Una vez un pastor fue a la colina para poner al resguardo las ovejas. Había neblina, hacía frío, y fue agotador reunirlas a todas. Cuando terminó, las contó y se dio cuenta de que faltaba una.
Salió a buscarla. Después de dar mil vueltas, la encontró medio ahogada en un pantano. Sólo asomaban del barro la cabeza y la cola.
En cuanto vio a la oveja, el pastor la cogió de la cola y tiró con fuerza. Pero la lana de la oveja estaba empapada y el animal pesaba muchísimo. El pastor se quitó la capa, cogió de nuevo la cola de la oveja y tiró de ella aún con más fuerza.
Pero la oveja continuaba pesando mucho. Entonces el pastor se quitó la zamarra, cogió de nuevo la cola de la oveja y tiró de ella aún con más fuerza. Pero la oveja seguía pesando mucho.
El pastor se echó saliva en sus manos, aferró con fuerza la cola y tiró de nuevo con mucho vigor.
La oveja seguía pesando demasiado y, de tanto tirar, el pastor le arrancó la cola. Si no la hubiera arrancado, el pastor habría seguido tirando y quién sabe cuán larga se habría hecho nuestra historia.
Pero con la cola arrancada, la historia ha terminado.