las mujeres pagaron sus favores, trabajaron para él, para sus vicios. Sin embargo, no fue un cafiolo organizado. Nunca anduvo en la trata ni en los negocios raros. Canfinflero, bailarín, guapo, se prodigaba en los quilombos, en las fiestas, en el asado electoral. De gusto nomás, sin otras intenciones. Cuando se alzaba con una dama no era pensando en la ganancia; nunca sacó el cuchillo para pelear un peso como otras ratas del suburbio. No fue un rufián, señores, sino un hombre que se dejaba querer.
Les digo esto porque ahora hay gente sonsa que habla de lo que no sabe y confunde a un compadre con cualquiera. Santiago Cruz mató, es cierto, pero nunca de vicio. Fue siempre en defensa propia, siempre por envidia de otro que no pudo soportar su pinta, su altivez, su suerte. Muy instruido, verseador, tenía conversación y unas manos finas para la caricia y el naipe.
Les digo esto también para que sepan qué hembra merecía ese hombre. Porque un día, señores, hizo yunta.
Pero ahora voy a tomar un trago, a aclararme el garguero. Tengo que hablar de la Berta.
¿Qué? ¿Quién fue la Berta? Fue una reina, señores. Una yegua de piel blanca, diosa de los quilombos. Alta, grande, generosa, tenía la melena negra, los ojos verdes, los pies chicos y una risa que hacía temblar de gusto a la clientela. Todos esos desgraciados se morían por la risa de ella, por que les dijera querido alguna de esas noches, por besarle la trompa. Número fuerte de la casa, ambición del pobre que se encerraba con una triste turra, la Berta supo tener tratos con ministros que le bancaban la noche. ¿Para qué hacer nombres, señores? Pero más de un bacán putañero, más de uno que ahora es calle o estatua de plaza, fue a pedir los favores de la Berta.
Todo eso es historia, y ustedes, por cachorros, saben poco de eso. Pero en ese entonces había una punta de rusos caralisas, minos canfinfleros, que laburaban en la trata. Se tomaban el barco e iban a buscar mercadería a Polonia o a Marsella y se traían a las potrancas con el cuento del casorio. Uno de esos cosos se trajo a la Berta cuando tenía quince años.
No estoy bolaceando, compañero. Si no me cree pregúntele al de la tiendita, que las sabe todas. El puede contarle cómo la yuta de los polacos sacaba carpiendo a los judíos de las casas y los cagaba a palos y sablazos. Hasta les tiraban chicos al fuego, mientras incendiaban las iglesias de ellos. ¿Que no? Vayan, pregúntenle a él, que lo dejaron tuerto en el entrevero. ¿O se creen que lleva el ojo de vidrio por joder nomás? Bueno, como les decía, la yuta los corría, y ellos se caían del mapa. Así era fácil pescar a esas pobres desgraciadas que soñaban con venir a América.
Dicen que cuando la Berta estaba en el Hotel de Inmigrantes y vio a los bichitos de luz en el baldío, creyó que era el oro que flotaba en el aire. Pobre gringa. Apenas el cafishio la metió en el mateo, ya la estaba sobando, ya la estaba entregando a la madama. Contenta, la Berta se quitó las pilchas, tomó una sopa de remolacha, se zampó un vestido de seda y esa noche nomás ya estaba en la catrera con un negro. Así es la vida, amigo. Peor es la muerte.
Ella lo supo pronto. Nunca lloró la carta, se aficionó al trabajo, aprendió con los reos esos tangos de antes. Cantaba lindo la Berta. En el patio, rodeada por la clientela, sabía enloquecer de gusto a los compadres.
Cuando Santiago Cruz entró, allá estaba cantando uno de esos tangos reos, con una voz gangosa y arrastrada, la mano en la cintura, una gamba adelante, la otra apoyada, con todo lo demás, en la columna de la galería. Verla y desearla fue uno, desde la blusa que le apretaba esas tetas de reina, hasta la panza curvada en la pollera negra como diciendo: tócame. Fue verla y desearla cuando ella estiró el cogote, insolente, cantando, desafiando al recién llegado que le sostuvo la mirada. Allí estaba Santiago Cruz, impasible, pero con los ojos queriendo y la sonrisa, decente como siempre, pero saliéndose de la vaina por morder esa boca que cantaba aquello de la mina derecha y del purrete de puente Alsina. Fue un segundo nomás, lo que dura un relámpago. Pero bastó y sobró para entenderse.
Cantás lindo —le dijo—, cantás con sentimiento. Le miraba los ojos, tan verdes como esa hoja de la higuera con su gotita de agua, y la gota caía, pero ahora en la comisura de los labios de Berta, mientras hablaba y se reía y mostraba los dientes. A él, que era un experto, le tembló el zurdo, se quedó mirándola como un sonso, como un chico que ve pasar una nube en el potrero y la va siguiendo con los ojos.
¿A Santiago Cruz quién no lo conoce? —dijo ella. Pero él estaba aspirando ese perfume de la piel y la blusa, tan cerca, y tuvo miedo de contestar —¡Él, justamente!— y la Berta se calló también y dio un paso atrás cuando el hombre se inclinó, buscándola.
Yo no sé explicar eso, señores. No sé tampoco qué se dijeron esa noche, en la galería de la casa. No sé si la Berta se negó a entrar en la pieza o si él no se lo pidió; dicen que estuvieron sin tocarse, durante horas, mirándose, en el fondo, bajo la luna.
A la mañana, la Berta dejó la casa. Pagó la libertad para servir al hombre. Todo lo que había ganado, que era mucho, quedó en manos de la madama. Hasta esa estrellita de oro que ella llevaba sobre el pecho, donde otras llevan la cruz. En su valija de fibra fue poniendo las pilchas, no las de lujo, que quedaron en la casa, sino esas de la decencia que ahora eran su ajuar. Como una novia la miraban las pupilas. Tan blanca, con la melena hecha trenza sobre el pecho, parecía una virgen. Cruzó el patio, entre saludos y besos de hembras, entró al zaguán de mosaicos, y corrió a la puerta donde Santiago Cruz la estaba esperando.
En tranvía llegaron a la pensión. Casi se echa a llorar cuando Santiago Cruz dijo “mi mujer” al presentarla, cuando entró en la pieza de su hombre. Fue vichando todo de a poco, pasando la mano por el tualé con palangana, por la pared, por la silla donde él dejó el saco, su cuchillo, su lengue. Iba como bailando sola mientras él la besaba, mientras la desnudaba frente a la luna del ropero. Las manos del hombre la iban llevando como en el tango y ella se sentía sonsa, nada, nadie, hasta que él la volteó en la catrera. Ella lo veía (lo mismo que la primera vez en el quilombo) con los ojos queriendo y la sonrisa, y luego en esa confianza de la boca, en esa osadía de la lengua, mientras los dos se iban conociendo. Sin apuro, Santiago la fue buscando, chamuyándole en la oreja, esquivando, como un bataraz, los picotazos, los besos a lo loco. Como su gallo también, se alzó de pronto como un dios, y ella supo lo que un hombre puede cuando quiere. En el revuelo se le había desatado la trenza en esa piel blanca, como leche: una crin negra, una melena de sudor y deseo que le caía hasta las ancas. A él le pareció que se escapaba. La apretó contra los fierros de la cama, contra su pecho, contra su cosa de hombre, y entonces ella se dejó hacer, peleando todavía, gimiendo, con los ojos cerrados.
No hay nada más lindo que un animal cansado por el amor, y así estaba ella, a la mañana, dormida como un ángel. Sin querer, como jugando, él le picoteaba la nariz, los labios gruesos, las piernas tan grandes para esos pies chiquitos, de bataclana, que tenía la Berta. Sin querer, como jugando, le hurgaba los rincones, la sobaba, hasta que ella lo empujó con sus piernas, sin querer, como jugando, como si lo peleara y después le pidiera perdón con el regalo de sus pechos. Y quién iba a decir que no con esa fiesta, tan luego él, Santiago Cruz, él que la venía buscando en tanta noche de quilombo. Aunque ahora era distinto, ahora —recordaba la Berta— él había dicho “mi mujer” al presentarla.
Linda yunta. En los bailongos, donde habían juntado su fama, solían caer con un aire de dicha que contagiaba a los presentes. Bailaban enlazados, como si fueran un solo cuerpo, un mismo tango, una reunión donde el resto no contaba, sólo ellos, la yunta, entre tantos mirones. Para qué más, si los dos se bastaban. Para qué más, si verlos era una ceremonia, compañeros. Él la llevaba, sin exigir, sabiéndola, y ella lo seguía, volcada sobre el pecho.
La Berta dejó la vida, Santiago Cruz no pisaba un quilombo. Hacía algunas changas en Barracas con el carro florido de un vasco; traía, creo, tierra negra de unas quintas de Quilmes.
Por la noche, ella cantaba en “Balalaika”, un cafetín ruidoso del Bajo, una cantina de gringos, de rusos y polacos en pedo, que después de tomar vodka, la ginebra de ellos, tiraban el vaso sobre e hombro. Subida a una mesa, la Berta cantaba esquivando los manotazos de los parroquianos; los hacía desear y los dejaba pagando. Calientes por el vodka y por ella, los gringos chillaban como locos. Cuando se ponían cargosos, cuando ya se iban al humo, ella se ponía a berrear el Ochichornia, el Volga, y otras tristezas que dejaban planchados a los rusos. Había que verlos llorar como criaturas a esos brutos, goterones así les salían de los ojos. Apenas clareaba, usted los veía tirados sobre las mesas, durmiendo la mona. Los mozos despertaban a los sin patria que sacaban unos billetes arrugados. Y allá se iban: los estibadores al puerto, los changadores a Constitución y a Retiro, y un ruso funebrero… a “las pampas fúnebres”, como él decía.
Santiago Cruz estaba allí, esperándola. La Berta le apoyaba la cabeza en el hombro, y juntos volvían al bulín, sin hacer caso de tanta marinería borracha, de tanto gil en curda, de tanto minaje reo que, a la luz del día, con el revoque a la miseria, se arrastraba de los piringundines de la noche a los hoteles y pensiones del Bajo. Algún turco en camiseta, alguna paica en bolas se asomaba a un balcón de 25 de Mayo, puteando por no poder dormir. Se habían apagado los letreros, y en esa luz lechosa de la primera mañana, las hembras pintadas parecían mascaritas.
Menos Berta, vestida de negro y dignidad. La yunta volvía a casa, tomaban unos mates y cuando los otros rajaban pa el laburo, ellos se iban derecho a la catrera.
Linda vida. Después de comer, tenían la tarde para sacarse el gusto. La Berta, que había llenado la pieza de cortinitas y chirimbolos, soñaba ahora con la casita de ladrillo y cal y parras y jazmines. Además había bordado un almohadón de plumas. Allí recostaba la cabeza Santiago Cruz; a veces, dormido, soñaba una pelea, una milonga, un quilombo perdido. No es que despreciara los primores de la Berta. Al contrario. Pero la cabra al monte tira, compañeros.
Así fue cómo una noche pasó, como al descuido, por una de esas casas de placer, que le dicen, y se quedó arrimado. La Berta lo esperó. Y lloró como una perra perdida. Ella, que fue una diosa. No es de macho dar explicaciones, así que Santiago Cruz no dijo nada. Ni esa noche ni otras.
Hembras como la Berta no lloran porque sí. Una loba de esas clava los dientes para pelear lo suyo. Cuando la vio entrar, la madama abrió los ojos como el dos de oro. La Berta se abalanzó hacia la negra, la agarró de los pelos y empezó a zamarrearla; tomá, le decía mientras la cacheteaba; tomá, piojosa, tomá, tomá… y ella estaba llorando, ella, la Berta, de vergüenza por haberlos seguido, porque Santiago le jugara sucio, a ella que lo quería… te quiero… te quiero… te quiero…, oía que decía Santiago mientras la otra le desgarraba la blusa… ¿o era él que la andaba buscando, otra vez?… Sí, era Santiago Cruz que apareció de pronto y dijo basta, y separó a las mujeres que rodaban, arañándose como gatas por el suelo.
Lo mismo que al bataraz, Santiago Cruz le curó las heridas. Después le besó las marcas como quien besa un crucifijo. Tirada en la cama, llorando todavía, ella lo recibió.
Esa noche soñó con su patria; soñó un incendio, un grito, un atropello, se despertó temblando, llamó a Dios en su idioma.
Santiago Cruz la abrazó. Siempre en yunta, le dijo.
El hombre propone y Dios dispone, compañeros. Fue a la noche siguiente, en el “Balalaika”, cuando ocurrió eso que no debió pasar, cuando uno de esos mamados se puso a joder. No, no fue un gringo; fue un mal compadre, un cuchillero que la había deseado, un envidioso de la suerte de Santiago Cruz. “Cantate la Morocha, gringa”—gritaba desde la mesa. Y ella, como si no lo oyera. Ella cantaba un tango si quería; o; mejor, si Santiago Cruz se lo pedía con los ojos, como aquella vez en el quilombo. Más temprano que de costumbre, apareció en el boliche el marido de la Berta. Se hizo un silencio respetuoso. Entonces ella cantó; para él. Cantó aquello de la mina derecha y el macho de Puente Alsina, cantó para su hombre, no para el insolente que se levantó de la mesa y quiso ponerla la zarpa en su cuerpo de diosa. Fue un momento, nomás. Pero la vida también es un momento. Rápido salió el cuchillo del maula; rápido también el de Santiago Cruz. Entre los dos, como un relámpago, se interpuso la Berta. Confundido, rabioso, el otro le tiró una puñalada.
Se le cayó en los brazos, como bailando. Santiago Cruz la sostuvo, las manos inútiles para la venganza. Ella lo vio como en un sueño. Venía caminando hacia ella entre los gritos y sablazos de la infancia, venía caminando por su pueblo de Polonia con una flor en la mano; desde allí ella le pidió que la enterraran en el cementerio de los gringos; vio un barco que volvía, el mar que Santiago Cruz no conoció.
Así terminó la yunta compañeros. Durante un tiempo, el hombre fue buscando en los boliches a ese que le debía su muerte. Lo encontró en un quilombo. Sin cuidarse (ya era la mitad de sí mismo) lo peleó sin arte, sin respeto. Lo dejó tirado, despatarrado, con los ojos abiertos.
Ojalá hubiera muerto. Entonces no estaría condenado a juntar tanta basura del corazón, a contarles, como ahora, esta historia.
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